12/31/09

"In hoc anno Domini"

Vermont Royster, en Wall Street Journal

 

Cuando Saulo de Tarso partió en su viaje a Damasco, todo el mundo conocido vivía conquistado. Había un estado, y era Roma. Había un amo de todo, y era el César Tiberio.

Por todas partes había orden civil, porque el brazo de la ley romana era largo. Por todas partes había estabilidad, en gobierno y en sociedad, porque los centuriones así lo garantizaban.

Pero por todas partes había también algo más. Había opresión —para aquellos quienes no eran los amigos del César Tiberio. Había cobrador de impuestos para poder cosechar el grano de los campos y para hilar el lino del huso: para alimentar las legiones o para llenar la hacienda pública con la cual el César divino entretenía a la gente. Había reclutador para llenar de gladiadores los circos. Había verdugos para callar a quienes el emperador había proscrito. ¿Para qué era un hombre sino para servir al César?

Había persecución de los hombres que se atrevían a pensar diferentemente, que oían voces extrañas o leían extraños manuscritos. Había esclavizamiento de los hombres cuyas tribus no provenían de Roma, desdén para quienes no tenían el aspecto familiar. Y sobre todo, había por todas partes un desprecio de la vida humana. ¿Qué era, para el poderoso, un hombre más o menos en un mundo sobrepoblado?

Entonces, de repente, hubo una luz en el mundo, y un hombre de Galilea, diciendo, da al César lo que es de César y a Dios lo que es de Dios.

Y la voz de Galilea, que desafiaría al César, ofreció un nuevo Reino en el cual cada hombre podría caminar con la frente en alto y postrarse a ninguno excepto a su Dios. Como trataste a los más pobres, así me trataste a mí. Y él envió este evangelio del Reino del Hombre a los extremos de la tierra.

Y así la luz entró en el mundo y los hombres que vivían en oscuridad tuvieron miedo, e intentaron bajar una cortina de modo que el hombre continuase creyendo que la salvación emanaba de los líderes políticos.

Pero ocurrió durante algún tiempo en lugares diversos que la verdad liberó al hombre, aunque los hombres de la oscuridad intentaron apagar la luz. La voz dijo, apresuraos. Caminad mientras tenéis luz, a menos que os caiga la oscuridad, porque quienes caminan en oscuridad no saben dónde van.

En el camino a Damasco la luz alumbró brillantemente. Pero después Pablo de Tarso también tuvo miedo. Él temió que otros Césares, otros profetas, podrían un día persuadir a los hombres que el hombre no era nada excepto un trabajador de ellos, que los hombres cederían sus derechos otorgados por Dios a cambio de pan y circo y ya no caminarían en libertad.

Entonces podría darse que la oscuridad triunfaría nuevamente sobre las tierras y habría quema de libros y los hombres pensarían solamente de lo que deben comer y de lo que deben usar, y prestarían atención solamente a Césares nuevos y a falsos profetas. Entonces podría darse que los hombres no mirarían hacia arriba para ver incluso a la estrella del invierno en el este, y una vez más, no habría luz alguna en la oscuridad.

Y por eso Pablo, el apóstol del Hijo del Hombre, habló a sus hermanos, los Gálatas, las palabras que él quiso que recordásemos luego en cada uno de los años de su Señor: Aferraos entonces a la libertad con que Cristo nos ha liberado y no os enredéis nuevamente bajo el yugo de la esclavitud.


12/30/09

Un año, “en presencia de Dios”


Por Giovanni Maria Vian, director de “L Osservatore Romano”




La conclusión del año civil -y para los cristianos la celebración del Nacimiento de Cristo- es ocasión de reflexión y balance. También para Benedicto XVI, quien, como de costumbre, ha hablado a sus colaboradores más cercanos (cardenales, miembros de la Curia romana, representantes pontificios) releyendo el año bajo una luz que puede sorprender, pero que es la única verdadera, esto es, "en presencia de Dios". Y proponiendo su visión de estos meses pasados a quien desee prestarle atención. El Papa ha elegido los tres grandes viajes internacionales del año -a África, a Tierra Santa, al corazón de Europa- para desarrollar una reflexión sobre el ser humano que, consciente o no, está precisamente ante Dios. De hecho, la preocupación de Benedicto XVI es testimoniar esta realidad. Ello en un año que ha transcurrido en gran parte "bajo el signo de África". Pero también durante la peregrinación a la tierra prometida a Moisés y por donde Jesús pasó anunciando e inaugurando el reino de Dios. Y en la visita a la República Checa, en el corazón de una Europa libre de nuevo desde hace veinte años y en paz, aunque doblada bajo el peso de nuevas divisiones, injusticias e intolerancias. Como siempre el Papa capta lo esencial, pero sin atenuar un realismo atento que, con demasiada frecuencia, falta a gobernantes y políticos. Este realismo, sin embargo, es la característica principal de la encíclica Caritas in veritate, como lo fue de la asamblea sinodal, que no se arrogó competencias políticas impropias. Y lo esencial radica en el hecho de que el cielo ya no está cerrado y Dios está cerca. Por esto los católicos africanos viven cada día el sentido de la sacralidad, han acogido el primado pontificio como evidente "punto de convergencia para la unidad de la familia de Dios" y celebran liturgias gozosas y ordenadas que han recordado a Benedicto XVI la sobria ebrietas tan apreciada por el misticismo antiguo, judaico y cristiano. Para el Papa, la reconciliación es la urgente en África, como en cualquier otra sociedad, según un proceso que puede tomar ejemplo del emprendido en Europa después de la tragedia de la última guerra mundial. Pero la reconciliación se realiza, ante todo, en el sacramento de la Penitencia, en gran parte desaparecido de las costumbres de los cristianos porque se ha perdido "la veracidad respecto a nosotros mismos y a Dios", poniendo en peligro la humanidad y la capacidad de paz. Y frente al mal es necesario permanecer vigilantes: por eso Benedicto XVI ha vuelto a recordar la "conmovedora" visita realizada al Yad Vashem, que recuerda el exterminio de seis millones de judíos y la voluntad de expulsar del mundo al Dios de Abraham y de Jesús. Pero la imagen que más impacta y que quedará de este gran discurso papal es la del "patio de los gentiles", reservado en el templo de Jerusalén a los paganos que querían orar al único Dios y que Jesús quiso desalojar de quien lo había convertido en una "cueva de ladrones". A imitación de Cristo, también hoy -dijo Benedicto XVI- la Iglesia debería abrir un espacio para todos los pueblos y para cuantos conocen a Dios de lejos o para quienes es desconocido o ajeno. Para ayudarles a "agarrarse a Dios", en cuya presencia se encuentra toda criatura humana.
Un cuento para niños con una lección universal



Artículo de Lucetta Scaraffia en "L'Osservatore Romano" sobre Benedicto XVI y la ecología
Cuando asistí por televisión a la llegada del gran abeto que, cargado de adornos navideños, preside el centro de la plaza de San Pedro durante los días de Navidad, me pregunté si en su enorme tronco hay alguna madriguera donde duerme -o mejor dicho, dormía- una ardilla. Porque este es el argumento de la historia para muchachos y adultos que, con profundidad e ironía, ha contado Susanna Tamaro en su último libro, Il grande albero (Salani), ilustrado por Giulia Orecchia.
Aunque hable de árboles y de animales, y el mundo se cuente desde su punto de vista, imaginando que tienen una conciencia y una capacidad de comunicación, no es un libro de propaganda ecológica fácil, sino un artificio literario poético para hacernos reflexionar sobre la relación fría e irresponsable, como dueños lejanos, que mantenemos con la naturaleza. En una trama de tiempos que se entrecruzan a pesar de su gran diversidad -el secular de la vida de los árboles, el tiempo breve de la vida de los animales salvajes y el de la vida humana- la personalidad del abeto, que con los siglos adquiere conocimiento y sabiduría, se desarrolla con tiempos casi musicales. Nosotros, los lectores, también estamos preparados para vivir como drama el acontecimiento que marca su destino: llegan seres humanos armados con sierras mecánicas que lo cortan y lo transportan a la plaza de San Pedro. Pero la pequeña ardilla Crik, testigo inconsciente del drama, no se rinde, lucha por la vida del árbol y con esta batalla para obtener un milagro salvará también su vida.
Con una paloma como ayudante, consigue llegar ante el Papa precisamente mientras celebra la misa de Navidad, esquivando el servicio de seguridad, decidido a abatirla al sospechar que también este animalito es un mensajero de los terroristas. Lo logra porque el Papa hace una señal para que se detengan y, ante el asombro general, se apresta a escuchar lo que quiere comunicarle la ardilla: naturalmente, todo se transmite en directo por televisión, en medio de los comentarios maliciosos e incrédulos de quien piensa que es un signo de locura del anciano Papa, y está a punto de indignarse: "Alguien tiene que detenerlo, nos jugamos nuestro prestigio. ¡Nos están viendo en todo el mundo!".
Pero el Papa no cede; más aún, habla de árboles y de ardillas en su homilía, en la que presenta a los grandes árboles, las catedrales verdes, como ejemplo: "Y, si no hundimos las raíces en la tierra, ¿cómo podemos levantar la mirada hacia el cielo?". En medio del júbilo de los presentes, que aclaman "¡Viva el Papa, viva la ardilla!" se acerca al árbol, y lo abraza: "La corteza era áspera contra su mejilla. El perfume de la resina era el perfume de su juventud. ¡Cuántas veces, paseando por las montañas Tatra, el Altísimo le había hablado con el murmullo de las hojas; en esos instantes parecía que el tiempo ya abrazara la eternidad". Y después bendice a Crik, "humilde criatura inflamada de amor". Al día siguiente, un enorme camión devuelve el gran abeto y la ardilla a la selva donde, unido de nuevo a sus raíces, el árbol recobra la vida. No sabemos si en el gigantesco abeto que han traído para estas Navidades hay una ardilla, pero sabemos que, si la hubiera, también Benedicto XVI, como el Juan Pablo II imaginado por Tamaro, la escucharía. De hecho es conocida la atención que el Papa Ratzinger sabe prodigar a la creación y a sus criaturas, y además siempre ha manifestado un amor especial por los gatos, como cuenta otro gracioso librito, publicado hace algún tiempo con una introducción de Georg Gänswein, Joseph e Chico (Ediciones Messaggero). En ese caso se trata de un gato, Chico, que narra su larga amistad con el Papa, que le ha dicho muchas cosas sobre sí mismo y, por lo tanto, sabe comunicar en el lenguaje especial de los gatos. También con libros como estos se puede sensibilizar a los lectores sobre temas de medio ambiente, y se puede hacer comprender que la Iglesia no sólo se preocupa por el bienestar de los seres humanos, sino también del mundo, animal y vegetal, que Dios nos ha confiado.

12/28/09

Palabras del Papa a las familias reunidas en Madrid


Durante el Ángelus a los peregrinos congregados en el Vaticano


[En italiano]
Queridos hermanos y hermanas:
Se celebra hoy el domingo de la Sagrada Familia. Podemos seguir poniéndonos en el lugar de los pastores de Belén que, nada más recibir el anuncio del ángel, acudieron de prisa a la gruta y encontraron a "María, José y al niño, acostado en el pesebre" (Lucas 2,16). Detengámonos también nosotros a contemplar esta escena, y reflexionemos en su significado. Los primeros testigos del nacimiento de Cristo, los pastores, se encontraron no sólo ante el Niño Jesús, sino también ante una pequeña familia: la mamá, el papá y el hijo recién nacido. ¡Dios quiso revelarse naciendo en una familia humana, y por este motivo la familia humana se ha convertido en imagen de Dios! Dios es Trinidad, es comunión de amor, y la familia, con toda la diferencia que existe entre el Misterio de Dios y su criatura humana, es una manifestación que refleja el Misterio insondable del Dios amor. El hombre y la mujer, creados a imagen de Dios, se convierten en el matrimonio en "una sola carne" (Génesis 2, 24), es decir, en una comunión de amor que engendra nueva vida. La familia humana, en cierto sentido, es imagen de la Trinidad por el amor interpersontal y por la fecundidad del amor.
La liturgia de hoy presenta el famoso episodio evangélico de Jesús, a los doce años, que se queda en el Templo, en Jerusalén, sin que se dieran cuenta sus padres, quienes, sorprendidos y preocupados, vuelven a encontrarlo tres días después discutiendo con los doctores. A su madre que le pide explicaciones, Jesús le responde que tiene que estar "en la propiedad", en la casa de su Padre, es decir de Dios (Cf. Lucas 2, 49). En este episodio, el muchacho Jesús se nos presenta lleno de celo por Dios y por el Templo. Preguntémonos: ¿de quién había aprendido Jesús el amor por las "cosas" de su Padre? Ciertamente, como hijo, tuvo un íntimo conocimiento de su Padre, de Dios, una profunda relación personal permanente con Él, pero, en su cultura concreta, ciertamente aprendió las oraciones, el amor por el Templo y por las instituciones de Israel, de sus propios padres. Por tanto, podemos afirmar que la decisión de Jesús de quedarse en el Templo era sobre todo fruto de su íntima relación con el Padre, pero también fruto de la educación recibida de María y de José. Podemos entrever aquí el sentido auténtico de la educación cristiana: es el fruto de una colaboración que siempre hay que buscar entre los educadores y Dios. La familia cristiana es consciente de que los hijos son don y proyecto de Dios. Por tanto, no los puede considerar como una posesión propia, sino que, sirviendo en ellos al designio de Dios, está llamada a educarlos en la libertad más grande, que consiste precisamente en decir "sí" a Dios para hacer su voluntad. De este "sí" la Virgen María es ejemplo perfecto. A ella le encomendamos todas las familias, rezando en particular por su misión educativa.
Y ahora me dirijo, en lengua española, a los que participan en la fiesta de la Sagrada Familia en Madrid.
[En español]
Saludo cordialmente a los pastores y fieles congregados en Madrid para celebrar con gozo la Sagrada Familia de Nazaret. ¿Cómo no recordar el verdadero significado de esta fiesta? Dios, habiendo venido al mundo en el seno de una familia, manifiesta que esta institución es camino seguro para encontrarlo y conocerlo, así como un llamamiento permanente a trabajar por la unidad de todos en torno al amor. De ahí que uno de los mayores servicios que los cristianos podemos prestar a nuestros semejantes es ofrecerles nuestro testimonio sereno y firme de la familia fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer, salvaguardándola y promoviéndola, pues ella es de suma importancia para el presente y el futuro de la humanidad. En efecto, la familia es la mejor escuela donde se aprende a vivir aquellos valores que dignifican a la persona y hacen grandes a los pueblos. También en ella se comparten las penas y las alegrías, sintiéndose todos arropados por el cariño que reina en casa por el mero hecho de ser miembros de la misma familia. Pido a Dios que en vuestros hogares se respire siempre ese amor de total entrega y fidelidad que Jesús trajo al mundo con su nacimiento, alimentándolo y fortaleciéndolo con la oración cotidiana, la práctica constante de las virtudes, la recíproca comprensión y el respeto mutuo. Os animo, pues, a que, confiando en la materna intercesión de María Santísima, Reina de las Familias, y en la poderosa protección de San José, su esposo, os dediquéis sin descanso a esta hermosa misión que el Señor ha puesto en vuestras manos. Contad además con mi cercanía y afecto, y os ruego que llevéis un saludo muy especial del Papa a vuestros seres queridos más necesitados o que se encuentran en dificultad. Os bendigo a todos de corazón.
[Al final del Ángelus, el Papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española que participan en esta oración mariana. En este domingo de la Sagrada Familia, invito a todos a poner los ojos en el hogar de Nazaret, escuela incomparable de virtudes humanas y cristianas, para aprender de Jesús, José y María a vivirlas personalmente y dar ejemplo de ellas ante los que os rodean con humildad y convicción. De nuevo os deseo que, en estas fiestas de Navidad, la alegría del Señor Jesús, nacido en Belén, sea vuestra fortaleza. En su Nombre os bendigo con gran afecto.
Sin las familias, “Europa se quedaría sin el futuro del amor”


Homilía que pronunció el cardenalRouco, durante la misa que congregó este domingo a familias de toda Europa en Madrid



Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:
Una vez más, una Plaza madrileña, la Plaza de Lima, nos ofrece un bello marco para celebrar la Fiesta de la Sagrada Familia públicamente ante la sociedad y ante el mundo como "una Misa de las Familias": de las familias de Madrid y de toda España. Así sucedió el pasado año. Hoy, además, como una Eucaristía de las familias de toda Europa. Me es muy grato, por ello, saludar con afecto fraterno en el Señor a los Sres. Cardenales, Arzobispos y Obispos de las Diócesis de España, pero, especialmente, a los hermanos venidos de Roma y de diversos países europeos. En un lugar destacado quisiera hacerlo con el Sr. Cardenal Prefecto del Pontificio Consejo para las Familias, que subraya con su presencia el valor pastoral que le merecen al Santo Padre y a sus colaboradores más próximos nuestra iniciativa a favor de la familia. El luminoso y siempre certero mensaje del Papa Benedicto XVI no nos ha faltado tampoco en esta ocasión en que la Eucaristía de las familias cristianas de España se abre a las Iglesias particulares de Europa. Mi saludo muy cordial se dirige también a los innumerables hermanos sacerdotes españoles y europeos, cercanos siempre a las familias que ellos atienden y sirven con cuidadoso celo y caridad pastorales. Nuestro más efusivo saludo va dirigido, sin embargo, a las innumerables familias - abuelos, padres, hijos, hermanos... - que se han sacrificado para venir a Madrid y poder celebrar en esta fría mañana madrileña, unidos en una extraordinaria asamblea litúrgica con los fieles de nuestra diócesis, la Acción de Gracias eucarística con alegría jubilosa por el inmenso don de la familia cristiana: familia que se mira en la Sagrada Familia de Nazareth como el modelo insuperable y decisivo para poder vivir en plenitud la riqueza de la gracia del matrimonio cristiano en el día a día del crecer y del quehacer de la propia familia. La familia cristiana sabe, además, que en Jesús, María y José, encuentra el apoyo sobrenatural necesario que le ha sido preparado amorosamente por Dios para que no desfallezca en la realización de su hermosa vocación.
Vuestra multitudinaria presencia, queridas familias, y vuestra participación atenta, piadosa y activa en esta celebración eucarística habla un claro y elocuente lenguaje: ¡queréis a vuestras familias! ¡queréis a la familia!; ¡mantenéis fresca y vigorosa la fe en la familia cristiana!; estáis seguras, compartiendo la doctrina de la Iglesia una, santa, católica y apostólica, de que el modelo de la familia cristiana es el que responde fielmente a la voluntad de Dios y, por ello, es el que garantiza el bien fundamental e insustituible de la familia para sus propios miembros -los padres y los hijos en eminente lugar-, para toda la sociedad y, no en último lugar, para la Iglesia. La Iglesia es, en definitiva, la "construcción de Dios", "en la que habita su familia", como enseña el Vaticano II; y la familia en ella es "Iglesia doméstica" (LG 6 y 11). Queridas familias cristianas: sois muy conscientes, incluso en virtud de vuestras propias experiencias de la vida en el matrimonio y en vuestra familia, de que ese otro lenguaje de los diversos modelos de familia, que parece adueñarse, avasallador y sin réplica alguna, de la mentalidad y de la cultura de nuestro tiempo, no responde a la verdad natural de la familia, tal como viene dada al hombre "desde el principio" de la creación y de que, por ello, es incapaz de resolver la problemática tantas veces cruel y dolorosa de los fracasos materiales, morales y espirituales que afligen hoy al hombre y a la sociedad europea de nuestro tiempo con una gravedad pocas veces conocida por la historia. Queridas familias: porque queréis vivir vuestra familia en toda la verdad, la bondad y la belleza que le viene dada por el plan salvador de Dios, estáis aquí como protagonistas del nuevo Pueblo y de la nueva Familia de Dios, que peregrina en este mundo hacia la Casa y la Gloria del Padre, celebrando con la Iglesia el Sacramento del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, culmen y fuente de toda la vida cristiana -y consecuentemente ¡de la verdadera vida de vuestras familias!- como una Fiesta, iluminada por la memoria, hecha actualidad, de la Sagrada Familia de Nazareth.
Con la Sagrada Familia, formada por Jesús, María y José, se inicia el capítulo de la nueva y definitiva historia de la familia: el de la familia, que, fundada por el Creador en el verdadero matrimonio entre el varón y la mujer, va a quedar liberada de la esclavitud del pecado y transformada por la gracia del Redentor. Acerquémonos pues con la mirada de la fe, clarificada por la palabra de Dios, a la realidad de esta familia, sagrada y entrañable a la vez, que abre a las nuestras el tiempo nuevo del amor y de la vida sin ocaso. Llama la atención desde el primer momento de su preparación y constitución que lo que guía y mueve a María y a José a desposarse y acoger en su seno al Hijo, a Jesús, es el cumplimiento de la voluntad de Dios sin condiciones; aunque, humanamente hablando, les cueste comprenderla. María dice "Sí" a la maternidad de su Hijo, que era nada menos que el Hijo del Altísimo. Lo concibe por obra del Espíritu Santo, siendo Virgen y permaneciendo Virgen. José acepta acoger a María en su casa como esposa, castamente, sabiendo que el Hijo que lleva en sus entrañas no es suyo, ¡es de Dios! Se abandonan a su santísima voluntad, sabiendo que responden así a los designios inescrutables, pero ciertos, del amor de un Dios que quiere salvar al hombre por caminos que le sobrepasan por la magnitud infinita de la misericordia que revelan. Son cada vez más conscientes de que a ellos se les ha confiado la vida y la muerte terrena de un niño, que es el Hijo de Dios, el Mesías, el Señor. Sí, sobre todo, lo sabe su Madre María que lo acompaña, a veces desde la distancia física, pero siempre desde una inefable cercanía del corazón hasta el momento de la Cruz: ¡la hora de la expropiación total del Hijo y de la Madre en aras del Amor más grande! En la escena del adolescente Jesús, perdido y hallado por sus padres en el Templo de Jerusalén, que nos relata hoy el Evangelio de San Lucas, se confirmaba y se preludiaba hasta qué grado de entrega y oblación de la vida conllevaba la aceptación amorosa de la voluntad del Padre: "¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?". Y, aunque ellos no comprendieron del todo lo que les quería decir, su angustia precedente quedó enternecedoramente compensada por el Hijo: Jesús bajó con ellos a Nazareth y, bajo su autoridad, "iba creciendo en sabiduría, estatura, y en gracia ante Dios y ante los hombres". Y "su madre conservaba todo esto en su corazón". De aquel amor de María y José, amor de total entrega a Dios, y, por ello, de una fecundidad humanamente inimaginable, ¡sobrenatural!, surge la familia en la que nace, crece y vive el Salvador del hombre, el Autor de la Nueva Vida, el Cabeza del Nuevo Pueblo de Dios, el Primero entre una incontable multitud de hermanos, que habrían de configurar la nueva familia humana.
Queridas familias cristianas de España y de toda Europa: miraos a vosotras mismas como esposas y esposos, padres e hijos, en el límpido espejo de ese prototipo de la nueva familia querida y dispuesta por Dios en su plan de salvación del hombre, que es la familia de Jesús, María y José. ¿Verdad que también vosotros podéis certificar que, cuando todo ese edificio de íntimas relaciones personales entre vosotros y con vuestros hijos se fundamenta en la vivencia fiel y siempre renovada de vuestro compromiso contraído sacramentalmente en Cristo, ante Dios y ante la Iglesia, os es posible e incluso sencillo y gratificante configurar vuestra familia como esa íntima comunidad de vida y amor donde se va abriendo día a día, "cruz a cruz", el camino de la verdadera felicidad? Entonces os sentís "como elegidos de Dios, santos y amados, para revestiros "de la misericordia entrañable, bondad, humildad, dulzura, comprensión". Sabéis pedir perdón y perdonáis. Sabéis sobrellevaros y ¿os santificáis mutuamente? Colocáis por encima de todo "el amor" que "es el ceñidor de la unidad consumada". ¿En quién y en dónde podrán encontrar los niños, que van a nacer, los discapacitados, los enfermos, los rechazados... etc., el don de la vida y del amor incondicional sino en vosotros, padres y madres de las familias cristianas? ¿Hay quien responda mejor y más eficazmente a las situaciones dramáticas de los parados, de los ancianos, de los angustiados por la soledad física y espiritual, de los rotos por las decepciones y fracasos sentimentales, matrimoniales y familiares, que la familia verdadera, la fundada en la ley de Dios y en el amor de Jesucristo?
En esta madrileña Plaza de Lima, el día 2 de noviembre de 1982, el inolvidable Juan Pablo II, declarado Venerable el pasado día 19 de diciembre por nuestro Santo Padre Benedicto XVI, celebraba una Eucaristía memorable, convocada como "la Misa para las familias" en el tercer día de su largo primer viaje por toda la geografía de las Diócesis de España ¡Viaje Apostólico inolvidable! En su vibrante homilía se encuentra un pasaje, cuya vigorosa fuerza profética no ha perdido ni un ápice de actualidad. Permitidme que os lo recuerde:
"Además, según el plan de Dios, -afirmaba el Papa- el matrimonio es una comunidad de amor indisoluble ordenado a la vida como continuación y complemento de los mismos cónyuges. Existe una relación inquebrantable entre el amor conyugal y la transmisión de la vida, en virtud de la cual, como enseñó Pablo VI, "todo acto conyugal debe permanecer abierto a la transmisión de vida". Por el contrario, -como escribí en la Exhortación Apostólica "Familiaris Consortio"-"al lenguaje natural que expresa la recíproca donación total de los esposos, el anticoncepcionismo impone un lenguaje objetivamente contradictorio, es decir, el de no darse al otro totalmente: se produce no sólo el rechazo positivo de la apertura a la vida, sino también una falsificación de la verdad interior del amor conyugal.
Pero hay otro aspecto aún más grave y fundamental, que se refiere al amor conyugal como fuente de la vida: hablo del respeto absoluto a la vida humana, que ninguna persona o institución, privada o pública, puede ignorar. Por ello, quien negara la defensa a la persona humana más inocente y débil, a la persona humana ya concebida aunque todavía no nacida, cometería una gravísima violación del orden moral. Nunca se puede legitimar la muerte de un inocente. Se minaría el mismo fundamento de la sociedad."
Benedicto XVI nos enseña hoy, en medio de una crisis socio-económica generalizada, un cuarto de siglo después de la homilía de la Plaza de Lima, en su Encíclica "Cáritas in Veritate": "La apertura moralmente responsable a la vida es una riqueza social y económica... Por eso, se convierte en una necesidad social, e incluso económica, seguir proponiendo a las nuevas generaciones la hermosura de la familia y del matrimonio, su sintonía con las exigencias más profundas del corazón y de la dignidad de la persona. En esta perspectiva, los estados están llamados a establecer políticas que promuevan la centralidad y la integridad de la familia, fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer, célula primordial y vital de la sociedad".
El panorama que presenta la realidad de la familia en la Europa contemporánea no es precisamente halagüeño. El preocupante diagnóstico del estado de salud de la familia europea, que hacía en octubre de 1999 la II Asamblea Especial para Europa del Sínodo de los Obispos y que, después, Juan Pablo II recogía, detallaba y confirmaba en la Exhortación Postsinodal "La Iglesia en Europa", se ha ido agravando más y más. La actualidad del matrimonio y de la familia en los países europeos está marcada por la facilitación jurídica del divorcio hasta extremos impensables hasta hace poco tiempo y asimilables al repudio; por la aceptación creciente de la difuminación, cuando no de la eliminación, primero cultural y luego legal de la consideración del matrimonio como la unión irrevocable de un varón y una mujer en íntima comunidad de amor y de vida, abierta a la procreación de los hijos; por el crecimiento, al parecer imparable, de las rupturas matrimoniales y familiares con las conocidas y dramáticas consecuencias que acarrean para la suerte y el bien de los niños y de los jóvenes. A esta situación se ha añadido la crisis económica, con la inevitable secuela del paro y el desempleo como factor sobrevenido a la situación ya muy extendida de la crisis del matrimonio y de la familia. El derecho a la vida del niño, todavía en el vientre de su madre -del "nasciturus"-, se ve lamentablemente suplantado en la conciencia moral de un sector cada vez más importante de la sociedad, y en la legislación que la acompaña y la estimula, por un supuesto derecho al aborto en los primeros meses del embarazo. La vida de las personas con discapacidades varias, de los enfermos terminales y de los ancianos, sin un entorno familiar que las cobije, se ve cada vez más en peligro. Un panorama a primera vista oscuro y desolador. Sólo a primera vista. En el trasfondo alumbran los signos luminosos de la esperanza cristiana: ¡Aquí estáis vosotras, las queridas familias cristianas de España y de toda Europa, para dar testimonio de esa esperanza y corroborarla. Con el "sí" gozoso a vuestro matrimonio y a vuestra familia, sentida y edificada cristianamente como representación viva del amor de Dios -amor de oblación y entrega, ofrecido y fecundo también en "vuestra carne"- y con vuestro "sí" al matrimonio y a la familia como "el santuario de la vida" y fundamento de la sociedad, estáis abriendo de nuevo el surco para el verdadero porvenir de la Europa del presente y del futuro. Europa, sin vosotras, queridas familias cristianas, se quedaría prácticamente sin hijos o, lo que es lo mismo, sin el futuro de la vida. Sin vosotras, Europa se quedaría sin el futuro del amor, conocido y ejercitado gratuitamente; se quedaría sin la riqueza de la experiencia del ser amado por lo que se es y no por lo que se tiene. El futuro de Europa, su futuro moral, espiritual e, incluso, biológico, pasa por la familia realizada en su primordial y plena verdad. ¡El futuro de Europa pasa por vosotras, queridas familias cristianas!
Habéis recibido el gran don de poder vivir vuestro matrimonio y vuestra familia cristianamente, siguiendo el modelo de la Familia de Nazareth, y, con el don, una grande y hermosa tarea : la de ser testigos fieles y valientes, con obras y palabras, del Evangelio de la vida y de la familia en una grave coyuntura histórica de los pueblos de Europa, vinculados entre sí por la común herencia de sus raíces cristianas. Unidas en la Comunión de la Iglesia, alentadas y fortalecidas por la Sagrada Familia de Nazareth, por Jesús, María y José, la podréis llevar a un buen y feliz término. ¡Sí, con el gozo jubiloso de los que han descubierto y conocen que en Belén de Judá, hace dos mil años, nos nació de María, la Virgen y Doncella de Nazareth, el Mesías, el Señor, el Salvador, lo podréis!
Amén.
Un Dios muy familiar


Por monseñor Jesús Sanz Montes, arzobispo electo de Oviedo



El evangelio de este domingo navideño nos sitúa ante una escena de la Sagrada Familia. José discreto, Jesús en las cosas de su Padre y María guardando lo que entiende o no entiende en Dios dentro de su corazón. Dios no es un dios solitario, que se aburre en su sillón de nubes pescando con un mando a distancia algo en lo que entretenerse sin más. Dios es un Dios comunión, relación amorosa de tres Personas que se quieren: un Padre que ama al Hijo en el Espíritu, un Amante, un Amado y un Amor, como diría san Agustín. Y este Dios familiar, nos ha hecho a su imagen y semejanza. Sin familia el hombre se deshumaniza. Y por eso Dios, puesto a huma­narse, no ha querido prescindir de esta realidad. Jesús, María y a José, tienen una palabra que decirnos. Han querido vivir divinamente la aventura hu­mana. Como dice Benedicto XVI, "la revelación bíblica es ante todo expresión de una historia de amor, la historia de la alianza de Dios con los hombres: por este motivo, la historia del amor y de la unión de un hombre y de una mujer en la alianza del matrimonio ha podido ser asumida por Dios como símbolo de la historia de la salvación". Pero no lo tuvo fácil la Sagrada Familia. Tuvo que afrontar el habitar un mundo muy condicionado por los proyectos ajenos al proyecto de Dios. El Hijo de Dios, ya desde el inicio de su andadura terrestre tendrá que ha­bérse­las con la inseguridad, la insidia, la hostilidad. La vida será amenazada no sólo en el fi­nal de un calvario, sino ya en el principio cuando la palabra y los ges­tos de esta nueva criatura, parecían lejanos de presentar un problema a to­dos los poderes estableci­dos. La vida del Mesías era preciso controlarla, y ante la imposibilidad de esto, era mejor eliminarla o, al menos, censurarla.
Hoy, ante esta vida de Dios que se ha manifestado no sólo hace dos mil años en Belén, sino que a diario se manifiesta en nosotros y entre nosotros, po­demos pregun­tarnos qué tipos de censuras practicamos... ¡respecto del mismo Dios! Porque podemos ser creyentes de un Dios inofensivo, lejano; creyentes en un Dios con domicilio en cualquier panteón clásico, que no nos denuncie los malos vivires y que no nos anuncie cómo son los vivires buenos, un Dios que nos deje en paz. Hay muchas formas de censurar la vida, la vida que Dios es y que nos da, la vida que Dios pide de nosotros: abortos y eutanasias, injusti­cias y matanzas, egoísmos e insolidaridades. Aquella Santa Familia, como aque­llos pri­meros cristianos, tratándose como eran tratados por Dios, fueron capaces de transfor­mar el mundo... sacando al Dios desconocido de los panteones para reconocerlo en lo cotidiano, en los días laborables, en lo familiar de una vida humana.

12/27/09

"Hoy brillará una luz sobre nosotros, porque nos ha nacido el Señor"



Mensaje de Navidad de Benedicto XVI a mediodía del 25, antes de impartir su bendición "urbi et orbi".

 

Queridos hermanos y hermanas de Roma y del mundo entero,

y a todos vosotros, hombres y mujeres a quien Dios ama

"Lux fulgebit hodie super nos,

quia natus est nobis Dominus.

Hoy brillará una luz sobre nosotros,

porque nos ha nacido el Señor"

(Misal Romano, Natividad del Señor, Misa de la aurora, Antífona de entrada).

La liturgia de la Misa de la aurora nos ha recordado que la noche ya pasó, el día está avanzado; la luz que proviene de la gruta de Belén resplandece sobre nosotros.

Pero la Biblia y la Liturgia no nos hablan de la luz natural, sino de una luz diferente, especial, de algún modo proyectada y orientada hacia un "nosotros", el mismo "nosotros" por el que el Niño de Belén "ha nacido". Este "nosotros" es la Iglesia, la gran familia universal de los creyentes en Cristo, que han aguardado con esperanza el nuevo nacimiento del Salvador, y hoy celebran en el misterio la perenne actualidad de este acontecimiento.

Al principio, en torno al pesebre de Belén, ese "nosotros" era casi invisible a los ojos de los hombres. Como nos dice el Evangelio de san Lucas, incluía, además de a María y José, a unos pocos sencillos pastores, que llegaron a la gruta avisados por los Ángeles. La luz de la primera Navidad fue como un fuego encendido en la noche. Todo alrededor estaba oscuro, mientras en la gruta resplandecía la luz verdadera "que alumbra a todo hombre" (Juan 1,9). Y, no obstante, todo sucede con sencillez y en lo escondido, según el estilo con el que Dios actúa en toda la historia de la salvación. Dios quiere ir poniendo focos de luz concretos, para dar luego claridad hasta el horizonte. La Verdad, como el Amor, que ella contiene, se enciende allí donde la luz es acogida, difundiéndose después en círculos concéntricos, casi por contacto, en los corazones y en las mentes de los que, abriéndose libremente a su resplandor, se convierten a su vez en fuentes de luz. Es la historia de la Iglesia que comienza su camino en la gruta pobre de Belén, y a través de los siglos se convierte en Pueblo y fuente de luz para la humanidad. También hoy, por medio de quienes van al encuentro del Niño Jesús, Dios sigue encendiendo fuegos en la noche del mundo, para llamar a los hombres a que reconozcan en Él el "signo" de su presencia salvadora y liberadora, extendiendo el "nosotros" de los creyentes en Cristo a toda la humanidad.

Dondequiera que haya un "nosotros" que acoge el amor de Dios, allí resplandece la luz de Cristo, incluso en las situaciones más difíciles. La Iglesia, como la Virgen María, ofrece al mundo a Jesús, el Hijo que ella misma ha recibido como un don, y que ha venido para liberar al hombre de la esclavitud del pecado. Como María, la Iglesia no tiene miedo, porque aquel Niño es su fuerza. Pero no se lo guarda para sí: lo ofrece a cuantos lo buscan con corazón sincero, a los humildes de la tierra y a los afligidos, a las víctimas de la violencia, a todos los que desean ardientemente el bien de la paz. También hoy, dirigiéndose a la familia humana profundamente marcada por una grave crisis económica, pero antes de nada de carácter moral, y por las dolorosas heridas de guerras y conflictos, la Iglesia repite con los pastores, queriendo compartir y ser fiel al hombre: "Vamos derechos a Belén" (Lc 2,15), allí encontraremos nuestra esperanza.

El "nosotros" de la Iglesia vive donde nació Jesús, en Tierra Santa, para invitar a sus habitantes a que abandonen toda lógica de violencia y venganza, y se comprometan con renovado vigor y generosidad en el camino hacia una convivencia pacífica. El "nosotros" de la Iglesia está presente en los demás Países del Medio Oriente. ¿Cómo no pensar en la borrascosa situación en Irak y en el aquel pequeño rebaño de cristianos que vive en aquella región? Sufre a veces violencias e injusticias, pero está siempre dispuesto a dar su propia contribución a la edificación de la convivencia civil, opuesta a la lógica del enfrentamiento y del rechazo de quien está al lado. El "nosotros" de la Iglesia está activo en Sri Lanka, en la Península coreana y en Filipinas, como también en otras tierras asiáticas, como fermento de reconciliación y de paz. En el continente africano, no cesa de elevar su voz a Dios para implorar el fin de todo abuso en la República Democrática del Congo; invita a los ciudadanos de Guinea y del Níger al respeto de los derechos de toda persona y al diálogo; pide a los de Madagascar que superen las divisiones internas y se acojan mutuamente; recuerda a todos que están llamados a la esperanza, a pesar de los dramas, las pruebas y las dificultades que los siguen afligiendo. En Europa y en América septentrional, el "nosotros" de la Iglesia impulsa a superar la mentalidad egoísta y tecnicista, a promover el bien común y a respetar a los más débiles, comenzando por los que aún no han nacido. En Honduras, ayuda a retomar el camino institucional; en toda Latinoamérica, el "nosotros" de la Iglesia es factor de identidad, plenitud de verdad y caridad que no puede ser reemplazado por ninguna ideología, un llamamiento al respeto de los derechos inalienables de cada persona y a su desarrollo integral, anuncio de justicia y hermandad, fuente de unidad.

Fiel al mandato de su Fundador, la Iglesia es solidaria con los afectados por las calamidades naturales y por la pobreza, también en las sociedades opulentas. Ante el éxodo de quienes emigran de su tierra y a causa del hambre, la intolerancia o el deterioro ambiental se ven forzados a marchar lejos, la Iglesia es una presencia que llama a la acogida. En una palabra, la Iglesia anuncia por doquier el Evangelio de Cristo, no obstante las persecuciones, las discriminaciones, los ataques y la indiferencia, a veces hostil, que más bien le permiten compartir la suerte de su Maestro y Señor.

Queridos hermanos y hermanas, qué gran don es formar parte de una comunión que es para todos. Es la comunión de la Santísima Trinidad, de cuyo corazón ha descendido al mundo el Enmanuel, Jesús, Dios-con-nosotros. Como los pastores de Belén, contemplemos embargados de maravilla y gratitud este misterio de amor y luz. Feliz Navidad a todos.

"Jesucristo, tú que has nacido en Belén", "entra en mí, en mi alma"

Homilia del Papa en la Misa del Gallo

Queridos hermanos y hermanas:

"Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado" (Is 9,5). Lo que, mirando desde lejos hacia el futuro, dice Isaías a Israel como consuelo en su angustia y oscuridad, el Ángel, del que emana una nube de luz, lo anuncia a los pastores como ya presente: "Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor" (Lc 2,11). El Señor está presente. Desde este momento, Dios es realmente un "Dios con nosotros". Ya no es el Dios lejano que, mediante la creación y a través de la conciencia, se puede intuir en cierto modo desde lejos. Él ha entrado en el mundo. Es quien está a nuestro lado. Cristo resucitado lo dijo a los suyos, nos lo dice a nosotros: "Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo" (Mt 28,20). Por vosotros ha nacido el Salvador: lo que el Ángel anunció a los pastores, Dios nos lo vuelve a decir ahora por medio del Evangelio y de sus mensajeros. Ésta es una noticia que no puede dejarnos indiferentes. Si es verdadera, todo cambia. Si es cierta, también me afecta a mí. Y, entonces, también yo debo decir como los pastores: Vayamos, quiero ir derecho a Belén y ver la Palabra que ha sucedido allí. El Evangelio no nos narra la historia de los pastores sin motivo. Ellos nos enseñan cómo responder de manera justa al mensaje que se dirige también a nosotros. ¿Qué nos dicen, pues, estos primeros testigos de la encarnación de Dios?

Ante todo, se dice que los pastores eran personas vigilantes, y que el mensaje les pudo llegar precisamente porque estaban velando. Nosotros hemos de despertar para que nos llegue el mensaje. Hemos de convertirnos en personas realmente vigilantes. ¿Qué significa esto? La diferencia entre uno que sueña y uno que está despierto consiste ante todo en que, quien sueña, está en un mundo muy particular. Con su yo, está encerrado en este mundo del sueño que, obviamente, es solamente suyo y no lo relaciona con los otros. Despertarse significa salir de dicho mundo particular del yo y entrar en la realidad común, en la verdad, que es la única que nos une a todos. El conflicto en el mundo, la imposibilidad de conciliación recíproca, es consecuencia del estar encerrados en nuestros propios intereses y en las opiniones personales, en nuestro minúsculo mundo privado. El egoísmo, tanto del grupo como el individual, nos tiene prisionero de nuestros intereses y deseos, que contrastan con la verdad y nos dividen unos de otros. Despertad, nos dice el Evangelio. Salid fuera para entrar en la gran verdad común, en la comunión del único Dios. Así, despertarse significa desarrollar la sensibilidad para con Dios; para los signos silenciosos con los que Él quiere guiarnos; para los múltiples indicios de su presencia. Hay quien dice "no tener religiosamente oído para la música". La capacidad perceptiva para con Dios parece casi una dote para la que algunos están negados. Y, en efecto, nuestra manera de pensar y actuar, la mentalidad del mundo actual, la variedad de nuestras diversas experiencias, son capaces de reducir la sensibilidad para con Dios, de dejarnos "sin oído musical" para Él. Y, sin embargo, de modo oculto o patente, en cada alma hay un anhelo de Dios, la capacidad de encontrarlo. Para conseguir esta vigilancia, este despertar a lo esencial, roguemos por nosotros mismos y por los demás, por los que parecen "no tener este oído musical" y en los cuales, sin embargo, está vivo el deseo de que Dios se manifieste. El gran teólogo Orígenes dijo: si yo tuviera la gracia de ver como vio Pablo, podría ahora (durante la Liturgia) contemplar un gran ejército de Ángeles (cf. In Lc 23,9). En efecto, en la sagrada Liturgia, los Ángeles de Dios y los Santos nos rodean. El Señor mismo está presente entre nosotros. Señor, abre los ojos de nuestro corazón, para que estemos vigilantes y con ojo avizor, y podamos llevar así tu cercanía a los demás.

Volvamos al Evangelio de Navidad. Nos dice que los pastores, después de haber escuchado el mensaje del Ángel, se dijeron uno a otro: "Vamos derechos a Belén... Fueron corriendo" (Lc 2,15s.). Se apresuraron, dice literalmente el texto griego. Lo que se les había anunciado era tan importante que debían ir inmediatamente. En efecto, lo que se les había dicho iba mucho más allá de lo acostumbrado. Cambiaba el mundo. Ha nacido el Salvador. El Hijo de David tan esperado ha venido al mundo en su ciudad. ¿Qué podía haber de mayor importancia? Ciertamente, les impulsaba también la curiosidad, pero sobre todo la conmoción por la grandeza de lo que se les había comunicado, precisamente a ellos, los sencillos y personas aparentemente irrelevantes. Se apresuraron, sin demora alguna. En nuestra vida ordinaria las cosas no son así. La mayoría de los hombres no considera una prioridad las cosas de Dios, no les acucian de modo inmediato. Y también nosotros, como la inmensa mayoría, estamos bien dispuestos a posponerlas. Se hace ante todo lo que aquí y ahora parece urgente. En la lista de prioridades, Dios se encuentra frecuentemente casi en último lugar. Esto - se piensa - siempre se podrá hacer. Pero el Evangelio nos dice: Dios tiene la máxima prioridad. Así, pues, si algo en nuestra vida merece premura sin tardanza, es solamente la causa de Dios. Una máxima de la Regla de San Benito, reza: "No anteponer nada a la obra de Dios (es decir, al Oficio divino)". Para los monjes, la liturgia es lo primero. Todo lo demás va después. Y en lo fundamental, esta frase es válida para cada persona. Dios es importante, lo más importante en absoluto en nuestra vida. Ésta es la prioridad que nos enseñan precisamente los pastores. Aprendamos de ellos a no dejarnos subyugar por todas las urgencias de la vida cotidiana. Queremos aprender de ellos la libertad interior de poner en segundo plano otras ocupaciones - por más importantes que sean - para encaminarnos hacia Dios, para dejar que entre en nuestra vida y en nuestro tiempo. El tiempo dedicado a Dios y, por Él, al prójimo, nunca es tiempo perdido. Es el tiempo en el que vivimos verdaderamente, en el que vivimos nuestro ser personas humanas.

Algunos comentaristas hacen notar que los pastores, las almas sencillas, han sido los primeros en ir a ver a Jesús en el pesebre y han podido encontrar al Redentor del mundo. Los sabios de Oriente, los representantes de quienes tienen renombre y alcurnia, llegaron mucho más tarde. Y los comentaristas añaden que esto es del todo obvio. En efecto, los pastores estaban allí al lado. No tenían más que "atravesar" (cf. Lc 2,15), como se atraviesa un corto trecho para ir donde un vecino. Por el contrario, los sabios vivían lejos. Debían recorrer un camino largo y difícil para llegar a Belén. Y necesitaban guía e indicaciones. Pues bien, también hoy hay almas sencillas y humildes que viven muy cerca del Señor. Por decirlo así, son sus vecinos, y pueden ir a encontrarlo fácilmente. Pero la mayor parte de nosotros, hombres modernos, vive lejos de Jesucristo, de Aquel que se ha hecho hombre, del Dios que ha venido entre nosotros. Vivimos en filosofías, en negocios y ocupaciones que nos llenan totalmente y desde las cuales el camino hasta el pesebre es muy largo. Dios debe impulsarnos continuamente y de muchos modos, y darnos una mano para que podamos salir del enredo de nuestros pensamientos y de nuestros compromisos, y así encontrar el camino hacia Él. Pero hay sendas para todos. El Señor va poniendo hitos adecuados a cada uno. Él nos llama a todos, para que también nosotros podamos decir: ¡Ea!, emprendamos la marcha, vayamos a Belén, hacia ese Dios que ha venido a nuestro encuentro. Sí, Dios se ha encaminado hacia nosotros. No podríamos llegar hasta Él sólo por nuestra cuenta. La senda supera nuestras fuerzas. Pero Dios se ha abajado. Viene a nuestro encuentro. Él ha hecho el tramo más largo del recorrido. Y ahora nos pide: Venid a ver cuánto os amo. Venid a ver que yo estoy aquí. Transeamus usque Bethleem, dice la Biblia latina. Vayamos allá. Superémonos a nosotros mismos. Hagámonos peregrinos hacia Dios de diversos modos, estando interiormente en camino hacia Él. Pero también a través de senderos muy concretos, en la Liturgia de la Iglesia, en el servicio al prójimo, en el que Cristo me espera.

Escuchemos directamente el Evangelio una vez más. Los pastores se dicen uno a otro el motivo por el que se ponen en camino: "Veamos qué ha pasado". El texto griego dice literalmente: "Veamos esta Palabra que ha ocurrido allí". Sí, ésta es la novedad de esta noche: se puede mirar la Palabra, pues ésta se ha hecho carne. Aquel Dios del que no se debe hacer imagen alguna, porque cualquier imagen sólo conseguiría reducirlo, e incluso falsearlo, este Dios se ha hecho, él mismo, visible en Aquel que es su verdadera imagen, como dice San Pablo (cf. 2 Co 4,4; Col 1,15). En la figura de Jesucristo, en todo su vivir y obrar, en su morir y resucitar, podemos ver la Palabra de Dios y, por lo tanto, el misterio del mismo Dios viviente. Dios es así. El Ángel había dicho a los pastores: "Aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre" (Lc 2,12; cf. 16). La señal de Dios, la señal que ha dado a los pastores y a nosotros, no es un milagro clamoroso. La señal de Dios es su humildad. La señal de Dios es que Él se hace pequeño; se convierte en niño; se deja tocar y pide nuestro amor. Cuánto desearíamos, nosotros los hombres, un signo diferente, imponente, irrefutable del poder de Dios y su grandeza. Pero su señal nos invita a la fe y al amor, y por eso nos da esperanza: Dios es así. Él tiene el poder y es la Bondad. Nos invita a ser semejantes a Él. Sí, nos hacemos semejantes a Dios si nos dejamos marcar con esta señal; si aprendemos nosotros mismos la humildad y, de este modo, la verdadera grandeza; si renunciamos a la violencia y usamos sólo las armas de la verdad y del amor. Orígenes, siguiendo una expresión de Juan el Bautista, ha visto expresada en el símbolo de las piedras la esencia del paganismo: paganismo es falta de sensibilidad, significa un corazón de piedra, incapaz de amar y percibir el amor de Dios. Orígenes dice que los paganos, "faltos de sentimiento y de razón, se transforman en piedras y madera" (In Lc 22,9). Cristo, en cambio, quiere darnos un corazón de carne. Cuando le vemos a Él, al Dios que se ha hecho niño, se abre el corazón. En la Liturgia de la Noche Santa, Dios viene a nosotros como hombre, para que nosotros nos hagamos verdaderamente humanos. Escuchemos de nuevo a Orígenes: "En efecto, ¿para qué te serviría que Cristo haya venido hecho carne una vez, si Él no llega hasta tu alma? Oremos para venga a nosotros cotidianamente y podamos decir: vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí (Ga 2,20)" (In Lc 22,3).

Sí, por esto queremos pedir en esta Noche Santa. Señor Jesucristo, tú que has nacido en Belén, ven con nosotros. Entra en mí, en mi alma. Transfórmame. Renuévame. Haz que yo y todos nosotros, de madera y piedra, nos convirtamos en personas vivas, en las que tu amor se hace presente y el mundo es transformado.

12/24/09

Navidad, fiesta de la cercanía de Dios

Ayer el Papa en la Audiencia General

 

Queridos hermanos y hermanas:

Con la Novena de Navidad que estamos celebrando en estos días, la Iglesia nos invita a vivir de modo intenso y profundo la preparación del Nacimiento del Salvador, ya inminente. El deseo, que todos llevamos en el corazón, es que la próxima fiesta de Navidad nos de, en medio de la actividad frenética de nuestros días, serena y profunda alegría para hacernos tocar con la mano la bondad de nuestro Dios e infundirnos nuevos ánimos.

Para comprender mejor el significado de la Navidad del Señor quisiera hacer una breve referencia al origen histórico de esta solemnidad. De hecho, el Año litúrgico de la Iglesia no se desarrolló inicialmente partiendo del nacimiento de Cristo, sino de la fe en la resurrección. Por eso la fiesta más antigua de la cristiandad no es la Navidad, sino la Pascua; la resurrección de Cristo funda la fe cristiana, está en la base del anuncio del Evangelio y hace nacer a la Iglesia. Por tanto ser cristianos significa vivir de forma pascual, implicándonos en el dinamismo originado por el Bautismo que lleva a morir al pecado para vivir con Dios (cfr Rm 6,4).

El primero que afirmó con claridad que Jesús nació el 25 de diciembre fue Hipólito de Roma, en su comentario del Libro del profeta Daniel, escrito hacia el 204. Algún exegeta observa, además, que ese día se celebraba la Dedicación del Templo de Jerusalén, instituido por Judas Macabeo en el 164 antes de Cristo. La coincidencia de fechas vendría entonces a significar que con Jesús, aparecido como luz de Dios en la noche, se realiza verdaderamente la consagración del templo, el Adviento de Dios sobre esta tierra.

En la cristiandad la fiesta de Navidad asumió una forma definida en el siglo IV siglo, cuando esta tomó el sitio de la fiesta romana del "Sol invictus", el sol invencible; se puso así en evidencia que el nacimiento de Cristo es la victoria de la verdadera luz sobre las tinieblas del mal y del pecado. Con todo, la particular e intensa atmósfera espiritual que circunda la Navidad se desarrolló en el Medioevo, gracias a san Francisco de Asís, que estaba profundamente enamorado del hombre Jesús, del Dios-con-nosotros. Su primer biógrafo, Tomás de Celano, en la Vita seconda narra que san Francisco "Por encima de las demás solemnidades, celebraba con inefable premura la Navidad del Niño Jesús, y llamaba fiesta de las fiestas el día en que Dios, hecho un niño pequeño, había mamado de un seno humano" (Fonti Francescane, n. 199, p. 492). De esta particular devoción al misterio de la Encarnación tuvo origen la famosa celebración de la Navidad en Greccio. Esta, probablemente, le fue inspirada a san Francisco por su peregrinación a Tierra Santa y por el pesebre de Santa María la Mayor en Roma. Lo que animaba al Pobrecillo de Asís era el deseo de experimentar de forma concreta, viva y actual la humilde grandeza del acontecimiento del nacimiento del Niño Jesús y de comunicar su alegría a todos.

En la primera biografía, Tomás de Celano habla de la noche del belén de Greccio de una forma viva y conmovedora, ofreciendo una contribución decisiva a la difusión de la tradición navideña más hermosa, la del belén. La noche de Greccio, de hecho, ha devuelto a la cristiandad la intensidad y la belleza de la fiesta de la Navidad, y ha educado al Pueblo de Dios a aprehender su mensaje más auténtico, su calor particular, y a amar y adorar la humanidad de Cristo. Este particular acercamiento a la Navidad ha ofrecido a la fe cristiana una nueva dimensión. La Pascua había concentrado la atención sobre el poder de Dios que vence a la muerte, inaugura una nueva vida y enseña a esperar en el mundo que vendrá. Con san Francisco y su belén se ponían en evidencia el amor inerme de Dios, su humildad y su benignidad, que en la Encarnación del Verbo se manifiesta a los hombres para enseñar una forma nueva de vivir y de amar.

Celano narra que, en esa noche de Navidad, le fue concedida a Francisco la gracia de una visión maravillosa. Vio yacer inmóvil en el pesebre a un niño pequeño, que se despertó el sueño precisamente por la cercanía de Francisco. Y añade: "Esta visión no era contraria a los hechos, pues, por obra de su gracia que actuaba por medio de su santo siervo Francisco, el niño Jesús fue resucitado en el corazón de muchos, que le habían olvidado, y se marcó profundamente en su memoria amorosa" (Vita prima, op. cit., n. 86, p. 307). Este cuadro describe con mucha precisión cómo la fe viva y el amor de Francisco por la humanidad de Cristo se han transmitido a la fiesta cristiana de la Navidad: el descubrimiento de que Dios se revela en los tiernos miembros del Niño Jesús. Gracias a san Francisco, el pueblo cristiano ha podido percibir que en Navidad Dios verdaderamente se ha convertido en el "Enmanuel", el Dios-con-nosotros, del que no nos separa barrera ni lejanía alguna. En ese Niño, Dios se ha hecho tan próximo a cada uno de nosotros, tan cercano, que podemos tratarle de tu y mantener con él una relación confiada de profundo afecto, como lo hacemos con un recién nacido.

En ese Niño, de hecho, se manifiesta el Dios-Amor: Dios viene sin armas, sin la fuerza, porque no pretende conquistar, por así decirlo, desde fuera, sino que quiere más bien ser acogido por el hombre en libertad; Dios se hace Niño inerme para vencer la soberbia, la violencia, el ansia de poseer del hombre. En Jesús Dios asumió esta condición pobre y desarmada para vencer con el amor y conducirnos a nuestra verdadera identidad. No debemos olvidar que el título más grande de Jesucristo es precisamente el de "Hijo", Hijo de Dios; la dignidad divina se indica con un término que prolonga la referencia a la humilde condición del pesebre de Belén, aún correspondiendo de manera única a su divinidad, que es la divinidad del "Hijo".

Su condición de Niño nos indica además cómo podemos encontrar a Dios y gozar de su presencia. Es a la luz de la Navidad como podemos comprender las palabras de Jesús: "Si no os convertís y os hacéis como niños no entraréis en el reino de los cielos" (Mt 18,3). Quien no ha entendido el misterio de la Navidad no ha entendido el elemento decisivo de la existencia cristiana. Quien no acoge a Jesús con corazón de niño, no puede entrar en el reino de los cielos; esto es lo que Francisco quiso recordar a la cristiandad de su tiempo y de todos los tiempos hasta hoy. Oremos al Padre para que conceda a nuestro corazón esa simplicidad que reconoce en el Niño al Señor, precisamente como hizo Francisco en Greccio. Entonces nos podría suceder también a nosotros lo que Tomás de Celano – refiriéndose a la experiencia de los pastores en la Noche Santa (cfr Lc 2,20) – narra a propósito de cuantos estuvieron presentes en el acontecimiento de Greccio: "cada uno volvió a su casa lleno de inefable alegría" (Vita prima, op. cit., n. 86, p. 479).

Este es el augurio que formulo con afecto a todos vosotros, a vuestras familias y a vuestros seres queridos. ¡Feliz Navidad a todos!

12/23/09

“Hay esperanza para la paz a pesar de las dificultades”


Mensaje de Navidad del Patriarca de Jerusalén



Doy la bienvenida a todos los periodistas reunidos hoy, y os doy las gracias por el hermoso pero difícil trabajo que efectuáis. Cumpliendo vuestro trabajo, es la verdad lo que vosotros buscáis y servís. Numerosos periodistas han pagado y pagan todavía con su persona su compromiso por la verdad. La información no es neutral. Ella tiene una real dimensión ética. Informando a los lectores de lo que pasa en el mundo, los formáis para que se hagan una idea objetiva de los sucesos y para formarse un juicio moral. ¡Gracias y bienvenidos!
Navidad nos acerca. En esta oportunidad, deseo Paz y Gracia a todos los habitantes de esta Tierra Santa: palestinos e israelíes, cristianos, musulmanes, judíos y drusos. Envío igualmente mis saludos a nuestros fieles de Jordania y Chipre, quienes forman parte, ellos también, de la Diócesis de Jerusalén. El Nacimiento de Cristo nos invita a meditar sobre los valores de la paz, la esperanza, el amor, la condivisión, la hospitalidad, la compasión y la dignidad humana.
1. Nuestros sueños de una Tierra Santa reconciliada parecen una utopía.
No obstante los loables esfuerzos desplegados por los políticos y los hombres de buena voluntad para encontrar una solución al conflicto en curso, nosotros todos, palestinos e israelíes, hemos fracasado en hacer llegar la paz. La realidad niega nuestros sueños. He aquí algunos ejemplos:
A. Los palestinos no tienen aún un Estado propio donde puedan vivir en paz y armonía con sus vecinos israelíes; siguen padeciendo la Ocupación, dificultades económicas, destrucción de casas en Jerusalén Oriental y divisiones políticas internas; millares de personas que viven en Jerusalén, en Gaza o en los Territorios palestinos están a la espera de poder reagrupar la familia; un año después la guerra, Gaza sufre todavía del bloqueo económico, de trabas a la libertad de movimiento, de la contaminación de su agua potable y de la polución del mar por las aguas servidas, situación que pone en peligro la salud de 1,5 millones de ciudadanos de los cuales el 50% tiene menos que 14 años de edad.
B. Él estatuto final de Jerusalén está todavía en discusión. Los numerosos cambios actuales, tendientes a hacer de Jerusalén una ciudad exclusiva, pone en riesgo de alterar la vocación de la Ciudad Santa de ser una ciudad santa para las tres religiones y los dos pueblos. Jerusalén está llamada a ser una ciudad en la cual los habitantes cohabiten pacíficamente. Desgraciadamente la Mezquita de Al-Aqsa, ha sido recientemente el teatro de enfrentamientos entre judíos fundamentalistas - que han tratado de invadir Al Haram Al Sharif - y jóvenes palestinos que quisieron defender su lugar santo. El impacto de estos sucesos desagradables no hay que subestimarlo.
C. Los israelíes viven en un gran miedo, lo que les impide que tomen decisiones audaces para poner fin al conflicto. El Muro de Separación es una manifestación concreta de este miedo. Por otra parte, esperamos ardientemente que el intercambio de prisioneros israelíes y palestinos se lleve a cabo, el mismo dará razones para creer en el éxito posible de otras buenas iniciativas. El retraso tomado en este asunto nos desilusiona mucho.
2. No obstante nuestra esperanza permanece siempre viva. La esperanza es la "capacidad de ver a Dios en medio de las dificultades. Ella nos anima a cambiar la realidad en la cual nos encontramos. Esperar significa no ceder al mal, sino, por el contrario, de hacerle frente" (Documento Kairos Palestina, 2009). No todo es desesperación en Tierra Santa. He aquí algunos signos positivos:
A. El congelamiento parcial de la construcción de colonias y la supresión de más que cincuenta puntos de controles en Cisjordania. Esta decisión de la Armada israelí ha notablemente mejorado la libertad de movimiento de los palestinos, así como la situación económica. Esto no es suficiente, pero es un paso adelante. Esperamos que se seguirán otros bien pronto. Por otra parte, los palestinos manifiestan cada vez más su resistencia de manera no violenta, lo que representa un hermoso progreso.
B. La generosidad de la comunidad internacional. El apoyo económico de la comunidad internacional es un gran signo de solidaridad. Después de la guerra de Gaza, Gobiernos, Iglesias y personas particulares han realizado una cadena de solidaridad. Agradecemos a todos los donantes y les aseguramos nuestras oraciones en este tiempo de Navidad.
C. La visita del Santo Padre en mayo del 2009. El Papa Benedicto ha sido bien recibido en Jordania, en Israel y en Palestina. Un gran agradecimiento vaya para los Gobiernos de los tres países. El ha venido aquí como peregrino de la paz y de la reconciliación. "¡Nunca mas efusión de sangre! ¡Nunca más combates! ¡Nunca más terrorismo! ¡Nunca más guerra! Al contrario, quebremos el círculo vicioso de la violencia." Nosotros podemos agregar: - ¡Nunca más antisemitismo, islamofobia, miedo y odio! Los diferentes discursos, homilías, encuentros y gestos del Santo Padre han tenido por fin el de promover el diálogo interreligioso y ecuménico, la reconciliación y la justicia, y en dar ánimo a la comunidad cristiana a fin que permanezca en Tierra Santa y para que tome parte activa en la vida del país. Hoy todavía nosotros continuamos a cosechar los frutos de su visita:
a. La venida masiva de peregrinos. Según el Ministerio israelí de Turismo, en el curso del solo mes de octubre pasado, 330000 peregrinos han visitado Tierra Santa. En número de visitantes, el año 2009 igualará al año 2000 que, con 2,7 millones de peregrinos, posee el record en la historia de las peregrinaciones.
b. La construcción en Belén de una nueva Clínica Pediátrica Benedicto XVI, financiada principalmente por la Fundación Juan Pablo II y por diversas instituciones católicas y civiles italianas.
c. La Universidad de Mádaba, en Jordania, de la cual el Papa Benedicto XVI ha bendecido la Piedra Fundamental durante Su Visita. Con este proyecto queremos contribuir a ofrecer una educación de excelencia, como ya hemos intentado de hacerlo en la Universidad de Belén.
d. La construcción en Jerusalén de un complejo residencial para 72 matrimonios jóvenes. Jerusalén Oriental sufre una grave penuria de alojamientos; es siempre difícil obtener los permisos de construcción; los trabajos son costosos. Este proyecto piloto está destinado a inspirar los siguientes.
e. La decisión intrépida de Benedicto XVI de convocar un Sínodo para Medio Oriente. Sínodo que tendrá lugar en octubre de 2010. Esto nos dará la ocasión de concentrarnos de nuevo sobre los grandes desafíos con los cuales las Iglesias se confrontan en Medio Oriente.
f. La Beatificación de la Hermana María Alfonsina, fundadora de las Hermanas del Rosario. Este gran acontecimiento significa que lo fieles, llenos de alegría y orgullo, pueden encontrar en ella un modelo de virtudes heroicas y sentirse apoyados por su intercesión. Hago notar el hecho que esta religiosa ha nacido en Jerusalén, a algunos metros solamente del Patriarcado Latino. Ella ha servido también en diferentes parroquias de Tierra Santa y en Jordania. Ella es un modelo a imitar. Nosotros celebraremos su fiesta cada año, el 19 de noviembre.
Conclusión. El regalo que nosotros más deseamos, más que el dinero y la riqueza, es el de la paz. Este es el deseo de todos los habitantes de esta Tierra, israelíes y palestinos. La paz es un don de Dios para los hombres de buena voluntad. Tenemos que merecerlo. Sabemos que hay muchos hombres y mujeres de buena voluntad entre los israelíes y los palestinos. Rezamos a fin que un día la hermosa visión de Isaías llegue a ser una realidad: "Sucederá al fin de los tiempos, que la montaña de la Casa del Señor será afianzada sobre la cumbre de las montañas y se elevará por encima de las colinas. (…) Con sus espadas forjarán arados y podaderas con sus lanzas. No levantará la espada una nación contra otra ni se adiestrarán más para la guerra." (Is. 2, 2-5).
¡Les deseo una Feliz Navidad y un santo año nuevo a todos vosotros!
+ Fouad Twal, Patriarca

12/22/09

Los santos, propuestas de futuro

Audiencia del Papa a los miembros de la Congregación para las causas de los Santos

1.¡Queridos hermanos y hermanas, deseo expresaros a todos la alegría de encontraros!

Saludo con viva cordialidad a los señores cardenales, los arzobispos y los obispos presentes. Dirijo un pensamiento particular al Prefecto del Dicasterio, el arzobispo Angelo Amato, y le agradezco por las gentiles y afectuosas palabras que, en nombre de todos, ha querido dirigirme. Con él saludo al secretario de la Congregación, al subsecretario, a los sacerdotes, los religiosos, los consultores históricos y teológicos, los postuladores, los oficiales laicos y peritos médicos, con sus familiares, y a todos los colaboradores.

2. La circunstancia especial que os reúne en torno al Sucesor de Pedro es la celebración del 40 aniversario de la institución de la Congregación para las Causas de los Santos, que ha conferido una forma más orgánica a la acción de discernimiento que la Iglesia, desde sus orígenes, ha llevado a cabo para reconocer la santidad de tantos hijos suyos. La creación de vuestro dicasterio fue preparada por las intervenciones de mis predecesores, especialmente Sixto V, Urbano VIII y Benedicto XV, y fue realizada en 1969 por el Siervo de Dios Pablo VI, gracias al cual se ha ido configurando un conjunto de experiencias, de contribuciones científicas, de normas procesales, en una síntesis inteligente y equilibrada, confluyendo en la erección de un nuevo dicasterio.

Me es bien conocida la actividad que, en estos cuarenta años, ha llevado a cabo la Congregación, con competencia, al servicio de la edificación del Pueblo de Dios, ofreciendo una significativa contribución a la obra de la evangelización. De hecho, cuando la Iglesia venera a un santo, anuncia la eficacia del Evangelio y descubre con alegría que la presencia de Cristo en el mundo, creída y adorada en la fe, es capaz de transfigurar la vida del hombre y producir frutos de salvación para toda la humanidad. Además, cada beatificación y canonización es, para los cristianos, un fuerte ánimo a vivir con intensidad y entusiasmo el seguimiento de Cristo, caminando hacia la plenitud de la existencia cristiana y la perfección de la caridad (cfr. Lumen gentium, 40). A la luz de tales frutos, se comprende la importancia del papel llevado a cabo por el Dicasterio de acompañar cada etapa de un acontecimiento de tan singular profundidad y belleza, documentando con fidelidad la manifestación de ese sensus fidelium que es un factor importante para el reconocimiento de la santidad.

3. Los santos, signo de esa radical novedad que el Hijo de Dios, con su encarnación, muerte y resurrección, ha insertado en la naturaleza humana, e insignes testigos de la fe, no son representantes del pasado, sino que constituyen el presente y el futuro de la Iglesia y de la sociedad. Éstos han realizado en plenitud esa caritas in veritate que es el sumo valor de la vida cristiana, y son como las caras de un prisma, sobre las cuales, con matices distintos, se refleja la única luz que es Cristo.

La vida de estas extraordinarias figuras de creyentes, pertenecientes a todas las Regiones de la tierra, presenta dos constantes significativas, que quisiera subrayar.

Ante todo, su relación con el Señor, también cuando recorre caminos tradicionales, nunca es cansada y repetitiva, sino que se expresa siempre con modalidades auténticas, vivas y originales, y brota de un diálogo con el Señor intenso y envolvente, que valora y enriquece también las formas exteriores.

Además, en la vida de estos hermanos nuestros resalta la continua búsqueda de la perfección evangélica, el rechazo de la mediocridad y la tensión hacia la pertenencia total a Cristo. "Seréis santos porque yo, el Señor vuestro Dios, soy santo": es la exhortación, recogida en el libro del Levítico (19, 2), que Dios dirige a Moisés. Esta nos hace entender que la santidad es tender constantemente a lo más alto de la vida cristiana, conquista comprometida, búsqueda continua de la comunión con Dios, que hace al creyente empeñado en "corresponder" con la máxima generosidad posible al designio de amor que el Padre tiene sobre él y sobre toda la humanidad.

4. Las principales etapas del reconocimiento de la santidad por parte de la Iglesia, es decir, la beatificación y la canonización, están unidas entre sí por un vínculo de gran coherencia. A estas se añaden, como fase preparatoria indispensable, la declaración de la heroicidad de las virtudes o del martirio de un Siervo de Dios y la constatación de algún don extraordinario, el milagro, que el Señor concede por intercesión de un fiel Siervo suyo.

¡Cuánta sabiduría pedagógica se manifiesta en este itinerario! En un primer momento, el Pueblo de Dios es invitado a mirar a esos hermanos que, tras un primer discernimiento cuidadoso, son propuestos como modelos de vida cristiana; por tanto, es exhortado a dirigirles un culto de veneración y de invocación circunscrito al ámbito de las Iglesias locales o de las Ordenes religiosas; finalmente, es llamado a exultar con toda la comunidad de los creyentes por la certeza de que, gracias a la solemne proclamación pontificia, un hijo o hija suyo ha alcanzado la gloria de Dios, donde participa en la perenne intercesión de Cristo en favor de los hermanos (cfr. Hb 7, 25).

En este camino la Iglesia acoge con alegría y estupor los milagros que Dios, en su infinita bondad, gratuitamente le da, para confirmar la predicación evangélica (cfr. Mc 16, 20). Acoge, también, el testimonio de los mártires como la forma más límpida e intensa de configuración a Cristo.

Esta manifestación progresiva de la santidad en los creyentes corresponde al estilo elegido por Dios al revelarse a los hombres y, al mismo tiempo, es parte del camino con el que el Pueblo de Dios crece en la fe y en el conocimiento de la Verdad.

El acercamiento gradual a la "plenitud de la luz" surge de modo singular en el paso de la beatificación a la canonización. En este recorrido, de hecho, se realizan acontecimientos de gran vitalidad religiosa y cultural, en los cuales la invocación litúrgica, la devoción popular, la imitación de las virtudes, el estudio histórico y teológico, la atención a los "signos de lo alto" se entrecruzan y se enriquecen recíprocamente. En esta circunstancia se realiza una modalidad particular de la promesa de Jesús a los discípulos de todos los tiempos: "El Espíritu de la verdad os guiará hacia la verdad plena" (cfr. Jn 16, 13). El testimonio de los santos, de hecho, pone en claro y da a conocer aspectos siempre nuevos del Mensaje evangélico.

Como ha sido bien subrayado por las palabras del Excelentísimo Prefecto, en el itinerario para el reconocimiento de la santidad surge una riqueza espiritual y pastoral que implica a toda la comunidad cristiana. La santidad, es decir, la transfiguración de las personas y de las realidades humanas a imagen de Cristo resucitado, representa el fin último del plan de salvación divina, como recuerda el apóstol Pablo: "Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación" (1 Ts 4, 3).

5. Queridos hermanos y hermanas, la solemnidad de la Navidad, a la que nos estamos preparando, hace resplandecer con luz plena la dignidad de cada hombre, llamado a ser hijo de Dios. En la experiencia d ellos santos, esta dignidad se realiza en la concreción de las circunstancias históricas, de los temperamentos personales, de las elecciones libres y responsables, de los carismas sobrenaturales.

Confortados por tan gran número de testigos, apretemos también nosotros el paso hacia el Señor que viene, elevando la espléndida invocación con la que culmina el himno del Te Deum: "Aeterna fac cum sanctis tuis in gloria numerari"; en tu venida gloriosa, acógenos, oh Verbo Encarnado, en la asamblea de tus santos.

Con estos deseos, de buen grado expreso a cada uno de vosotros mis fervientes augurios por las inminentes fiestas de Navidad e imparto con afecto la Bendición Apostólica.

Balance del año 2009

Discurso del Papa a los colaboradores de la Curia Romana

Señores cardenales, venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado, queridos hermanos y hermanas:

La solemnidad de la santa Navidad, como acaba de señalar el cardenal decano Angelo Sodano, es, para los cristianos, una ocasión muy especial de encuentro y de comunión. Ese Niño que adoramos en Belén, nos invita a sentir el inmenso amor de Dios, ese Dios que bajó del cielo y que se nos ha hecho cercano a cada uno de nosotros para hacernos sus hijos, parte de su propia Familia. También esta tradicional cita de Navidad del sucesor de Pedro con sus más estrechos colaboradores es una reunión de familia, que fortalece los vínculos de afecto y de comunión, para formar cada vez más ese "Cenáculo permanente", consagrado a la difusión del reino de Dios, recordado hace un momento. Doy las gracias al cardenal decano por las cordiales palabras con las que se ha hecho intérprete de los sentimientos de buena voluntad del Colegio cardenalicio, de los miembros de la Curia Romana y de la Gobernación, como también de todos los representantes pontificios que están profundamente unidos con nosotros en llevar a los hombres de nuestro tiempo esa luz que nació en el pesebre de Belén. Al daros la bienvenida con gran alegría, deseo también expresar mi gratitud a todos por el servicio generoso y competente que prestáis al Vicario de Cristo y la Iglesia.

Otro año lleno de acontecimientos importantes para la Iglesia y para el mundo está llegando a su fin. Con una mirada retrospectiva llena de gratitud sólo quisiera en este momento llamar la atención sobre algunos puntos clave para la vida eclesial. Del Año Paulino hemos pasado al Año Sacerdotal. De la imponente figura del apóstol de los gentiles que, impresionado por la luz de Cristo resucitado y por su llamada, llevó el Evangelio a los pueblos del mundo, hemos pasado la figura humilde del cura de Ars, que durante toda su vida se mantuvo en el pequeño pueblo que se le había confiado y que, sin embargo, precisamente en la humildad de su servicio hizo ampliamente visible en el mundo la bondad reconciliadora de Dios. A partir de ambas figuras se manifiesta el amplio alcance del ministerio sacerdotal y se hace evidente cómo es grande precisamente lo que es pequeño y cómo, a través del servicio aparentemente pequeño de un hombre, Dios puede hacer cosas grandes, purificar y renovar el mundo desde dentro.

Para la Iglesia y para mí personalmente, el año que está terminando ha estado en gran parte bajo el signo de África. Primero fue el viaje a Camerún y Angola. Fue conmovedor para mí experimentar la gran cordialidad con la que el sucesor de Pedro, el Vicarius Christi, era acogido. La alegría festiva y afecto cordial, que me salían al encuentro en todas las calles, no se referían, simplemente, a un huésped causal cualquiera. En el encuentro con el Papa se hacía experimentable la Iglesia universal, la comunidad que abraza al mundo y es reunida por Dios mediante Cristo, comunidad que no se funda en intereses humanos, sino que se nos ofrece desde la atención amorosa de Dios por nosotros. Todos juntos somos la familia de Dios, hermanos y hermanas en virtud de un único Padre: ésta fue la experiencia vivida. Y se experimentaba que la atención amorosa de Dios en Cristo para nosotros no es algo del pasado o teorías eruditas, sino una realidad muy concreta, aquí y ahora. Precisamente Él está entre nosotros: esto lo hemos percibido a través del ministerio del Sucesor de Pedro. Así nos elevábamos por encima de la simple cotidianeidad. El cielo estaba abierto, y esto es lo que hace de un día una fiesta. Es a la vez algo duradero. Sigue siendo cierto, incluso en la vida cotidiana, que el cielo ya no está cerrado, que Dios está cerca; que en Cristo todos nos pertenecemos unos a otros.

De modo particularmente profundo ha quedado impreso en mi memoria el recuerdo de las celebraciones litúrgicas. Las celebraciones de la Eucaristía eran verdaderas fiestas de la fe. Quisiera mencionar dos elementos que me parecen particularmente importantes. Había ante todo una gran alegría compartida, que se expresa también a través del cuerpo, pero de una forma disciplinada y orientada por la presencia del Dios vivo. Con esto ya se indica el segundo elemento: el sentido de la sacralidad, del misterio presente del Dios viviente, plasmaba, por así decirlo, cada gesto individual. El Señor está presente, el Creador, Aquel a quien todo pertenece, del que procedemos y hacia el que estamos en camino. Espontáneamente me venían a la mente las palabras de san Cipriano, que en su comentario al Padrenuestro escribe: "Recordemos que estamos bajo la mirada de Dios. Debemos agradar a los ojos de Dios, tanto con la actitud de nuestro cuerpo como con el uso de nuestra voz"(De dom. or. 4. CSEL III 1 p 269). Sí, esta conciencia estaba allí presente: estamos en presencia de Dios. De esto no se deriva miedo o inhibición, ni tampoco una obediencia exterior a las normas, y menos aún un deseo de aparecer ante los otros, o gritar de modo indisciplinado. Se dio más bien lo que los Padres llamaban "sobria ebrietas": estar llenos de una alegría que sin embargo permanece sobria y ordenada, que une a las personas desde el interior, llevándolas a la alabanza comunitaria de Dios, una alabanza que al mismo tiempo suscita el amor al prójimo, la responsabilidad mutua.

Naturalmente, formaba parte del viaje a África sobre todo el encuentro con los hermanos en el ministerio episcopal y la inauguración del Sínodo de África mediante la entrega del Instrumentum laboris. Esto tuvo lugar en el contexto de un coloquio por la noche en la fiesta de san José, un diálogo en el que los representantes de cada episcopado expusieron de forma conmovedora sus esperanzas y sus preocupaciones. Yo creo que el buen amo de la casa, san José, que personalmente conoce bien lo que significa reflexionar, en una actitud de solicitud y esperanza, sobre los caminos futuro de la familia, nos escuchó con amor y nos ha acompañado incluso durante el mismo Sínodo . Echemos un rápido vistazo al Sínodo. Con ocasión de mi visita a África se puso de manifiesto ante todo la fuerza teológica y pastoral del Primado Pontificio, como un punto de convergencia para la unidad de la Familia de Dios. Allí, en el Sínodo, surgió aún más fuertemente la importancia de la colegialidad, de la unidad de los obispos, que reciben su ministerio precisamente por el hecho de que entran en la comunidad de los sucesores de los apóstoles: cada uno es obispo, sucesor de los apóstoles en la medida en que participa de la comunidad de aquellos en los cuales continúa el Collegium Apostolorum en la unidad con Pedro y con su sucesor. Al igual que en la liturgia en África y, después, de nuevo, en San Pedro en Roma, la renovación litúrgica del Concilio Vaticano II ha tomado forma de manera ejemplar, así en la comunión del Sínodo se ha vivido de modo práctico la eclesiología del Concilio. Eran también conmovedores los testimonios que pudimos escuchar de los fieles procedentes de África, testimonios de sufrimiento y de reconciliación concretos en las tragedias de la historia reciente del Continente.

El Sínodo se había propuesto el tema: La Iglesia en África al servicio de la reconciliación, de la justicia y de la paz. Este es un tema teológico y sobre todo pastoral, de una actualidad acuciante, pero también podría ser malinterpretado como un tema político. La tarea de los obispos era transformar la teología en pastoral, es decir, en un ministerio pastoral muy concreto, en el que las grandes visiones de la Sagrada Escritura y de la Tradición se aplicasen a la labor de los obispos y de los sacerdotes en un tiempo y en un lugar determinados. Pero en esto no se debía ceder a la tentación de tomar personalmente parte en la política y de convertir a los pastores en líderes políticos. De hecho, la cuestión muy concreta frente a la cual los pastores se encontraban continuamente es precisamente esta: ¿cómo podemos ser realistas y prácticos, sin arrogarnos una competencia política que no nos corresponde? Podríamos también decir: se trataba del problema de una laicidad positiva, practicada e interpretada de modo justo. Este es también un tema principal de la encíclica, publicada el día de los santos Pedro y Pablo, "HYPERLINK "http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/encyclicals/documents/hf_ben-xvi_enc_20090629_caritas-in-veritate_sp.html"Caritas in veritate", que de este modo ha recogido y desarrollado posteriormente la cuestión sobre la colocación teológica y concreta de la Doctrina Social de la Iglesia.

¿Consiguieron los Padres sinodales encontrar el camino más bien estrecho entre una simple teoría teológica y la acción política inmediata, el camino del "pastor"? En mi breve discurso en la conclusión del Sínodo contesté afirmativamente, de modo consciente y explícito, a esta pregunta. Naturalmente, en la elaboración del documento postsinodal, deberemos tener cuidado por mantener ese equilibrio y ofrecer así esa contribución para la Iglesia y la sociedad en África, que ha sido confiada a la Iglesia en virtud de su misión. Quisiera tratar de explicar esto brevemente a propósito de un solo punto. Como ya se ha dicho, el tema del Sínodo designa tres palabras fundamentales de la responsabilidad teológica y social: reconciliación - justicia - paz. Se podría decir que la reconciliación y la justicia son los dos presupuestos esenciales de la paz y que por tanto, en cierta medida, definen también su naturaleza. Limitémonos a la palabra "reconciliación". Una mirada sobre los sufrimientos y las penas de la historia reciente de África, pero también en muchas otras partes de la tierra, muestra que los conflictos no resueltos y profundamente arraigados pueden llevar dar lugar, en ciertas situaciones, a explosiones de violencia en las que el sentido de la humanidad parece haberse perdido. La paz sólo puede lograrse si se llega a una reconciliación interior. Podemos considerar como ejemplo positivo de un proceso de reconciliación que está alcanzando su logro la historia de Europa tras la Segunda Guerra Mundial. El hecho de que desde 1945 en Europa occidental y central ya no haya habido guerras se funda seguramente de un modo determinante en estructuras políticas y económicas inteligentes y éticamente orientadas, pero éstas pudieron desarrollarse sólo porque existían procesos internos de reconciliación, que han hecho posible una convivencia nueva. Toda sociedad necesita reconciliación para que pueda existir la paz. Las reconciliaciones son necesarias para una buena política, pero no se pueden lograr únicamente con ella. Son procesos pre-políticos y deben surgir de otras fuentes.

El Sínodo trató de examinar profundamente el concepto de reconciliación como una tarea para la Iglesia de hoy, llamando la atención sobre sus distintas dimensiones. La llamada que san Pablo dirigió a los Corintios posee hoy precisamente una nueva actualidad. "Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios!" (2 Corintios 5, 20). Si el hombre no se ha reconciliado con Dios, está en discordia también con la creación. No está reconciliado consigo mismo, quisiera ser otro distinto del que es y por lo tanto tampoco estaría reconciliado con el prójimo. También forman parte de la reconciliación la capacidad de reconocer la culpa y de pedir perdón: a Dios y al otro. Y, por último pertenece al proceso de reconciliación la disponibilidad a la penitencia, la disponibilidad a sufrir hasta el fondo por una culpa y a dejarse transformar. Y forma parte de ese proceso la gratuidad, de la que la encíclica "Caritas in veritate" habla repetidamente: la disponibilidad a ir más allá de lo necesario, a no pedir cuentas, sino a ir más allá de lo que exigen las simples condiciones jurídicas. Forma parte esa generosidad de la que Dios mismo nos dio ejemplo. Pensemos en las palabras de Jesús: "Si traes tu ofrenda al altar y allí te acuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar, vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces ven y presenta tu ofrenda "(Mateo 5, 23s.).

Dios, que sabía que no estamos reconciliados, que veía que tenemos algo contra Él, se levantó y salió a nuestro encuentro, aunque sólo Él tenía la razón de su parte. Nos salió al encuentro hasta la Cruz, para reconciliarnos. Esto es la gratuidad: la disponibilidad para dar el primer paso. Salir en primer lugar al encuentro del otro, ofrecerle la reconciliación, asumir el sufrimiento que implica la renuncia a tener razón. No ceder en la voluntad de reconciliación: de esto Dios nos dio el ejemplo, y esta es la manera de llegar a ser como Él, una actitud que necesitamos continuamente en el mundo. Hoy tenemos que aprender nuevamente la capacidad de reconocer la culpa, tenemos que sacudirnos de encima la ilusión de ser inocentes. Debemos aprender la capacidad de hacer penitencia, de dejarnos transformar; de salir al encuentro del otro y de hacernos dar por Dios el valor y la fuerza para una renovación así. En nuestro mundo de hoy, debemos redescubrir el sacramento de la penitencia y de la reconciliación. El hecho de que éste haya desaparecido en gran medida de los hábitos existenciales de los cristianos es un síntoma de una pérdida de la verdad sobre nosotros mismos y sobre Dios, una pérdida que pone en peligro a nuestra humanidad y disminuye nuestra capacidad para la paz. San Buenaventura opinaba que el sacramento de la penitencia era un sacramento de la humanidad como tal, un sacramento que Dios había instituido, en su esencia, ya inmediatamente después del pecado original con la penitencia impuesta a Adán, a pesar de que sólo pudo obtener su forma completa en Cristo, que es personalmente la fuerza reconciliadora de Dios y que tomó sobre sí nuestra penitencia. De hecho, la unidad de la culpa, la penitencia y el perdón es una de las condiciones fundamentales de la verdadera humanidad, condiciones que en el sacramento alcanzan su forma completa, pero que, en sus raíces, forman parte de las personas humanas como tal. El Sínodo de los Obispos para África, por lo tanto, ha incluido adecuadamente en sus reflexiones rituales de reconciliación de la tradición africana como lugares de aprendizaje y preparación para la gran reconciliación que Dios nos da en el sacramento de la penitencia. Esta reconciliación, sin embargo, requiere el amplio "atrio" del reconocimiento de la culpa y de la humildad de la penitencia. La reconciliación es un concepto pre-político y una realidad pre-política, y precisamente por esto es de suma importancia para la tarea de la misma política. Si no se crea en los corazones la fuerza de la reconciliación, falta al compromiso político para la paz su presupuesto interior. En el Sínodo los Pastores de la Iglesia han estado trabajando por esa purificación del hombre interior, que constituye la condición preliminar esencial para la construcción de la justicia y la paz. Sin embargo, esta purificación y maduración interior hacia una verdadera humanidad no pueden existir sin Dios.

Reconciliación; con esta palabra-clave me viene a la mente el segundo gran viaje del año que concluye: la peregrinación a Jordania y a Tierra Santa. En este sentido, quisiera dar las gracias ante todo al rey de Jordania por la gran hospitalidad con la que me acogió y acompañó durante todo el desarrollo de mi peregrinación. Mi gratitud se dirige también a la manera ejemplar con la que él se compromete a favor de la convivencia pacífica entre cristianos y musulmanes, a favor del respeto de la religión del otro y a favor de la colaboración en la común responsabilidad ante Dios. Doy también gracias de corazón al gobierno de Israel por todo lo que ha hecho para que la visita pudiera desarrollarse de manera pacífica y segura. Me siento particularmente agradecido por la posibilidad que se me concedió de celebrar dos grandes liturgias públicas, en Jerusalén y en Nazaret, en las que los cristianos pudieron presentarse públicamente como comunidad de fe en Tierra Santa. Por último, mi acción de gracias se dirige a la Autoridad Palestina, que también me acogió con gran cordialidad e hizo posible una celebración litúrgica pública en Belén, y me permitió conocer los sufrimientos y esperanzas de su territorio. Todo lo que se puede ver en esos países clama reconciliación, justicia, paz. La visita a Yad Vashem supuso un encuentro sobrecogedor con la crueldad de la culpa humana, con el odio de una ideología ciega que, sin justificación alguna, entregó a millones de personas humanas a la muerte y que, de este modo, en último término, quiso expulsar del mundo incluso a Dios, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, y el Dios de Jesucristo. De este modo es en primer lugar un monumento conmemorativo contra el odio, un llamamiento apremiante a la purificación y al perdón, al amor. Precisamente este monumento a la culpa humana hizo aún más importante la visita a los lugares de la memoria de la fe y permitió percibir su inalterada actualidad. En Jordania vimos el punto más bajo de la tierra, en el río Jordán. Cómo no sentirse interpelados por la Carta a los Efesios, según la cual, Cristo "descendió a las regiones inferiores de la tierra" (Efesios 4, 9). En Cristo, Dios descendió hasta la última profundidad del ser humano, hasta la noche del odio y de la ceguera, hasta la oscuridad de la lejanía del hombre de Dios para encender allí la luz de su amor. Él está presente incluso en la noche más profunda: incluso en el abismo "allí te encuentro", dice el Salmo 139 [138], 8. Esta frase se ha hecho realidad en el descenso de Jesús. De este modo, el encuentro con los lugares de la salvación en la iglesia de la anunciación, en Nazaret, en la gruta de la Natividad en Belén, en el lugar de la crucifixión en el Calvario, ante el sepulcro vacío, testimonio de la resurrección, ha sido como tocar la historia de Dios con nosotros. La fe no es un mito. Es historia real, cuyas huellas podemos tocar con la mano. Este realismo de la fe nos ayuda particularmente en las vicisitudes del presente. Dios se ha manifestado verdaderamente. En Jesucristo se ha hecho verdaderamente carne. Como Resucitado, sigue siendo verdadero Hombre, abre continuamente nuestra humanidad a Dios y siempre es el garante de que Dios es un Dios cercano. Sí, Dios vive y está en relación con nosotros. A pesar de toda su grandeza es el Dios cercano, el Dios-con-nosotros, que nos dice continuamente: ¡Dejaos reconciliar conmigo y entre vosotros! Siempre pone en nuestra vida personal y comunitaria la tarea de la reconciliación.

Por último, quisiera dirigir unas palabras de gratitud y de alegría por mi viaje a la República Checa. Antes de ese viaje siempre me alegraron que es un país con una mayoría de agnósticos y ateos, en el que los cristianos ya sólo constituyen una minoría. Por eso fue particularmente alegre la sorpresa al constatar que por doquier me rodeaba una gran cordialidad y amistad; que se celebraban grandes liturgias en una atmósfera gozosa de fe; que en el ámbito de las universidades y de la cultura mi palabra encontraba una viva atención; que las autoridades del Estado me han dispensado gran cortesía y han hecho todo lo posible para contribuir al éxito de la visita. Siento la tentación de decir algo sobre la belleza del país y sobre los magníficos testimonios de la cultura cristiana, que hacen que esa belleza sea perfecta. Pero considero importante sobre todo el hecho de que nosotros, los creyentes, también debemos llevar en nuestro corazón a las personas que se consideran agnósticas o ateas. Cuando hablamos de una nueva evangelización, quizá estas personas se asustan. No quieren verse convertidas en objeto de misión, ni renunciar a su libertad de pensamiento y de voluntad. Pero la cuestión sobre Dios sigue interpelándoles, aunque no puedan creer en el carácter concreto de su atención por nosotros. En París hablé de la búsqueda de Dios como motivo fundamental del que nació el monaquismo occidental y, con él, la cultura occidental. Como primer paso de la evangelización, tenemos que tratar de mantener viva esta búsqueda; tenemos que preocuparnos de que el hombre no arrincone la cuestión de Dios, cuestión esencial de su existencia. Tenemos que preocuparnos de que acepte acepte la cuestión y la nostalgia que en ella se esconde. Me vienen a la mente las palabras que Jesús cita del profeta Isaías, es decir, que el templo debería ser una casa de oración por todos los pueblos (Cf. Isaías 56, 7; Marcos 11, 17). Él pesaba en el llamado patio de los gentiles, que liberó de negocios externos para que se diera el espacio libre para los gentiles que allí querían rezar al único Dios, aunque no pudieran participar en el misterio, a cuyo servicio estaba reservado el interior del templo. Espacio de oración para todos los pueblos, expresión con la que se pensaba en personas que conocen a Dios, por así decir, sólo de lejos; que no se contentan con sus dioses, ritos, mitos; que buscan al Puro y al Grande, aunque Dios siga siendo para ellos el "Dios desconocido" (Cf. Hechos 17, 23). Debían poder rezar al Dios desconocido y de este modo estar en relación con el Dios verdadero, aunque fuera en medio de oscuridades de diferentes tipos. Pienso que la Iglesia debería abrir también hoy una especie de "patio de los gentiles", donde los hombres puedan de algún modo engancharse con Dios, sin conocerle y antes de que hayan encontrado el acceso a su misterio, a cuyo servicio se encuentra la vida interior de la Iglesia. Al diálogo con las religiones hay que añadir hoy sobre todo el diálogo con aquellos para quienes la religión es algo extraño, para quienes Dios es desconocido y que, sin embargo, no querrían quedarse simplemente sin Dios, sino acercarse a él al menos como Desconocido.

Al final, dirijo una vez más una palabra sobre el Año Sacerdotal. Como sacerdotes estamos a disposición de todos: de aquellos que conocen a Dios de cerca y de aquellos para los que es el Desconocido. Todos nosotros tenemos que conocerle siempre de nuevo y tenemos que buscarle continuamente para convertirnos en auténticos amigos de Dios. ¿Cómo podríamos llegar a conocer a Dios si no fuera a través de hombres que son amigos de Dios? El núcleo más profundo de nuestro ministerio sacerdotal consiste en ser amigos de Cristo (Cf. Juan 15, 15), amigos de Dios por cuya mediación otras personas puedan encontrar la cercanía con Dios. De este modo, junto con mi profunda acción de gracias por todo la ayuda que me habéis ofrecido durante todo el año, os presento mi augurio para la Navidad: que seamos cada vez más amigos de Cristo y, por tanto, amigos de Dios y que, de este modo, podamos ser sal de la tierra y luz del mundo. ¡Santa Navidad y feliz Año Nuevo!