10/28/11

IMPLICADOS EN NUESTRO COMÚN VIAJE HUMANO


Despedida del papa en la plaza de san Francisco

Ilustres huéspedes, queridos amigos:
Al final de esta intensa jornada, deseo daros las gracias. Una gran gratitud para los que han hecho posible el encuentro de hoy. Agradezcamos particularmente a quien, una vez más, nos han acogido: la ciudad de Asís, la comunidad de esta diócesis con su obispo, los hijos de San Francisco, que guardan la preciosa herencia espiritual del Pobrecillo de Asís. Un gracias también para los numerosos jóvenes que han realizado a pie la peregrinación desde Santa María de los Ángeles para testificar como, entre las nuevas generaciones, haya tantos tantos que se comprometan a superar las violencias y divisiones, y ser promotores de justicia y de paz.

El evento de hoy es una imagen de cómo la dimensión espiritual es un elemento clave en la edificación de la paz. A través de esta peregrinación hemos podido comprometernos en el diálogo fraterno, profundizar en nuestra amistad y unirnos en silencio y oración.
Después de haber renovado nuestro compromiso por la paz e intercambiado otro signo de paz, nos sentimos implicados cada vez más profundamente, junto a todos los hombres y a todas las mujeres de las comunidades que representan, en nuestro común viaje humano.
No nos están separando. Continuaremos reuniéndonos, continuaremos estando unidos en este viaje, en el diálogo, en la edificación cotidiana de la paz, en nuestro compromiso por un mundo mejor, un mundo en el que todo hombre y toda mujer, todos puedan vivir según sus propias y legítimas aspiraciones.
De todo corazón agradezco a todos los que de vosotros estáis presentes hoy aquí, por haber aceptado mi invitación a venir a Asís como peregrinos de verdad y de paz y os saludo a todos vosotros con las palabras de san Francisco: que el Señor os conceda la paz - “El señor os dé la paz”.

LO QUE AFECTA A LA VIDA DE UNO, AFECTA A LA VIDA DE TODOS


Discurso de su gracia doctor Rowan Douglas Williams, arzobispo de Canterbury

Vuestra Santidad, Santidad, Beatitudes, hermanos y hermanas en Cristo, queridos amigos:

Es un gran honor estar con vosotros celebrando el aniversario de la primera Jornada de oración por la paz mantenida en este lugar bajo la dirección del beato Juan Pablo II. El difunto pontífice creía firmemente que la atención de los seres humanos por la justicia y la estabilidad en nuestra época exigía un testimonio común por parte de las personas religiosas, excluyendo todo compromiso acerca de las propias y particulares convicciones y tradiciones. Los años pasados desde aquella primera reunión han confirmado esta convicción del modo más decidido posible. Los desafíos de nuestro tiempo son tales que ningún grupo religioso puede pretender tener todos los recursos prácticos de quien tiene necesidad de afrontarlas, aunque estemos convencidos de tener todo lo que necesitamos en el campo espiritual y doctrinal. De tal manera, nosotros no estamos aquí para afirmar un mínimo común denominador de lo que creemos, sino para alzar la voz desde lo más profundo de nuestras tradiciones, en todas sus singularidades, de modo que la familia humana pueda ser plenamente consciente de cuanta sabiduría hay que adquirir en la lucha contra la locura de un mundo todavía obsesionado por miedos y sospechas, todavía enamorado de la idea de una seguridad basada sobre una hostilidad defensiva, y todavía capaz de tolerar o ignorar las enormes pérdidas de vida entre los más pobres a causa de las guerras y de las enfermedades.
Todos estos fracasos del espíritu tienen su raíz en gran medida en la incapacidad de reconocer a los extraños como personas que comparten con nosotros la única y misma naturaleza, la única dignidad de la persona. Una paz duradera inicia donde nosotros vemos al prójimo como a nosotros mismos y por tanto comenzamos a comprender por qué y cómo debemos amar al prójimo como a nosotros mismos.
Para los cristianos, el corazón de todo esto es la convicción de que en Jesús de Nazareth, Dios mismo se identifica con la naturaleza humana y por tanto con cada persona humana. Cada rostro, aparece ahora de una manera distinta, por el hecho de que Dios ha tomado rostro humano. En el prójimo reconocemos no sólo a alguno que tiene en sí la imagen de Dios en virtud de la creación, sino a alguien que tiene en sí la posibilidad de llevar la semejanza de Jesucristo en virtud de la nueva creación. Y si así es, no podemos ser, en un último análisis, extraños nunca más. Lo que afecta a la vida de cualquier persona o comunidad, afecta a la vida de todos.
Todos los hombres religiosos tiene en común la convicción de que nosotros, finalmente, no somos extraños los unos para los otros. Y si no somos extraños, debemos, antes o después, encontrar el modo de concretar tal reconocimiento recíproco en las relaciones de amistad verdaderas y duraderas. Estamos aquí hoy para declarar nuestra voluntad -o más bien nuestra apasionada determinación- de persuadir a nuestro mundo que los seres humanos no deben ser extraños, y que el reconocimiento es tan posible como necesario por nuestra universal relación con dios.
Termino citando algunos versos de un gran poeta cristiano de mi tierra, Gales, Waldo Williams, maestro, hombre de profunda oración y activista por la paz en su vida adulta.
Él escribió un poema llamado “¿Qué es el hombre?” y estos son los versos iniciales:
¿Qué significa estar vivos? Vivir en una gran sala
entre estrechos muros
¿Qué significa reconocer? ¿Encontrar una única raíz
bajo todas las ramas.
¿Qué significa tener fe?
Permanecer quietos al lado del hogar,
para estar preparados a recibir a nuestro huésped.
¿Qué significa perdonar? Encontrar un camino entre las espinas
para estar al lado de nuestro viejo enemigo.
Que Dios nos ayude a responder a estas preguntas de este modo, con nuestras palabras y con nuestro testimonio.

ALZARSE CONTRA LA INSTRUMENTACIÓN BELICISTA DE LAS RELIGIONES


Discurso de su santidad Bartolomé I, patriarca ecuménico

Santidad, Eminencias, Excelencias, representantes de las diversas religiones del mundo, Señores y Señoras, Queridos amigos:

Todo diálogo auténtico lleva en sí las semillas de una metamorfosis a realizar. La naturaleza de tal transformación constituye una conversión que nos hace salir de nuestras particularidades para considerar al otro como sujeto de relación y no más como objeto de indiferencia.
Porque es de la indiferencia de donde nace el odio, es de la indiferencia de donde nace el conflicto, es de la indiferencia de donde nace la violencia.
Contra estos males sólo el diálogo es una solución posible y a largo plazo. Como jefes religiosos, nuestro papel es sobre todo el de promoverlo y de mostrar a través de nuestro ejemplo cotidiano
que no vivimos únicamente los unos contra los otros, o los unos al lado de los otros, sino sobre todo los unos junto a los otros, en un espíritu de paz, de solidaridad y de fraternidad. Pero para llegar a tal objetivo, el diálogo exige un completo cambio de nuestro modo de ser en el mundo. Escuchamos bien las voces de los que exaltan el proteccionismo, ya que la globalización lleva en su propia estela una corriente relativista que genera, por oposición, replegamientos comunitarios e identitarios, dentro de los que se esconde la enemistad. Por esto nuestro compromiso no debe limitarse únicamente a un trabajo fuera de nuestras comunidades, sino que es oportuno que se entiendan las lógicas desde el interior. Nuestra responsabilidad resulta ser entonces mucho más grande y la organización de este encuentro por la paz, en Asís, asume toda su importancia. No se trata, como algunos insinúan, de hacer el diálogo interreligioso o ecuménico desde una perspectiva sincrética. Al contrario, la visión que nosotros alabamos en el diálogo interreligioso posee un sentido particular que deriva de la capacidad misma de las religiones de invertir en el campo de la sociedad para promover la paz. Este es el espíritu de Asís, esta es la vía sobre la que el Patriarcado Ecuménico de Constantinopla se ha comprometido desde hace muchos años.
Todavía hoy, veinticinco años después del primer encuentro convocado por el beato Juan Pablo II en Asís, diez años después de los dramáticos sucesos del 11 de septiembre y en el momento en el que “las primaveras árabes” no han puesto fin a las tensiones intercomunitarias, el lugar de las religiones entre los fermentos que actúan en el mundo permanece ambiguo. Nosotros continuamos, en efecto, temiendo la creciente marginación de las comunidades cristianas de Oriente Medio. Debemos oponernos a la deformación del mensaje de las religiones y de sus símbolos por parte de los autores de violencia. Desarrollar lo religioso mediante lo religioso mismo, esta es la exigencia necesaria para promover la dimensión humanitaria de una figura de lo divino que sea misericordioso, justo y caritativo.
Es por esto que los responsables de las religiones deben hacerse cargo del proceso de restablecimiento de la paz. Ya que el único modo de alzarnos contra la instrumentalización belicista de las religiones y de condenar firmemente la guerra y los conflictos y de ser mediadores de paz y de reconciliación.
Santidad,
estos son algunos elementos que pretendemos llevar a la reflexión general en el marco de este nuevo encuentro de Asís, al converger en favor de una reconciliación global del hombre con Dios, del hombre consigo mismo, pero también del hombre con el ambiente. Ya que el altruismo no puede limitarse únicamente a las relaciones en el interior de la humanidad. Quien dice “estar en relación”, hace referencia también a toda la experiencia misma de la alteridad, hasta la naturaleza misma en cuanto a la creación de Dios.
Nuestro diálogo es, por tanto, reconciliación. Todos nosotros nos reconocemos en esta expresión de las Bienaventuranzas: “Beatos los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios” (Mt 5,9). Esta responsabilidad no es simplemente verbal, ésta espera de nosotros que seamos fieles al diseño de Dios en el mundo, respondiendo a lo que a lo que Él pide. ¡Que nosotros podamos ser signos de este compromiso! Sólo entonces la paz que buscamos, este tesoro tan difícil de encontrar y por desgracia tan fácil de perder, resplandecerá en el mundo.
Recemos a Dios Nuestro Señor que derrame su gracia en el mundo y que nos inspire ser peregrinos de verdad y de paz.

LA IGLESIA CATÓLICA NO CEJARÁ EN LA LUCHA CONTRA LA VIOLENCIA


Discurso del Papa en Asís

Queridos hermanos y hermanas, distinguidos Jefes y representantes de las Iglesias y Comunidades eclesiales y de las Religiones del mundo, queridos amigos:
Han pasado veinticinco años desde que el beato papa Juan Pablo II invitó por vez primera a los representantes de las religiones del mundo a Asís para una oración por la paz. ¿Qué ha ocurrido desde entonces? ¿A qué punto está hoy la causa de la paz? En aquel entonces, la gran amenaza para la paz en el mundo provenía de la división del planeta en dos bloques contrastantes entre sí. El símbolo llamativo de esta división era el muro de Berlín que, pasando por el medio de la ciudad, trazaba la frontera entre dos mundos. En 1989, tres años después de Asís, el muro cayó sin derramamiento de sangre. De repente, los enormes arsenales que había tras el muro dejaron de tener sentido alguno. Perdieron su capacidad de aterrorizar. El deseo de los pueblos de ser libres era más fuerte que los armamentos de la violencia. La cuestión sobre las causas de este derrumbe es compleja y no puede encontrar una respuesta con fórmulas simples. Pero, junto a los factores económicos y políticos, la causa más profunda de dicho acontecimiento es de carácter espiritual: detrás del poder material ya no había ninguna convicción espiritual. Al final, la voluntad de ser libres fue más fuerte que el miedo ante la violencia, que ya no contaba con ningún respaldo espiritual. Apreciamos esta victoria de la libertad, que fue sobre todo también una victoria de la paz. Y es preciso añadir en este contexto que, aunque no se tratara sólo, y quizás ni siquiera en primer lugar, de la libertad de creer, también se trataba de ella. Por eso podemos relacionar también todo esto en cierto modo con la oración por la paz.
Pero, ¿qué ha sucedido después? Desgraciadamente, no podemos decir que desde entonces la situación se haya caracterizado por la libertad y la paz. Aunque no haya a la vista amenazas de una gran guerra, el mundo está desafortunadamente lleno de discordia. No se trata sólo de que haya guerras frecuentemente aquí o allá; es que la violencia en cuanto tal siempre está potencialmente presente, y caracteriza la condición de nuestro mundo. La libertad es un gran bien. Pero el mundo de la libertad se ha mostrado en buena parte carente de orientación, y muchos tergiversan la libertad entendiéndola como libertad también para la violencia. La discordia asume formas nuevas y espantosas, y la lucha por la paz nos debe estimular a todos nosotros de modo nuevo.
Tratemos de identificar más de cerca los nuevos rostros de la violencia y la discordia. A grandes líneas –según mi parecer– se pueden identificar dos tipologías diferentes de nuevas formas de violencia, diametralmente opuestas por su motivación, y que manifiestan luego muchas variantes en sus particularidades. Tenemos ante todo el terrorismo, en el cual, en lugar de una gran guerra, se emplean ataques muy precisos, que deben golpear destructivamente en puntos importantes al adversario, sin ningún respeto por las vidas humanas inocentes que de este modo resultan cruelmente heridas o muertas. A los ojos de los responsables, la gran causa de perjudicar al enemigo justifica toda forma de crueldad. Se deja de lado todo lo que en el derecho internacional ha sido comúnmente reconocido y sancionado como límite a la violencia. Sabemos que el terrorismo es a menudo motivado  religiosamente y que, precisamente el carácter religioso de los ataques sirve como justificación para una crueldad despiadada, que cree poder relegar las normas del derecho en razón del «bien» pretendido. Aquí, la religión no está al servicio de la paz, sino de la justificación de la violencia.
A partir de la Ilustración, la crítica de la religión ha sostenido reiteradamente que la religión era causa de violencia, y con eso ha fomentado la hostilidad contra las religiones. En este punto, que la religión motive de hecho la violencia es algo que, como personas religiosas, nos debe preocupar profundamente. De una forma más sutil, pero siempre cruel, vemos la religión como causa de violencia también allí donde se practica la violencia por parte de defensores de una religión contra los otros. Los representantes de las religiones reunidos en Asís en 1986 quisieron decir –y nosotros lo repetimos con vigor y gran firmeza– que esta no es la verdadera naturaleza de la religión. Es más bien su deformación y contribuye a su destrucción. Contra eso, se objeta: Pero, ¿cómo sabéis cuál es la verdadera naturaleza de la religión? Vuestra pretensión, ¿no se deriva quizás de que la fuerza de la religión se ha apagado entre vosotros? Y otros dirán: ¿Acaso existe realmente una naturaleza común de la religión, que se manifiesta en todas las religiones y que, por tanto, es válida para todas? Debemos afrontar estas preguntas si queremos contrastar de manera realista y creíble el recurso a la violencia por motivos religiosos. Aquí se coloca una tarea fundamental del diálogo interreligioso, una tarea que se ha de subrayar de nuevo en este encuentro. A este punto, quisiera decir como cristiano: Sí, también en nombre de la fe cristiana se ha recurrido a la violencia en la historia. Lo reconocemos llenos de vergüenza. Pero es absolutamente claro que éste ha sido un uso abusivo de la fe cristiana, en claro contraste con su verdadera naturaleza. El Dios en que nosotros los cristianos creemos es el Creador y Padre de todos los hombres, por el cual todos son entre sí hermanos y hermanas y forman una única familia. La Cruz de Cristo es para nosotros el signo del Dios que, en el puesto de la violencia, pone el sufrir con el otro y el amar con el otro. Su nombre es «Dios del amor y de la paz» (2 Co 13,11). Es tarea de todos los que tienen alguna responsabilidad de la fe cristiana el purificar constantemente la religión de los cristianos partiendo de su centro interior, para que – no obstante la debilidad del hombre – sea realmente instrumento de la paz de Dios en el mundo.
Si bien una tipología fundamental de la violencia se funda hoy religiosamente, poniendo con ello a las religiones frente a la cuestión sobre su naturaleza, y obligándonos todos a una purificación, una segunda tipología de violencia de aspecto multiforme tiene una motivación exactamente opuesta: es la consecuencia de la ausencia de Dios, de su negación, que va a la par con la pérdida de humanidad. Los enemigos de la religión –como hemos dicho– ven en ella una fuente primaria de violencia en la historia de la humanidad, y pretenden por tanto la desaparición de la religión. Pero el «no» a Dios ha producido una crueldad y una violencia sin medida, que ha sido posible sólo porque el hombre ya no reconocía norma alguna ni juez alguno por encima de sí, sino que tomaba como norma solamente a sí mismo. Los horrores de los campos de concentración muestran con toda claridad las consecuencias de la ausencia de Dios.
Pero no quisiera detenerme aquí sobre el ateísmo impuesto por el Estado; quisiera hablar más bien de la «decadencia» del hombre, como consecuencia de la cual se produce de manera silenciosa, y por tanto más peligrosa, un cambio del clima espiritual. La adoración de Mamón, del tener y del poder, se revela una anti-religión, en la cual ya no cuenta el hombre, sino únicamente el beneficio personal. El deseo de felicidad degenera, por ejemplo, en un afán desenfrenado e inhumano, como se manifiesta en el sometimiento a la droga en sus diversas formas. Hay algunos poderosos que hacen con ella sus negocios, y después muchos otros seducidos y arruinados por ella, tanto en el  cuerpo como en el ánimo. La violencia se convierte en algo normal y amenaza con destruir nuestra juventud en algunas partes del mundo. Puesto que la violencia llega a hacerse normal, se destruye la paz y, en esta falta de paz, el hombre se destruye a sí mismo.
La ausencia de Dios lleva al decaimiento del hombre y del humanismo. Pero, ¿dónde está Dios? ¿Lo conocemos y lo podemos mostrar de nuevo a la humanidad para fundar una verdadera paz? Resumamos ante todo brevemente las reflexiones que hemos hecho hasta ahora. He dicho que hay una concepción y un uso de la religión por la que esta se convierte en fuente de violencia, mientras que la orientación del hombre hacia Dios, vivido rectamente, es una fuerza de paz. En este contexto me he referido a la necesidad del diálogo, y he hablado de la purificación, siempre necesaria, de la religión vivida. Por otro lado, he afirmado que la negación de Dios corrompe al hombre, le priva de medidas y le lleva a la violencia.
Junto a estas dos formas de religión y anti-religión, existe también en el mundo en expansión del agnosticismo otra orientación de fondo: personas a las que no les ha sido dado el don de poder creer y que, sin embargo, buscan la verdad, están en la búsqueda de Dios. Personas como éstas no afirman simplemente: «No existe ningún Dios». Sufren a causa de su ausencia y, buscando lo auténtico y lo bueno, están interiormente en camino hacia Él. Son «peregrinos de la verdad, peregrinos de la paz». Plantean preguntas tanto a una como a la otra parte. Despojan a los ateos combativos de su falsa certeza, con la cual pretenden saber que no hay un Dios, y los invitan a que, en vez de polémicos, se conviertan en personas en búsqueda, que no pierden la esperanza de que la verdad exista y que nosotros podemos y debemos vivir en función de ella. Pero también llaman en causa a los seguidores de las religiones, para que no consideren a Dios como una propiedad que les pertenece a ellos hasta el punto de sentirse autorizados a la violencia respecto a los demás. Estas personas buscan la verdad, buscan al verdadero Dios, cuya imagen en las religiones, por el modo en que muchas veces se practican, queda frecuentemente oculta. Que ellos no logren encontrar a Dios, depende también de los creyentes, con su imagen reducida o deformada de Dios. Así, su lucha interior y su interrogarse es también una llamada a a nosotros creyentes, a todos los creyentes, a purificar su propia fe, para que Dios –el verdadero Dios– se haga accesible. Por eso he invitado de propósito a representantes de este tercer grupo a nuestro encuentro en Asís, que no sólo reúne representantes de instituciones religiosas. Se trata más bien del estar juntos en camino hacia la verdad, del compromiso decidido por la dignidad del hombre y de hacerse cargo en común de la causa de la paz, contra toda especie de violencia destructora del derecho. Para concluir, quisiera aseguraros que la Iglesia católica no cejará en la lucha contra la violencia, en su compromiso por la paz en el mundo. Estamos animados por el deseo común de ser «peregrinos de la verdad, peregrinos de la paz».
Os doy las gracias

10/27/11


¿Sirve la moral para la economía?



En una sociedad de cultura débil es fácil que la economía se tome como lo más importante, y que la lógica del mercado, que en su ámbito no es en sí misma perniciosa, se extienda indebidamente a otros campos y tiña las mentalidades de un espíritu economicista

      En estos tiempos, en los que todos somos conscientes de la necesidad de un esfuerzo conjunto para superar la situación económica que padecemos, quizá podrían ser de utilidad algunas reflexiones desde el campo de la doctrina social de la Iglesia. Es necesario advertir, sin embargo, que no toca a la teología proponer soluciones técnicas a los problemas económicos, sino en todo caso ofrecer principios, juicios u orientaciones que ayuden a pensar y dar con soluciones concretas que puedan llevarse a la práctica.
      Como se trata de salir de la crisis, convendría en primer lugar recapacitar sobre cómo hemos entrado en ella, porque de ahí podemos aprender mucho de cara al futuro. Por eso, en un primer momento nos fijamos en tres claves de tipo cultural —muy relacionadas con la dimensión moral del obrar humano— que han influido en las conductas que desataron la crisis. Y desde ahí, se hacen algunas sugerencias de carácter moral que pueden ayudar a encarar las dificultades.

Tres claves culturales para una crisis

    Debilitamiento cultural

      En nuestra civilización, que paradójicamente se caracteriza por la interdependencia, no es extraño que tendamos a mirar los fenómenos de forma fragmentada y parcial. Así, al interrogarnos sobre las causas morales de una crisis económica, es natural que nos fijemos en los aspectos éticos de las operaciones económicas realizadas. Sin embargo, eso implica pasar por alto que la economía nunca se da “en el vacío”. Los agentes económicos son en última instancia personas que viven en una determinada sociedad, que han sido educados en un contexto familiar, social, cultural, que indudablemente influye en su modo de actuar.
      Simplificando las cosas, podemos identificar un ámbito político, otro económico y otro que podríamos denominar “cultural”, entendiendo por cultura todo aquello con lo que el hombre afina y desarrolla sus innumerables cualidades espirituales y corporales.
      En este contexto, algunas instituciones como la familia, la escuela (las instituciones educativas) o la Iglesia (las instituciones religiosas en general) tienen un papel muy importante para modelar la cultura de una sociedad. El debilitamiento cultural de una sociedad se termina percibiendo en el debilitamiento del reconocimiento de la institución familiar, de la contribución de las instituciones religiosas para favorecer el crecimiento espiritual, o de la atención y cuidado que recibe la institución educativa. Entonces, si la dimensión cultural de una sociedad se empobrece, ese espacio viene ocupado poco a poco por la esfera económica o la política.
      Puede decirse que en la reciente crisis económica el debilitamiento cultural (de la familia, de la religión y de la escuela, entre otros) ha sido el caldo de cultivo para que la dimensión económica ganara espacio y extendiera su lógica a ámbitos donde ésta no debiera prevalecer. De esa forma, por ejemplo, el tiempo de familia (cuya unidad en no pocos casos llega a romperse) se emplea crecientemente en el consumo (facilitando el consumismo), que naturalmente tampoco deja espacio para la práctica religiosa. Es más, la misma religión a veces parece sucumbir a la lógica del mercado (a menor precio mayor demanda), y así se rebajan las verdades morales para acomodarse a los nuevos tiempos (de relajación y confusión notables), pensando, quizás, que con ello se revitaliza la religión misma.
      En una sociedad de cultura débil es fácil que la economía se tome como lo más importante, y que la lógica del mercado, que en su ámbito no es en sí misma perniciosa, se extienda indebidamente a otros campos y tiña las mentalidades de un espíritu economicista. Con lo que tiene de simplificación, se genera una sociedad volcada en la producción y consumo de riqueza. Esto, sin duda, ha sucedido en la crisis reciente, en la que la producción de riqueza (de rentabilidad) se llegó a tomar como regla última a la hora de diseñar productos y operaciones financieras. Por el contrario, una sociedad culturalmente fuerte sitúa los ámbitos económico y político en su lugar, dentro de sus límites propios y cumpliendo adecuadamente su función al servicio del bien común.

    Cultura de la fuga

      Parte del debilitamiento cultural está relacionado con el arraigo paralelo de un planteamiento vital que consiste, a veces casi de manera inconsciente, en huir de los problemas de la vida en lugar de afrontarlos con fortaleza e ingenio. Se puede hablar de una auténtica cultura de la fuga, de la fuga de la realidad; una cultura cuya decisión más común ante los problemas es tomar la salida de emergencia y huir hacia delante. La idea básica, expresada con un ejemplo gráfico, es que ante el fuego incipiente que se declara en una habitación, la solución no es dar con un extintor o similar y apagarlo, sino directamente buscar la salida de emergencia. Uno se libra del fuego, pero, naturalmente, la casa termina ardiendo.
      Este modo de reaccionar, que obedece a una deficiencia educativa, principalmente del carácter y de la afectividad, y en general, de las virtudes, se instala poco a poco en la cultura y llega a reflejarse en las leyes. Pueden señalarse algunos ejemplos de nuestro entorno que ponen de manifiesto esta mentalidad:
      El divorcio exprés, que en España ha generado más de trescientos matrimonios rotos al día, es la salida de emergencia a los problemas matrimoniales y de familia, cuando la experiencia demuestra que, ordinariamente, los problemas de los matrimonios que se rompen son sustancialmente los mismos que los problemas de los matrimonios que no se rompen. El matrimonio se rompe, pero el problema personal (de inmadurez, de falta de amor que al final no es otra cosa que capacidad de sacrificio por el otro, etc.) persiste.
      La investigación con embriones humanos es la salida de emergencia para el comienzo moralmente discutible de una vida humana, con la que no se sabe qué hacer. El aborto es la salida de emergencia para el comienzo de la vida humana que no se está dispuesto a afrontar ni a apoyar; y la eutanasia es la salida de emergencia para su final.
      Poder pasar de curso con un número llamativo de asignaturas suspensas es la salida de emergencia del fracaso escolar y una invitación al abandono del esfuerzo.
      La lucha contra el sida limitada al preservativo es la salida de emergencia para un problema humano de visión reductiva —o incluso ideológica— de la sexualidad que no se está dispuesto a afrontar, aunque haya que sufrir anualmente el peso de las estadísticas más insistentes. «Es difícil combatir sobre todo el sida, causa dramática de pobreza, si no se afrontan los problemas morales con los que está relacionada la difusión del virus. Es preciso, ante todo, emprender campañas que eduquen especialmente a los jóvenes a una sexualidad plenamente concorde con la dignidad de la persona; hay iniciativas en este sentido que ya han dado resultados significativos, haciendo disminuir la propagación del virus» (Benedicto XVIMensaje para la Jornada Mundial de la Paz, 1-1-2009, n. 4).
      En este contexto, que no se limita a nuestro entorno sino que tiene alcance internacional, se pueden entender mejor algunas actitudes que hemos podido observar en los albores de la crisis económica global. A nadie se le escapa que esta crisis ha estallado después de todo un proceso en que tanto las personas concretas (consumidores, agentes, directivos, funcionarios, etc.) como las instituciones pudieron intuir e intuyeron que había algo de imprudente en los productos financieros, en las operaciones y en las obligaciones que se asumían. Sin embargo, lo común fue optar por la huida hacia delante. Es muy probable, como ya sucedió en casos como el de Enron, que personas directamente implicadas en tantas operaciones tuvieran inquietudes éticas acerca de lo que se estaba haciendo, y sin embargo, siguieron adelante porque quizás se veían tan sólo como un engranaje más de una maquinaria que juzgaban imparable. En realidad, no era sino la versión económica de la misma actitud de fuga de la realidad que podemos observar en otros contextos.

    Visión reductiva de la realidad

      En estrecha relación con lo anterior, también ha calado una mentalidad que a efectos prácticos sólo se preocupa de lo que hay aquí y ahora. En los países avanzados el progreso tecnológico nos ha acostumbrado a obtenerlo “todo y ya”. Cuando falta la paciencia y lo que preocupa es salir de una situación difícil cuanto antes, la mirada, la consideración, se va reduciendo al contexto más inmediato. Al mismo tiempo, el medio plazo, lo que sucederá más adelante, la preocupación por la sostenibilidad, se va difuminando progresivamente hasta desaparecer a efectos prácticos.
      De tanto en tanto en el ámbito de la política hay hechos que sugieren que lo que verdaderamente importa no es el bien común, sino el calendario electoral, los sondeos o los efectos de las medidas en la opinión pública. Cuando el enfoque político es demasiado cortoplacista, a la hora de tomar decisiones cobran un peso muy notable —tal vez determinante— los intereses políticos, económicos, ideológicos, o sencillamente personales.
      En el campo económico esta mentalidad cortoplacista ha sido patente. Por una parte, en muchos casos la preocupación excesiva por incrementos comparados de beneficios, que hacían preguntarse si se pueden mantener indefinidamente tales incrementos de rentabilidad. Y por otra, la carrera de endeudamiento a todos los niveles. La visión reductiva de la realidad económica puede resumirse en un número significativo de agentes económicos (también consumidores de a pie) dominados por el corto plazo y arrastrados también por la falta de templanza.
      Sin embargo, como decíamos, no es esta una deficiencia exclusiva de algunos operadores económicos, sino un problema más amplio. Otros ejemplos de esta miopía en el entorno social de la economía han sido ya mencionados, pero quisiera añadir la estrategia global ante el problema demográfico de los países desarrollados (envejecimiento alarmante de la población). Los resultados de las medidas para favorecer la sostenibilidad de esas sociedades se ven forzosamente a medio y largo plazo, mucho más allá del calendario electoral más inmediato. En algunos casos —desde luego alarmantemente en el caso español— la indiferencia ante el problema resulta incluso escandalosa. También por eso la última encíclica del Papa, reflejando la contribución de las ciencias sociales, recuerda a esas naciones que la falta de jóvenes «pone en crisis incluso a los sistemas de asistencia social, aumenta los costes, merma la reserva del ahorro y, consiguientemente, los recursos financieros necesarios para las inversiones, reduce la disponibilidad de trabajadores cualificados y disminuye la reserva de “cerebros” a los que recurrir para las necesidades de la nación. Además, las familias pequeñas, o muy pequeñas a veces, corren el riesgo de empobrecer las relaciones sociales y de no asegurar formas eficaces de solidaridad» (Caritas in veritate, nº 44).

Rearmarse de moral

      Sugiero a continuación dos líneas que pueden ayudar a remontar la crisis.

    1) Recuperar el sentido del bien común

      Una de las líneas de fuerza de la última encíclica de Benedicto XVI ha sido precisamente la llamada a la recuperación del bien común (en sus distintos niveles) como horizonte de la actividad económica y política. El tipo de desarrollo que demandan las sociedades modernas no es un desarrollo a cualquier precio, focalizado en resultados inmediatos, sino un desarrollo sostenible. Con esta expresión se apunta indirectamente a un planteamiento de medio y largo plazo.
      En la reciente crisis económica hemos aprendido que el medio plazo es importante, es decir, que hay que hacer un mayor esfuerzo de previsión, de providencia. Esta idea guarda estrecha relación con la prudencia del gobernante que, simplificando, busca los medios para guiar a la comunidad hacia la consecución de su fin propio, que no es otra cosa que el bien común.
      Al hablar de las causas de la crisis ha sido frecuente referirse de una u otra manera a la imprudencia. En este caso sí se capta la conexión entre la consideración exclusiva del corto plazo, la desaparición del horizonte del bien común y la imprudencia. A cada agente económico toca contribuir al bien común de la sociedad a través de su concreta actividad con los fines que le son propios. La actividad empresarial cumple un servicio innegable a la comunidad, pero ha de hacerse de tal manera que lo que en un momento determinado se considere el bien de la empresa, del banco, etc., no entre en contradicción con el bien común de la sociedad, sea por el fin mismo propuesto, sea por los medios que se eligen para conseguirlo. En los últimos años hemos visto profesionales que tomaban decisiones “en el interés de la empresa” y totalmente en contra del bien común de la sociedad. En algunos casos —es bien sabido— esas decisiones tomadas aparentemente en vistas al bien de la empresa llevaron a que la empresa desapareciera.
      Trabajar de espaldas al bien común, antes o después, se nota. Lo que se construye sobre la injusticia o la mentira, antes o después, se viene abajo.

    2) Mejorar la calidad moral personal

      La eterna pregunta sobre si la ética es rentable en los negocios admite dos respuestas: sí y no. Hay casos de iniciativas guiadas por sólidos principios éticos que han fracasado y otras que tienen éxito. Lo que sí está claro es que una moral sólida genera confianza, y la confianza, como podemos comprobar, es muy importante para los negocios. Benedicto XVI ha hecho notar que no se trata de que una parte de la economía, de las finanzas, sea ética, sino que lo sea toda la economía. En consecuencia, los aspectos éticos de los procesos y operaciones económicas deberían ser considerados como factor interno a la propia economía, por ser ésta una actividad humana más. Esto es lo que se quiere significar cuando se habla de ampliar la lógica económica. Por supuesto, la idea no es novedosa, pero también es cierto que hemos comprobado que desentenderse de la ética, ignorar los aspectos éticos de las propias decisiones, llega a ser económicamente muy costoso.
      En este contexto, podría revisarse el planteamiento ético que se transmite en las escuelas de negocios. Aunque pudiera parecer ingenuo, la formación ética personal, en especial la de quienes deben guiar las empresas e instituciones, es una de las vías que la doctrina social de la Iglesia apunta como salida (y prevención) de la crisis. Los códigos de conducta corporativa están extendidos desde hace tiempo, pero no se avanza si no se incide en los aspectos más personales. La moral social siempre termina remitiendo a lo personal, pues las mejoras en el orden social requieren a fin de cuentas capacidad de conversión.
      De tanto en tanto el entorno social en que se mueve la economía pone de manifiesto la necesidad de repensar la formación moral que se dispensa en los distintos ámbitos. En España, por ejemplo, los dolorosos casos de violencia protagonizados por menores han despertado la reflexión sobre las raíces de esos comportamientos. Es compartido que existe un déficit serio de educación moral, que por lo demás remite a la dimensión espiritual de la persona.
      Ya en el orden económico, la doctrina social de la Iglesia insiste en que la prosperidad económica, el deseado desarrollo, requiere que se preste atención a la dimensión espiritual de las personas. Por una parte «el desarrollo es imposible sin hombres rectos» (Caritas in veritate, nº 71), y por otra, y yendo sin tapujos al fondo de la cuestión, «el ser humano se desarrolla cuando crece espiritualmente, cuando su alma se conoce a sí misma y la verdad que Dios ha impreso germinalmente en ella, cuando dialoga consigo mismo y con su Creador. Lejos de Dios, el hombre está inquieto y se hace frágil. La alienación social y psicológica, y las numerosas neurosis que caracterizan las sociedades opulentas, remiten también a este tipo de causas espirituales. Una sociedad del bienestar, materialmente desarrollada, pero que oprime el alma, no está en sí misma bien orientada hacia un auténtico desarrollo. Las nuevas formas de esclavitud, como la droga, y la desesperación en la que caen tantas personas, tienen una explicación no sólo sociológica o psicológica, sino esencialmente espiritual. El vacío en que el alma se siente abandonada, contando incluso con numerosas terapias para el cuerpo y para la psique, hace sufrir. No hay desarrollo pleno ni un bien común universal sin el bien espiritual y moral de las personas, consideradas en su totalidad de alma y cuerpo» (nº 76).
      Esta última cuestión deja abierta la exploración del papel de la religión, que aúna fe y razón en mutua ayuda, como elemento de contribución positiva a la actividad económica. Al decir contribución, no se debe pensar reductivamente en aportación económica, sino también en esa aportación cualitativa, intangible, que da lugar a disposiciones y actitudes de las personas francamente positivas para el bien común de la empresa y de la sociedad. Si nos tomamos en serio que la persona es un valor cada vez más reconocido en la empresa, debemos descubrir que la dimensión espiritual de la persona da paso a un potencial de calidad profesional, de compromiso, de entrega, de fraternidad y de servicio de gran relevancia para remontar una crisis.
      No obstante, esto debe entenderse bien. El cristianismo no neutraliza en absoluto el requisito imprescindible del esfuerzo, sino en todo caso lo sostiene y potencia. No cabe duda que la cultura de la fuga mina las fuerzas para encarar los retos profesionales a que nos enfrentamos. El momento requiere una actitud dispuesta a enfrentar las contrariedades con afán de superación; dispuesta a mejorar la competencia profesional, a ejercitarse en la constancia; un esfuerzo para encontrar verdaderas soluciones a las dificultades, aunque lleven más tiempo, como por ejemplo cuando se apuesta por la investigación de calidad, etc. En definitiva, hace falta moral en tiempos de crisis. Ante esta tarea, el cristianismo tiene la capacidad de generar las energías espirituales necesarias para ser tenaces en este empeño con una actitud positiva y esperanzada que, no obstante, no se desentiende de la realidad.

ASÍS: CARTA DE BIENVENIDA AL SANTO PADRE


Beatísimo Padre:
Con pocas y sencillas palabras, como nos exhorta el Poverello, quiero, en nombre de todos los Hermanos Menores extendidos por el mundo entero, decirle dos palabras nacidas en lo más profundo de mi corazón: Bienvenido y gracias.
¡Santo Padre: Bienvenido a Asís, altar de la memoria de cuantos seguimos la forma de vida que el Padre san Francisco vivió, escribió y presentó al Señor Papa para su aprobación (cf. Test 14ss). Bienvenido a Asís, ciudad de la paz, arca espiritual donde se refugia toda la humanidad. Bienvenido, especialmente, a la Porciúncula, cuna de la Orden de los Hermanos Menores y de las Hermas Pobres. Bienvenido a nuestra casa, a su casa, Santidad.
Santidad: Gracias. Gracias por recoger el testigo que dejó su Venerado Predecesor, el Beato Juan Pablo II, hace ahora 25 años. Gracias por recordarnos con esta Jornada de oración por la paz que ésta es un don que viene de Dios y que, precisamente por ello, un don que hemos de implorar. Gracias por escoger Asís para esta nueva Jornada de oración por la paz, la ciudad de Francisco, heraldo de paz y de reconciliación, el hombre que, como Vuestra Santidad escribió, “encarnó en modo ejemplar la bienaventuranza proclamada por Jesús en el Evangelio: ‘Bienaventurados los constructores de paz, porque serán llamados hijos de Dios’ (Mt 5, 9)”. El hombre que debido al “al testimonio que dio en su tiempo lo hace natural referencia para cuantos hoy cultivan el ideal de la paz, del respeto por la naturaleza, del diálogo entre las personas, entre las religiones y las culturas”. Gracias, Beatísimo Padre por recordarnos que la paz es inseparable de la verdad y que, por no haberlas alcanzado todavía, hemos de sentimos en camino, peregrinos. Gracias por recordarnos que la paz es un compromiso que hemos de asumir todos y que la violencia no puede ser justificada con el nombre de Dios o desde la religión.
Beatísimo Padre: Los Hermanos Menores oramos por sus intenciones y especialmente oramos para que esta Jornada, que en comunión con el sucesor de Pedro vamos a vivir mañana en Asís, dé frutos abundantes en el camino de la paz. Al mismo tiempo los Hermanos Menores nos comprometemos a ser también nosotros, como lo fue Francisco, instrumentos de paz y de reconciliación, poniendo amor donde haya odio, paz donde haya violencia, fe donde haya duda, verdad donde haya error, perdón donde haya ofensa.
Para que podamos ser fieles a esta herencia que hemos recibido, bendíganos Santo Padre
Con veneración de hijo y en nombre de todos los Hermanos Menores,
Fr. José Rodríguez Carballo, ofm
Ministro general, OFM

10/26/11

EL MAL SE VENCE CON EL BIEN, CON EL AMOR



El Papa hoy en la Audiencia General

Queridos hermanos y hermanas:
Hoy la cotidiana cita de la Audiencia general asume un carácter particular, ya que estamos en la vigilia de la Jornada de Reflexión, Diálogo y Oración por la Paz y la Justicia en el mundo, que tendrá lugar mañana en Asís, veinticinco años después del primer histórico encuentro convocado por el beato Juan Pablo II. He querido dar a esta Jornada el título de Peregrinos de la verdad, peregrinos de la paz, para expresar el compromiso que queremos renovar solemnemente, junto con los miembros de diversas religiones, y también con hombres no creyentes pero que buscan con sinceridad la verdad, en la promoción del verdadero bien común de la humanidad y en la construcción de la paz. Como ya he tenido oportunidad de recordar “Quién está en camino hacia Dios no puede dejar de transmitir paz, quién construye la paz no puede dejar de acercarse a Dios”.
Como cristianos, estamos convencidos de que la contribución más valiosa que podemos ofrecer a la causa de la paz es la de la oración. Por este motivo nos encontramos hoy como Iglesia de Roma, junto a los peregrinos presentes en la Urbe, en la escucha de la Palabra de Dios, para invocar con fe el don de la paz. El Señor puede iluminar nuestra mente y nuestros corazones y guiarnos para ser constructores de justicia y de reconciliación en nuestras realidades cotidianas y en el mundo.
En la lectura del profeta Zacarías, que acabamos de escuchar, ha resonado un anuncio lleno de esperanza y de luz (cfr Zc 9,10). Dios promete la salvación, invita a “alegrarnos mucho” porque esta salvación se está concretando. Se habla de un rey: “Mira que tu Rey viene hacia ti; él es justo y victorioso” (v.9), pero el que es anunciado no es un rey que se presenta con la potencia humana, la fuerza de las armas; no es un rey que domina con el poder político y militar; es un rey manso, que reina con humildad y suavidad frente a Dios y a los hombres, un rey distinto con respecto a los grandes soberanos del mundo: “está montado sobre un asno, sobre la cría de una burra”, dice el profeta (ibidem). Se manifiesta cabalgando en el animal de la gente normal, del pobre, en contraste con los carros de guerra de los ejércitos de los potentes de la tierra. Incluso, es un rey que hará desaparecer estos carros, destruirá los arcos de batalla, anunciará la paz a las naciones (cfr v. 10).
Pero ¿quién es este rey del que habla el profeta Zacarías? Vamos por un momento a Belén y escuchemos de nuevo lo que el Ángel dice a los pastores que velan de noche, guardando a su propio rebaño. El Ángel anuncia una alegría que será la de todo el pueblo, vinculada con un signo pobre: un niño envuelto en pañales, tumbado en un pesebre (cfr Lc 2,8-12). Y la multitud celeste canta “Gloria a Dios en los más alto de los cielos y sobre la tierra paz a los hombres que Él ama” (v. 14), a los hombres de buena voluntad. El nacimiento de aquel niño, que es Jesús, lleva un anuncio de paz a todo el mundo. Pero vamos también a los momentos finales de la vida de Cristo, cuando entra en Jerusalén acogido por una multitud en fiesta. El anuncio del profeta Zacarías de la venida de un rey humilde y manso volvió a la mente de los discípulos de Jesús de un modo especial, después de los sucesos de la pasión, muerte y resurrección, del Misterio pascual, cuando revisaron con los ojos de la fe el feliz ingreso del Maestro en la Ciudad Santa. Cabalgaba sobre un asno prestado (cfr Mt 21,2-7): no sobre una rica carroza, no a caballo como los grandes. No entra en Jerusalén acompañado de un potente ejército de carros y de caballeros. Era un rey pobre, el rey de los que son los pobres de Dios. En el texto griego aparece el término  praeîs, que significa los mansos, los humildes; Jesús es el rey de losanawim, de los que tienen el corazón libre de la ambición del poder y de la riqueza material, de la voluntad y de la búsqueda del dominio sobre el otro. Jesús es el rey de los que tienen esa libertad interior que les hace capaces de superar la avidez, el egoísmo que hay en el mundo, y que saben que sólo Dios es su riqueza. Jesús es el rey pobre entre los pobres, manso entre los que quieren ser mansos. De este modo, Él es el rey de paz, gracias a la potencia de Dios, que es la potencia del bien, la potencia del amor. Es un rey que hará desaparecer los carros y caballos de batalla, que destrozará los arcos de guerra; un rey que lleva a su cumplimiento la paz desde la Cruz, uniendo la tierra y el cielo y colocando un puente fraterno entre los hombres. La Cruz es el nuevo arco de paz, signo e instrumento de reconciliación, de perdón, de comprensión, signo de que el amor es más fuerte que toda violencia, y toda opresión más fuerte que la muerte: el mal se vence con el bien, con el amor.
Este es el nuevo reino de paz en el que Cristo es el rey; y es un reino que se extiende sobre toda la tierra. El profeta Zacarías anuncia que este rey manso, pacífico, dominará “de mar a mar y del Río hasta los confines de la tierra” (Zc 9,10). El reino que Cristo inaugura tiene dimensiones universales. El horizonte de este rey pobre, humilde, no es el de un territorio, de un Estado sino los confines del mundo; más allá de toda barrera de raza, lengua, cultura, crea comunión, crea unidad. Y ¿dónde vemos realizarse actualmente este anuncio? En la gran red de las comunidades eucarísticas que se extiende sobre toda la tierra reemerge luminosa la profecía de Zacarías. Es un gran mosaico de comunidades en las que se hace presente el sacrificio de amor de este rey manso y pacífico; es el gran mosaico que constituye el “Reino de paz” de Jesús de mar a mar, hasta los confines del mundo; es una multitud de “islas de paz” que irradian paz. Por todas partes, en todas las realidades, en toda cultura, de las grandes ciudades con sus edificios hasta los pequeños pueblos con las moradas humildes, de las potentes catedrales a las pequeñas capillas. Él viene, se hace presente; y al entrar en comunión con Él, también todos los hombres se unen entre ellos en un único cuerpo, superando divisiones, rivalidades, rencores. El Señor viene en la Eucaristía para sacarnos de nuestro individualismo, de nuestras particularidades que excluyen a los demás, para formar con nosotros un solo cuerpo, un solo reino de paz en un mundo dividido.
¿Pero cómo podemos construir este Reino de paz en el que Cristo es el Rey? El mandamiento que Él deja a sus Apóstoles y, a través de ellos, a todos nosotros es: “Id pues y haced que todos los pueblos sean mis discípulos... yo estaré siempre con vosotros hasta el fin del mundo” (Mt 28,19-20). Como Jesús, los mensajeros de la paz de su reino deben ponerse en camino, deben responder a su invitación. Deben ir, pero no con la potencia de la guerra o con la fuerza del poder. En la lectura del Evangelio que hemos escuchado, Jesús envía a setenta y dos discípulos a la gran mies que es el mundo, invitándoles a rezar para que el Señor de la mies, mande obreros a su mies (cfr Lc 10,1-3); pero no les envía con medios potentes sino “como corderos en medio de lobos” (v.3), sin bolsa ni cayado, ni sandalias (cfr v. 4). San Juan Crisóstomo, en una de sus homilías, comenta: “Siempre que seamos corderos, venceremos y aunque estemos rodeados de muchos lobos, conseguiremos superarlos. Pero si nos convertimos en lobos, seremos derrotados, porque nos faltará la ayuda del Pastor (Homilía 33, 1: PG 57, 389). Los cristianos no deben ceder nunca a la tentación de convertirse en lobos entre lobos; el reino de paz de Cristo no se extiende con el poder, con la fuerza, con la violencia sino con el don de uno mismo, con el amor llevado al extremo, también a los enemigos. Jesús no vence al mundo con la fuerza de las armas, sino con la fuerza de la Cruz, que es la verdadera garantía de la victoria. Y esto tiene como consecuencia para quien quiere ser discípulo del Señor, su enviado, el estar preparado para la pasión y para el martirio, para perder la propia vida por Él, para que en el mundo triunfe el bien, el amor, la paz. Esta es la condición para poder decir, entrando en toda realidad: “Paz a esta casa”(Lc 10,5).
Ante la basílica de San Pedro, se encuentran dos grandes estatuas de los santos Pedro y Pablo, fácilmente identificables: san Pedro tiene en las manos las llaves, san Pablo, sin embargo, tiene en las manos una espada. Para quien no conoce la historia de este último, podría pensar que ha sido un gran general que condujo potentes ejércitos y que con la espada sometió a pueblos y naciones, procurándose fama y riqueza con la sangre de los demás. Sin embargo, es exactamente lo contrario: la espada que tiene en las manos es el instrumento con el que Pablo fue muerto, con el que sufrió el martirio y esparció su propia sangre. Su batalla no fue la de la violencia, de la guerra, sino la del martirio por Cristo. Su única arma fue el anuncio de “Jesucristo y Cristo crucificado” (1Cor 2,2). Su predicación no se basó en “discursos persuasivos de sabiduría, sino en la manifestación del Espíritu y de su potencia” (v.4). Dedicó su vida a llevar el mensaje de reconciliación y de paz del Evangelio, gastando sus energías en hacerlo resonar hasta los confines de la tierra,. Y esta fue su fuerza: no buscó una vida tranquila, cómoda, lejos de las dificultades, de las contrariedades, sino que se consumió por el Evangelio, se dio a sí mismo sin reservas, y así se convirtió en el gran mensajero de la paz y de la reconciliación de Cristo. La espada que san Pablo tiene en las manos recuerda también la potencia de la verdad, que a veces puede herir, puede hacer daño; el Apóstol permaneció fiel a esta verdad, la sirvió, sufrió por ella, entregó su vida por ella. Esta lógica también nos sirve a nosotros, si queremos ser portadores del reino de paz anunciado por el profeta Zacarías y realizado por Cristo: debemos estar dispuestos a pagar en persona, a sufrir en primera persona la incomprensión, el rechazo, la persecución. No es la espada del conquistador la que construye la paz, sino la espada del sufridor, del que sabe dar su propia vida.
Queridos hermanos y hermanas, como cristianos queremos invocar de Dios el don de la paz, queremos pedirle que nos convierta en instrumentos de su paz en un mundo lacerado por el odio, las divisiones, los egoísmos, las guerras, queremos pedirle que el encuentro de mañana en Asís favorezca el diálogo entre las personas de distinta pertenencia religiosa y que lleve un rayo de luz capaz de iluminar la mente y el corazón de todos los hombres, para que el rencor le devuelva el sitio al perdón, la división a la reconciliación, el odio al amor, la violencia a la mansedumbre, y en el mundo reine la paz. Amén.
Queridos hermanos y hermanas, antes de saludaros en las distintas lenguas, comienzo con un llamamiento. En este momento, el pensamiento va a la población de Turquía duramente golpeada por el terremoto, que ha causado graves pérdidas de vidas humanas, numerosos desaparecidos y daños incalculables. Os invito a uniros a mí en la oración por los que han perdido la vida y a estar espiritualmente cercanos a tantas personas que tan duramente han sido probadas. Que el Altísimo dé apoyo a todos los que están comprometidos en la obra de socorro. Ahora saludo en las distintas lenguas.

98 Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado

Mensaje del Papa


Queridos hermanos y hermanas:
Anunciar a Jesucristo, único Salvador del mundo, «constituye la misión esencial de la Iglesia; una tarea y misión que los cambios amplios y profundos de la sociedad actual hacen cada vez más urgentes» (Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, 14). Más aún, hoy notamos la urgencia de promover, con nueva fuerza y modalidades renovadas, la obra de evangelización en un mundo en el que la desaparición de las fronteras y los nuevos procesos de globalización acercan aún más las personas y los pueblos, tanto por el desarrollo de los medios de comunicación como por la frecuencia y la facilidad con que se llevan a cabo los desplazamientos de individuos y de grupos. En esta nueva situación debemos despertar en cada uno de nosotros el entusiasmo y la valentía que impulsaron a las primeras comunidades cristianas a anunciar con ardor la novedad evangélica, haciendo resonar en nuestro corazón las palabras de san Pablo: «El hecho de predicar no es para mí motivo de orgullo. No tengo más remedio y, ¡ay de mí si no anuncio el Evangelio!» (1 Co 9,16).
El tema que he elegido este año para la Jornada mundial del emigrante y del refugiado – Migraciones y nueva evangelización – nace de esta realidad. En efecto, el momento actual llama a la Iglesia a emprender una nueva evangelización también en el vasto y complejo fenómeno de la movilidad humana, intensificando la acción misionera, tanto en las regiones de primer anuncio como en los países de tradición cristiana.
El beato Juan Pablo II nos invitaba a «alimentarnos de la Palabra para ser "servidores de la Palabra" en el compromiso de la evangelización…, [en una situación] que cada vez es más variada y comprometedora, en el contexto de la globalización y de la nueva y cambiante mezcla de pueblos y culturas que la caracteriza» (Carta apostólica Novo millennio ineunte, 40). En efecto, las migraciones internas o internacionales realizadas en busca de mejores condiciones de vida o para escapar de la amenaza de persecuciones, guerras, violencia, hambre y catástrofes naturales, han producido una mezcla de personas y de pueblos sin precedentes, con problemáticas nuevas no solo desde un punto de vista humano, sino también ético, religioso y espiritual. Como escribí en el Mensaje del año pasado para esta Jornada mundial, las consecuencias actuales y evidentes de la secularización, la aparición de nuevos movimientos sectarios, una insensibilidad generalizada con respecto a la fe cristiana y una marcada tendencia a la fragmentación hacen difícil encontrar una referencia unificadora que estimule la formación de «una sola familia de hermanos y hermanas en sociedades que son cada vez más multiétnicas e interculturales, donde también las personas de diversas religiones se ven impulsadas al diálogo, para que se pueda encontrar una convivencia serena y provechosa en el respeto de las legítimas diferencias». Nuestro tiempo está marcado por intentos de borrar a Dios y la enseñanza de la Iglesia del horizonte de la vida, mientras crece la duda, el escepticismo y la indiferencia, que querrían eliminar incluso toda visibilidad social y simbólica de la fe cristiana.
En este contexto, los inmigrantes que han conocido a Cristo y lo han acogido son inducidos con frecuencia a no considerarlo importante en su propia vida, a perder el sentido de la fe, a no reconocerse como parte de la Iglesia, llevando una vida que a menudo ya no está impregnada de Cristo y de su Evangelio. Crecidos en el seno de pueblos marcados por la fe cristiana, a menudo emigran a países donde los cristianos son una minoría o donde la antigua tradición de fe ya no es una convicción personal ni una confesión comunitaria, sino que se ha visto reducida a un hecho cultural. Aquí la Iglesia afronta el desafío de ayudar a los inmigrantes a mantener firme su fe, aun cuando falte el apoyo cultural que existía en el país de origen, buscando también nuevas estrategias pastorales, así como métodos y lenguajes para una acogida siempre viva de la Palabra de Dios. En algunos casos se trata de una ocasión para proclamar que en Jesucristo la humanidad participa del misterio de Dios y de su vida de amor, se abre a un horizonte de esperanza y paz, incluso a través del diálogo respetuoso y del testimonio concreto de la solidaridad, mientras que en otros casos existe la posibilidad de despertar la conciencia cristiana adormecida a través de un anuncio renovado de la Buena Nueva y de una vida cristiana más coherente, para ayudar a redescubrir la belleza del encuentro con Cristo, que llama al cristiano a la santidad dondequiera que se encuentre, incluso en tierra extranjera.
El actual fenómeno migratorio es también una oportunidad providencial para el anuncio del Evangelio en el mundo contemporáneo. Hombres y mujeres provenientes de diversas regiones de la tierra, que aún no han encontrado a Jesucristo o lo conocen solamente de modo parcial, piden ser acogidos en países de antigua tradición cristiana. Es necesario encontrar modalidades adecuadas para ellos, a fin de que puedan encontrar y conocer a Jesucristo y experimentar el don inestimable de la salvación, fuente de «vida abundante» para todos (cf. Jn 10,10); a este respecto, los propios inmigrantes tienen un valioso papel, puesto que pueden convertirse a su vez en «anunciadores de la Palabra de Dios y testigos de Jesús resucitado, esperanza del mundo» (Exhortación apostólica Verbum Domini, 105).
En el comprometedor itinerario de la nueva evangelización en el ámbito migratorio, desempeñan un papel decisivo los agentes pastorales – sacerdotes, religiosos y laicos –, que trabajan cada vez más en un contexto pluralista: en comunión con sus Ordinarios, inspirándose en el Magisterio de la Iglesia, los invito a buscar caminos de colaboración fraterna y de anuncio respetuoso, superando contraposiciones y nacionalismos. Por su parte, las Iglesias de origen, las de tránsito y las de acogida de los flujos migratorios intensifiquen su cooperación, tanto en beneficio de quien parte como, de quien llega y, en todo caso, de quien necesita encontrar en su camino el rostro misericordioso de Cristo en la acogida del prójimo. Para realizar una provechosa pastoral de comunión puede ser útil actualizar las estructuras tradicionales de atención a los inmigrantes y a los refugiados, asociándolas a modelos que respondan mejor a las nuevas situaciones en que interactúan culturas y pueblos diversos.
Los refugiados que piden asilo, tras escapar de persecuciones, violencias y situaciones que ponen en peligro su propia vida, tienen necesidad de nuestra comprensión y acogida, del respeto de su dignidad humana y de sus derechos, así como del conocimiento de sus deberes. Su sufrimiento reclama de los Estados y de la comunidad internacional que haya actitudes de acogida mutua, superando temores y evitando formas de discriminación, y que se provea a hacer concreta la solidaridad mediante adecuadas estructuras de hospitalidad y programas de reinserción. Todo esto implica una ayuda recíproca entre las regiones que sufren y las que ya desde hace años acogen a un gran número de personas en fuga, así como una mayor participación en las responsabilidades por parte de los Estados.
La prensa y los demás medios de comunicación tienen una importante función al dar a conocer, con exactitud, objetividad y honradez, la situación de quienes han debido dejar forzadamente su patria y sus seres queridos y desean empezar una nueva vida.
Las comunidades cristianas han de prestar una atención particular a los trabajadores inmigrantes y a sus familias, a través del acompañamiento de la oración, de la solidaridad y de la caridad cristiana; la valoración de lo que enriquece recíprocamente, así como la promoción de nuevos programas políticos, económicos y sociales, que favorezcan el respeto de la dignidad de toda persona humana, la tutela de la familia y el acceso a una vivienda digna, al trabajo y a la asistencia.
Los sacerdotes, los religiosos y las religiosas, los laicos y, sobre todo, los hombres y las mujeres jóvenes han de ser sensibles para ofrecer apoyo a tantas hermanas y hermanos que, habiendo huido de la violencia, deben afrontar nuevos estilos de vida y dificultades de integración. El anuncio de la salvación en Jesucristo será fuente de alivio, de esperanza y de «alegría plena» (cf. Jn 15,11).
Por último, deseo recordar la situación de numerosos estudiantes internacionales que afrontan problemas de inserción, dificultades burocráticas, inconvenientes en la búsqueda de vivienda y de estructuras de acogida. De modo particular, las comunidades cristianas han de ser sensibles respecto a tantos muchachos y muchachas que, precisamente por su joven edad, además del crecimiento cultural, necesitan puntos de referencia y cultivan en su corazón una profunda sed de verdad y el deseo de encontrar a Dios. De modo especial, las Universidades de inspiración cristiana han de ser lugares de testimonio y de irradiación de la nueva evangelización, seriamente comprometidas a contribuir en el ambiente académico al progreso social, cultural y humano, además de promover el diálogo entre las culturas, valorizando la aportación que pueden dar los estudiantes internacionales. Estos se sentirán alentados a convertirse ellos mismos en protagonistas de la nueva evangelización si encuentran auténticos testigos del Evangelio y ejemplos de vida cristiana.
Queridos amigos, invoquemos la intercesión de María, Virgen del Camino, para que el anuncio gozoso de salvación de Jesucristo lleve esperanza al corazón de quienes se encuentran en condiciones de movilidad por los caminos del mundo. Aseguro todos mi oración, impartiendo la Bendición Apostólica.
Vaticano, 21 de septiembre de 2011
BENEDICTUS PP. XVI

10/25/11

‘Peregrinos de la verdad, peregrinos de la paz’

El día 27, en Asís, tendrá lugar la "Jornada de reflexión, diálogo y oración por la paz y la justicia en el mundo". El Papa ha pedido a los fieles católicos que se unan espiritualmente a la celebración de este importante acontecimiento.


25 años después del primer encuentro interreligioso convocado por Juan Pablo II en Asís, Benedicto XVI ha vuelto a invitar a representantes de las principales religiones del mundo a reunirse en esa ciudad italiana
      El pasado 1 de enero, después de la oración del ÁngelusBenedicto XVI anunció su deseo de solemnizar el XXV aniversario del histórico encuentro que tuvo lugar en Asís, el 27 de octubre de 1986, por voluntad del venerable Siervo de Dios Juan Pablo II.
      Con motivo de dicha conmemoración, el Santo Padre tiene la intención de convocar, el próximo 27 de octubre, una Jornada de reflexión, diálogo y oración por la paz y la justicia en el mundo, acudiendo como peregrino a la ciudad de san Francisco e invitando nuevamente a unirse a este camino a los hermanos cristianos de las distintas confesiones, a los exponentes de las tradiciones religiosas del mundo e, idealmente, a todos los hombres de buena voluntad.
      La Jornada tendrá como tema: Peregrinos de la verdad, peregrinos de la paz. Cada ser humano es en el fondo un peregrino en busca de la verdad y del bien. También el hombre religioso permanece siempre en camino hacia Dios: de aquí nace la posibilidad, más aún, la necesidad de hablar y dialogar con todos, creyentes o no, sin renunciar a la propia identidad o recurrir a formas de sincretismo; en la medida en que la peregrinación de la verdad se vive auténticamente, se abre al diálogo con el otro, no excluye a ninguno y compromete a todos a ser constructores de fraternidad y de paz. Éstos son los elementos que el Santo Padre pretende poner en el centro de la reflexión.
      Por este motivo, serán invitados a compartir el camino de los representantes de las comunidades cristianas y de las principales tradiciones religiosas también algunas personalidades del mundo de la cultura y de la ciencia que, si bien no se profesan religiosas, se sienten en el camino de la búsqueda de la verdad y son conscientes de la común responsabilidad por la causa de la justicia y de la paz en nuestro mundo.
      Por tanto, la imagen de la peregrinación resume el sentido del evento que se celebrará: se hará memoria de las etapas recorridas, desde el primer encuentro de Asís, al posterior de enero de 2002 y, al mismo tiempo, se mirará al futuro con el propósito de continuar recorriendo con todos los hombres y mujeres de buena voluntad el camino del diálogo y de la fraternidad, en el contexto de un mundo en rápida trasformación. San Francisco, pobre y humilde, acogerá de nuevo a todos en su ciudad, convertida en símbolo de fraternidad y paz.
      La mañana misma del 27 de octubre, las delegaciones saldrán de Roma en tren junto con el Santo Padre. Al llegar a Asís, se dirigirán hacia la Basílica de Santa María de los Ángeles, donde tendrá lugar un momento de conmemoración de los precedentes encuentros y de profundización en el tema de la Jornada. Intervendrán representantes de algunas delegaciones asistentes y también tomará la palabra el Santo Padre.
      Seguirá un almuerzo frugal, compartido por los delegados: una comida marcada por la sobriedad, que busca expresar el estar juntos en fraternidad y, al mismo tiempo, la participación en los sufrimientos de tantos hombres y mujeres que no conocen la paz.
      Después, se dejará un tiempo de silencio para la reflexión de cada uno y la oración. Por la tarde, todos los presentes en Asís irán a pie hacia la Basílica de San Francisco. Será una peregrinación en la que, en el último tramo, tomarán parte también los miembros de las delegaciones; con esto se pretende simbolizar el camino de cada ser humano en la búsqueda constante de la verdad y de la construcción activa de la justicia y de la paz. Se desarrollará en silencio, dejando un espacio a la oración y a la meditación personal.
      Junto a la Basílica de San Francisco, en el lugar donde se han concluido las precedentes reuniones, se tendrá el momento final de la Jornada, con la renovación solemne del compromiso común por la paz.
      Como preparación de esta Jornada, el Papa Benedicto XVI presidirá en San Pedro la tarde precedente una vigilia de oración con los fieles de la diócesis de Roma. Se invita a las Iglesias particulares y las comunidades dispersas por el mundo a organizar momentos de oración similares.
      En las próximas semanas, los Cardenales Presidentes de los Consejos Pontificios para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, del Diálogo Interreligioso y de la Cultura enviarán las invitaciones en nombre del Santo Padre. El Papa pide a los fieles católicos que se unan espiritualmente a la celebración de este importante acontecimiento y agradece a los que acudan a la ciudad de San Francisco para compartir esta peregrinación ideal.


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Vídeo: Claves para entender el Encuentro Interreligioso en Asís convocado por el Papa