8/31/11


EL ARTE NOS AYUDA A CRECER EN LA RELACIÓN CON DIOS


El Papa hoy en la Audiencia General

Queridos hermanos y hermanas:

En este periodo he recordado muchas veces la necesidad de todo cristiano de encontrar tiempo para Dios, a través de la oración, en medio de las muchas ocupaciones de nuestra jornada. El Señor mismo nos ofrece muchas ocasiones para que nos acordemos de Él. Hoy quisiera detenerme brevemente en uno de estos medios que nos pueden conducir a Dios y ser, también, una ayuda para encontrarnos con Él: es la vía de las expresiones artísticas, parte de esta “via pulchritudinis” -“vía de la belleza”- de la que he hablado tantas veces y que el hombre debería recuperar en su significado más profundo. Quizás os ha sucedido que ante una escultura, un cuadro, o algunos versos de poesía o una pieza musical, sentís una íntima emoción, una sensación de alegría, percibís claramente que frente a vosotros no hay solamente materia, un trozo de mármol o de bronce, un lienzo pintado, un conjunto de letras o un cúmulo de sonidos, sino algo más grande, algo que nos “habla”, capaz de tocar el corazón, de comunicar un mensaje, de elevar el ánimo. Una obra de arte es fruto de la capacidad creativa del ser humano, que se interroga ante la realidad visible, que intenta descubrir el sentido profundo y comunicarlo a través del lenguaje de las formas, de los colores, de los sonidos. El arte es capaz de expresar y hacer visible la necesidad del hombre de ir más allá de lo que se ve, manifiesta la sed y la búsqueda de lo infinito. Incluso es como una puerta abierta hacia el infinito, hacia una belleza y una verdad que van más allá de lo cotidiano. Y una obra de arte puede abrir los ojos de la mente y del corazón, empujándonos hacia lo alto.
Hay expresiones artísticas que son verdaderos caminos hacia Dios, la Belleza suprema, que incluso son una ayuda para crecer en la relación con Él, en la oración. Se trata de las obras que nacen de la fe y que la expresan. Un ejemplo lo tenemos cuando visitamos una catedral gótica: nos sentimos cautivados por las líneas verticales que se elevan hasta el cielo y que atraen nuestra mirada y nuestro espíritu, mientras que, a la vez, nos sentimos pequeños o también deseosos de plenitud... O cuando entramos en una iglesia románica: nos sentimos invitados de un modo espontáneo al recogimiento y a la oración. Percibimos que en estos espléndidos edificios se recoge la fe de generaciones. O bien, cuando escuchamos una pieza de música sacra que hace vibrar las cuerdas de nuestro corazón, nuestro ánimo se dilata y se siente impelido a dirigirse a Dios. Me viene a la memoria un concierto de música de Johann Sebastian Bach, en Munich, dirigido por Leonard Bernstein. Al final de la última pieza, una de las Cantatas, sentí, no razonando, sino en lo profundo del corazón, que lo que había escuchado me había transmitido verdad, verdad del sumo compositor que me empujaba a dar gracias a Dios. A mi lado estaba el obispo luterano de Munich y espontáneamente le dije: “Oyendo esto se entiende: es verdadera, es verdadera la fe tan fuerte y la belleza que expresa irresistiblemente la presencia de la verdad de Dios”. Cuántas veces cuadros o frescos, frutos de la fe del artista, con sus formas, con sus colores, con sus luces, nos empujan a dirigir el pensamiento hacia Dios y hacen crecer en nosotros el deseo de acudir a la fuente de toda belleza. Resulta profundamente cierto lo que escribió un gran artista, Marc Chagall, que los pintores han sumergido, durante siglos, sus pinceles en el alfabeto de colores que es la Biblia. ¡Cuántas veces las expresiones artísticas pueden ser ocasiones para acordarnos de Dios, para ayudar a nuestra oración o para convertir nuestro corazón! Paul Claudel, famoso poeta, dramaturgo y diplomático francés, al escuchar el canto del Magnificat durante la Misa de Navidad en la basílica de Notre Dame, París, en 1886, advirtió la presencia de Dios. No había entrado en la iglesia por motivos de fe, sino para encontrar argumentos contra los cristianos. Sin embargo la gracia de Dios actuó en su corazón.
Queridos amigos, os invito a redescubrir la importancia de este camino también para la oración, para nuestra relación viva con Dios. Las ciudades y los países de todo el mundo contienen tesoros de arte que expresan la fe y nos recuerdan la relación con Dios. Que la visita a lugares de arte no sea sólo ocasión de enriquecimiento cultural, sino que se pueda convertir en un momento de gracia, de estímulo para reforzar nuestro vínculo y nuestro diálogo con el Señor, para detenerse a contemplar -en la transición de la simple realidad exterior a la realidad más profunda que expresa- el rayo de belleza que nos golpea, que casi nos “hiere” y que nos invita a elevarnos hacia Dios. Termino con una oración de un Salmo, el Salmo 27: “Una sola cosa he pedido al Señor,y esto es lo que quiero:
vivir en la Casa del Señor todos los días de mi vida, para gozar de la dulzura del Señor y contemplar su Templo” (v.4).Esperemos que el Señor nos ayude a contemplar su belleza, ya sea en la naturaleza o en las obras de arte, para ser tocados por la luz de su rostro y así poder ser nosotros luz para nuestro prójimo. Gracias.
Sorpresas de la JMJ

JUAN MESEGUER


El vendaval en Cuatro Vientos, el cariño del Papa, el silencio de la multitud durante la adoración y la Misa, los 200 confesionarios en el Parque del Retiro, las 17 carpas eucarísticas, el civismo y la alegría de los jóvenes, el trabajo silencioso de iniciativas como “Coser y cantar”... y alguna que otra sorpresa más quedan como algunas señas de identidad de la JMJ Madrid 2011.

  
Que un hombre de 84 años convoque a una multitud de jóvenes de todo el mundo bajo el lema “Arraigados y edificados en Cristo, firmes en la fe”, y que esa multitud acuda es como para preguntarse: “¿Qué está pasando?”

¿Quién es esta “diminuta figura que sale de un coche blanco” para atraer a Madrid a jóvenes de los cinco continentes? Se lo preguntaba hace poco la columnista de USA Today Anna Williams.

Se ve que lo del blanco impacta. Viendo pasar al papamóvil, rodeado de policía, sirenas, gente, banderas..., escucho a un chaval: “Mamá, el Papa ¿es el del pelo blanco?”. Bueno, en ese momento, a él le impresionó eso.

Y supongo que cada peregrino tendrá su propia visión de la JMJ, tan variada como lo es la gente de Israel (56 peregrinos inscritos), Territorios Palestinos (174), Nigeria (1.041), Cuba (79), Estados Unidos (27.168), México (8.310), Australia (4.300), Italia (83.507), Rusia (2.135), Francia (50.641), Argentina (6.757) o España (86.618).

La JMJ va a más

Y esta es una primera sorpresa de la JMJ Madrid 2011: el número de asistentes y la internacionalidad. De todos los participantes (un millón y medio de personas, según la mayoría de los medios), se han inscrito 428.505 peregrinos de 193 países.

Cuando murió Juan Pablo II, algunos medios auguraron que las JMJ prácticamente morirían con él. Porque, ya se sabe, el Papa polaco era un actor carismático, mientras que el Papa alemán era nada menos que el bulldozer del ex Santo Oficio.

Pero el tópico mediático no ha funcionado con esta generación de jóvenes. La JMJ no pierde fuelle, sino que va a más. Los católicos tienen motivos para alegrarse por este evento, sin necesidad de caer en triunfalismos. Pero también podrían tenerlos los simpatizantes del pensamiento crítico, creyentes o no: porque a estos jóvenes, no siempre se la dan con queso.

¿De qué estamos hablando?

Estos días, he leído y escuchado algunos comentarios curiosísimos sobre los peregrinos. Hay quienes creen, por ejemplo, que tienen pinta de panolis; o sea, que son poco trendies. Bueno. Pero cuando piensas en el sacrificio que habrán tenido que hacer los miles de peregrinos que han venido de países pobres, pues igual las pintas son lo de menos.

Se podría pensar que estoy haciendo demagogia. Vale. Pues pensemos en los “chicos nivea” de España, Italia, Francia o Alemania. ¿Qué es exactamente lo que indigna a quienes denuncian los “chollos” de los peregrinos? Delimitemos la piedra de escándalo de estas Jornadas. ¿La fe? ¿El dinero? ¿La fe y el dinero de los ricos?

Para mediar en la polémica, otros decían que los peregrinos “parecían normales”. Se agradece la condescendencia. Porque, en efecto, yo no vi branquias ni antenas por ninguna parte.

De todos modos, no dudo que habría que aclarar qué entendemos hoy por “normalidad”. Más bien, se podría pensar que cada persona es un mundo. Y que a la mayoría de los asistentes a la JMJ les habrá costado mucho plantarse en Madrid por los motivos más diversos. Pienso, por ejemplo, en los 372 peregrinos de China, en los 202 de Irak o en los tres de Somalia.

Protestas intolerantes

Algo que los “indignados anti-Papa” parecen no haber tenido en cuenta. Claro que eran muy libres de manifestarse contra el Papa por los motivos que fueran. Pero los malos modos que emplearon (insultos a adolescentes incluidos), denota muy poca tolerancia democrática.

Las chicas del grupo de Martinica a las que entrevisté (cfr. Aceprensa, 22-08-2011) me contaron que las más jóvenes del grupo huyeron corriendo, asustadas, cuando se encontraron con algunos “indignados anti-Papa”.

Digo lo de “indignados antiPapa” para que no se les confunda con los “indignados” que participaron en las manifestaciones convocadas por el movimiento 15-M. Ni el número de descontentos que se sumaron a las respectivas convocatorias, ni los motivos que las inspiraron, ni los modos fueron los mismos. De manera que intentar enfrentar el 15-M con la JMJ es, en mi opinión, poco afortunado.

Sorpresas marca JMJ

A pesar de los clichés sobre el Papa y la juventud creyente, la JMJ ha deparado algunas sorpresas. De lo que personalmente vi, me quedo con estas:

— Las propuestas de cambio de Benedicto XVI; en los 15 discursos, no he encontrado ataques hacia nadie y sí, en cambio, mensajes de esperanza para los jóvenes que quieran escucharle.
— La entereza de una juventud que no rehúye el compromiso con las virtudes y que, cuando lo hace, recurre a los confesionarios del Retiro o de donde sea.
— El silencio de adoración ante Jesús Sacramentado en la vigilia y en la Misa del día siguiente.
— La flexibilidad para ir de la oración a la fiesta y de la fiesta a la oración.
— La generosidad de los casi 30.000 voluntarios que han prestado su ayuda durante la JMJ; lo que incluye a los jóvenes del “polo verde”, pero también a miles de personas que pasaron ocultas como, por ejemplo, la iniciativa “Coser y cantar”, que hicieron lienzos y ornamentos durante meses para los actos litúrgicos de la JMJ.
— La buena colaboración de las autoridades, la policía, los servicios de emergencia, el transporte público; algo normal –supongo– en un evento que interesa a la mayoría de los ciudadanos.
Primero Atila, luego los turcos, ahora el relativismo
La dimensión religiosa no es un apéndice ni una etiqueta: ordena y finaliza toda la conducta de la persona. Quien enseña a los demás, con la autoridad recibida de Cristo, a conocer y vivir la verdad de su relación con Dios influye indirecta pero eficazmente en sus actividades sociales, culturales, políticas y económicas.
      Por eso se puede decir que la influencia de los Papas no se ha limitado al mundo religioso: ha tenido y tiene repercusiones en todos los ámbitos de la vida social.
      Algunos Papas, sin embargo, han intervenido de un modo más directo en los acontecimientos de la Humanidad. Sólo mencionaré tres casos, muy alejados en el tiempo, que podrían venir fácilmente a la memoria de los aficionados a la Historia.
      El primero sucede en el siglo V. Durante más de 20 años, los hunos habían extendido el terror, la devastación y la muerte por toda Europa. A pesar de su parcial derrota en los Campos Cataláunicos, Atila se apodera del Norte de Italia en el año 452. No sólo estaba en peligro la vida de miles de personas, sino también el acervo cultural y religioso romano y cristiano. Cuando la destrucción parecía inevitable, un hombre, León Magno, sale al encuentro de Atila: el Vicario de Cristo se enfrenta al que, a partir del siglo VIII, sería designado como azote de Dios. Como fruto de este encuentro, Atila retrocede con todo su ejército y se retira a la Panonia. Roma e Italia se salvan de la masacre y la civilización romano-cristiana, que podría haber desaparecido, sigue adelante.
      El segundo caso sólo puede ser valorado positivamente por quienes se esfuercen en juzgar los hechos del pasado con los criterios del contexto cultural correspondiente, condición esencial de toda crítica histórica que no quiera caer en el ridículo. Se trata también de una situación en la que la cultura cristiana, con 16 siglos de desarrollo, estaba a punto de ser sustituida por otra, la otomana, apoyada en la fuerza de un enorme ejército. El único medio de salvación era la defensa armada. Ante la necesaria unión de fuerzas, prevalecieron, en muchos casos, los intereses económicos particulares. La victoria sobre el invasor fue posible gracias al tesón de un hombre: San Pío V. Y si hoy podemos admirar los logros culturales de los siglos posteriores (incluido El Quijote), es gracias a Lepanto.
      El tercer caso es el más conocido: Juan Pablo II y el comunismo. Me limito a transcribir un texto de José Ramón Garitagoitia, cuya tesis doctoral, El pensamiento ético-político de Juan Pablo II (2002), fue publicada con un prólogo del último presidente de la URSS y premio Nobel de la Paz, Mijail Gorbachov: «La influencia del primer Papa eslavo de la historia aceleró, de algún modo, el cambio del ‘statu quo’ en su nación. Desde Polonia, la llama de la libertad se traspasó a los demás países al otro lado del Telón de Acero. Mijail Gorbachov, uno de los protagonistas de aquellos acontecimientos, así lo ha reconocido. En octubre de 2004, todavía en vida de Juan Pablo II, recibí una carta del que fuera último presidente de la URSS y secretario general del Partido Comunista soviético: "Estoy totalmente de acuerdo con usted" —escribía Gorbachov— "en que Su Santidad Juan Pablo II ha desempeñado un papel sincero y activo en todo el proceso de la unificación de Europa". Y poco más adelante afirmaba: "Actúa como un gran político contemporáneo que persigue con coherencia alcanzar una victoria: la de conseguir que los principios humanísticos estén en la esencia de toda sociedad humana"» (ABC, 10-11-2009).
      Cuando se alaban los avances positivos de la civilización occidental, hay que hacer justicia a todas las personas que los han hecho posibles: científicos, pensadores, artistas... y también a tantos Pontífices de la Iglesia católica que, gracias a su amor a Dios y a los demás, a su prestigio y coraje, fueron elementos providenciales para la defensa de lo humano y el progreso de la Humanidad.
      Es muy temprano para juzgar la influencia social de Benedicto XVI. De todas formas, es evidente que desde hace años nos está ayudando a recordar, en continuidad con sus predecesores, la existencia de la verdad y la capacidad de la razón humana para conocerla. Estamos seguros de que, dentro de no muchos años, se podrá decir que, gracias a las enseñanzas de Benedicto XVI, el relativismo, causante de tantas desesperanzas de la juventud, perdió su crédito, y que por todas partes se renovó el deseo de buscar en serio la verdad. Se demostraría una vez más que la Iglesia, siempre iluminada por el Espíritu Santo, es fuente de progreso, esperanza y alegría para todos los hombres.

8/30/11


Probemos a convencer sin querer derrotar


Diez reglas para comunicar la fe
      La comunicación de la fe es una cuestión antigua, presente en los dos mil años de vida de la comunidad cristiana, que siempre se ha considerado mensajera de una noticia que le ha sido revelada y es digna de ser comunicada. Es una cuestión antigua, pero es también un tema de candente actualidad. Desde Pablo VI hasta Benedicto XVI, los Papas no han dejado de señalar la necesidad de mejorar la comunicación la fe.
      Con frecuencia, esta cuestión se relaciona con la “nueva evangelización”. En ese contexto, Juan Pablo II afirmó que la comunicación de la fe ha de ser nueva "en su ardor, en sus métodos, en su expresión". Aquí nos referiremos en particular a la novedad en los métodos.
      Hay factores externos que obstaculizan la difusión del mensaje cristiano, sobre los que es difícil incidir. Pero cabe avanzar en otros factores que están a nuestro alcance. En ese sentido, quien pretende comunicar la experiencia cristiana necesita conocer la fe que desea transmitir, y debe conocer también las reglas de juego de la comunicación pública.
      Partiendo, por un lado, de los documentos eclesiales más relevantes y, por otro, de la bibliografía esencial del ámbito de la comunicación institucional, articularé mis reflexiones en una serie de principios. Los primeros se refieren al mensaje que se quiere difundir; los siguientes, a la persona que comunica; y los últimos, al modo de transmitir ese mensaje en la opinión pública. Ante todo, el mensaje ha de ser ser positivo. Los públicos atienden a informaciones de todo género, y toman buena nota de las protestas y las críticas. Pero secundan sobre todo proyectos, propuestas y causas positivas.
      Juan Pablo II afirma en la encíclica “Familiaris consortio” que la moral es un camino hacia la felicidad y no una serie de prohibiciones. Esta idea ha sido repetida con frecuencia por Benedicto XVI, de diferentes maneras: Dios nos da todo y no nos quita nada; la enseñanza de la Iglesia no es un código de limitaciones, sino una luz que se recibe en libertad.  
      El mensaje cristiano ha de transmitirse como lo que es: un sí inmenso al hombre, a la mujer, a la vida, a la libertad, a la paz, al desarrollo, a la solidaridad, a las virtudes... Para transmitirla adecuadamente a los demás, antes hay que entender y experimentar la fe de ese modo positivo.
      Adquieren particular valor en este contexto unas palabras del Cardenal Ratzinger: “La fuerza con que la verdad se impone tiene que ser la alegría, que es su expresión más clara. Por ella deberían apostar los cristianos y en ella deberían darse a conocer al mundo”. La comunicación mediante la irradiación de la alegría es el más positivo de los planteamientos.
      En segundo lugar, el mensaje ha de ser relevante, significativo para quien escucha, no solamente para quien habla. Tomás de Aquino afirma que hay dos tipos de comunicación: la locutio, un fluir de palabras que no interesan en absoluto a quienes escuchan; y la illuminatio, que consiste en decir algo que ilustra la mente y el corazón de los interlocutores sobre algún aspecto que realmente les afecta. Comunicar la fe no es discutir para vencer, sino dialogar para convencer. El deseo de persuadir sin derrotar marca profundamente la actitud de quien comunica. La escucha se convierte en algo fundamental: permite saber qué interesa, qué preocupa al interlocutor. Conocer sus preguntas antes de proponer las respuestas. Lo contrario de la relevancia es la auto-referencialidad: limitarse a hablar de uno mismo no es buena base para el diálogo.
      En tercer lugar, el mensaje ha de ser claro. La comunicación no es principalmente lo que el emisor explica, sino lo que el destinatario entiende. Sucede en todos los campos del saber (ciencia, tecnología, economía): para comunicar es preciso evitar la complejidad argumental y la oscuridad del lenguaje. También en materia religiosa conviene buscar argumentos claros y palabras sencillas. En este sentido, habría que reivindicar el valor de la retórica, de la literatura, de las metáforas, del cine, de la publicidad, de las imágenes, de los símbolos, para difundir el mensaje cristiano.
      A veces, cuando la comunicación no funciona, se traslada la responsabilidad al receptor: se considera a los demás como incapaces de entender. Más bien, la norma ha de ser la contraria: esforzarse por ser cada vez más claros, hasta lograr el objetivo que se pretende.
      Pasemos ahora a los principios relativos a la persona que comunica.
      Para que un destinatario acepte un mensaje, la persona o la organización que lo propone ha de merecer credibilidad. Así como la credibilidad se fundamenta en la veracidad y la integridad moral, la mentira y la sospecha anulan en su base el proceso de comunicación. La pérdida de credibilidad es una de las consecuencias más serias de algunas crisis que se han producido en estos años.
      El segundo principio es la empatía. La comunicación es una relación que se establece entre personas, no un mecanismo anónimo de difusión de ideas. El Evangelio se dirige a personas: políticos y electores, periodistas y lectores. Personas con sus propios puntos de vista, sus sentimientos y sus emociones. Cuando se habla de modo frío, se amplía la distancia que separa del interlocutor. Una escritora africana ha afirmado que la madurez de una persona está en su capacidad de descubrir que puede “herir” a los demás y de obrar en consecuencia. Nuestra sociedad está superpoblada de corazones rotos y de inteligencias perplejas. Hay que aproximarse con delicadeza al dolor físico y al dolor moral. La empatía no implica renunciar a las propias convicciones, sino ponerse en el lugar del otro. En la sociedad actual, convencen las respuestas llenas de sentido y de humanidad.
      El tercer principio relativo a la persona que comunica es la cortesía. La experiencia muestra que en los debates públicos proliferan los insultos personales y las descalificaciones mutuas. En ese marco, si no se cuidan las formas, se corre el riesgo de que la propuesta cristiana sea vista como una más de las posturas radicales que están en el ambiente. Aun a riesgo de parecer ingenuo, pienso que conviene desmarcarse de este planteamiento. La claridad no es incompatible con la amabilidad.
      Con amabilidad se puede dialogar; sin amabilidad, el fracaso está asegurado de antemano: quien era partidario antes de la discusión, lo seguirá siendo después; y quien era contrario raramente cambiará de postura. 
      Recuerdo un cartel situado a la entrada de un “pub” cercano al Castillo de Windsor, en el Reino Unido. Decía, más o menos: “En este local son bienvenidos los caballeros. Y un caballero lo es antes de beber cerveza y también después”. Podríamos añadir: un caballero lo es cuando le dan la razón y cuando le llevan la contraria.
      Veamos por último algunos principios que se refieren al modo de comunicar: El primero es la profesionalidad. “Gaudium et Spes” recuerda que cada actividad humana tiene su propia naturaleza, que es preciso descubrir, emplear y respetar, si se quiere participar en ella. Cada campo del saber tiene su metodología; cada actividad, sus normas; y cada profesión, su lógica.
      La evangelización no se producirá desde fuera de las realidades humanas, sino desde dentro: los políticos, los empresarios, los periodistas, los profesores, los guionistas, los sindicalistas, son quienes pueden introducir mejoras prácticas en sus respectivos ámbitos. San Josemaría Escrivá recordaba que es cada profesional, comprometido con sus creencias y con su profesión, quien ha de encontrar las propuestas y soluciones adecuadas. Si se trata de un debate parlamentario, con argumentos políticos; si de un debate médico, con argumentos científicos; y así sucesivamente. Este principio se aplica a las actividades de comunicación, que están conociendo un desarrollo extraordinario en los últimos años, tanto por la calidad creciente de las formas narrativas, como por las audiencias cada vez más amplias y por la participación ciudadana cada día más activa.
      El segundo principio podría denominarse transversalidad. La profesionalidad es imprescindible cuando en un debate pesan las convicciones religiosas. La transversalidad, cuando pesan las convicciones políticas.
      En este punto, vale la pena mencionar la situación de Italia. Al hacer la declaración de la renta, más del 80% de los italianos marcan la casilla correspondiente a la Iglesia, porque desean apoyar económicamente sus actividades. Eso quiere decir que la Iglesia merece la confianza de una gran mayoría de ciudadanos, no solamente de quienes se reconocen en una tendencia política.
      El tercer principio relativo al modo de comunicar es la gradualidad. Las tendencias sociales tienen una vida compleja: nacen, crecen, se desarrollan, cambian y mueren. En consecuencia, la comunicación de ideas tiene mucho que ver con el “cultivo”: sembrar, regar, podar, limpiar, esperar, antes de cosechar.
      El fenómeno de la secularización se ha ido consolidando en los últimos siglos. Procesos de tan larga gestación no se resuelven en años, meses o semanas. El cardenal Ratzinger explicaba que nuestra visión del mundo suele seguir un paradigma “masculino", donde lo importante es la acción, la eficacia, la programación y la rapidez. Y concluía que conviene dar más espacio a un paradigma “femenino", porque la mujer sabe que todo lo que tiene que ver con la vida requiere espera, reclama paciencia.
      Lo contrario de este principio es la prisa y el cortoplacismo que llevan a la impaciencia y muchas veces también al desánimo, porque es imposible lograr objetivos de entidad en plazos cortos.
      A estos nueve principios habría que agregar otro que afecta a todos los aspectos mencionados: al mensaje, a la persona que comunica y al modo de comunicar. El principio de la caridad.
      Algunos autores han destacado que, en los primeros siglos, la Iglesia se extendió de forma muy rápida porque era una comunidad acogedora, donde era posible vivir una experiencia de amor y libertad. Los católicos trataban al prójimo con caridad, cuidaban de los niños, los pobres, los ancianos, los enfermos. Todo eso se convirtió en un irresistible imán de atracción.
      La caridad es el contenido, el método y el estilo de la comunicación de la fe; la caridad convierte el mensaje cristiano en positivo, relevante y atractivo; proporciona credibilidad, empatía y amabilidad a las personas que comunican; y es la fuerza que permite actuar de forma paciente, integradora y abierta. Porque el mundo en que vivimos es también con demasiada frecuencia un mundo duro y frío, donde muchas personas se sienten excluidas y maltratadas y esperan algo de luz y de calor. En este mundo, el gran argumento de los católicos es la caridad. Gracias a la caridad, la evangelización es siempre y verdaderamente, nueva.

Sin complejos ni mediocridad


Sabiduría de la Cruz, entrega de Cristo, amor a la Iglesia, afán de santidad; caridad "sin complejos ni mediocridad", sin dejarse intimidar por quienes siguen a los falsos ídolos
      
Inspirado en La Piedad de Miguel ÁngelCaravaggio muestra el momento en que Cristo va a ser depositado en una losa para ser lavado, ungido y perfumado. Es el cuadro de El Descendimiento (1602-1604), una de sus obras más importantes. Destinado para el retablo de un altar en la iglesia romana de la Vallicella, (también conocida como Chiesa Nuova), el cuadro ha sido enviado por la Pinacoteca Vaticana al Museo del Prado para su exposición, con motivo de la JMJ.

El lenguaje de Caravaggio

      Con inmenso cariño sostienen a Jesús el apóstol San Juan y Nicodemo. En segundo plano están la Virgen, con actitud serena, y María de Cleofás exclamando al cielo. El brazo de Cristo cae sobre la losa y casi la toca con su mano, quizá como alusión a que Él mismo es la piedra angular y fundamento de la Iglesia.
      La obra fue encargada para honrar la memoria de Pietro Vitricce, protector de aquella iglesia. Según los expertos, el rostro de Nicodemo, que mira al espectador, es un retrato del benefactor. De este modo podría estar sugiriendo que Nicodemo guardó el Cuerpo de Cristo, y ahora Pietro, Pedro, lo quiere honrar embelleciendo la celebración de la Eucaristía con ese retablo.
      Cabe recordar también al apóstol Pedro, que fue la primera cabeza visible del Cuerpo místico, y del que ahora hace sus veces, Benedicto XVI.

No pasar de largo ante el sufrimiento humano

      En el Via Crucis del día 20, contemplando la entrega de Cristo, planteaba el Papa a los jóvenes: «Ante un amor tan desinteresado, llenos de estupor y gratitud, nos preguntamos ahora: ¿Qué haremos nosotros por él? ¿Qué respuesta le daremos?»
      Y contestaba, de acuerdo con San Juan (cf. 1 Jn 3,16): «La pasión de Cristo nos impulsa a cargar sobre nuestros hombros el sufrimiento del mundo, con la certeza de que Dios no es alguien distante o lejano del hombre y sus vicisitudes». Al contrario —evocaba su argumentación en Spe salvi (n. 39)—, Cristo ha entrado en cada pena y en cada sufrimiento humano, para darle una participación en el amor de Dios, y, con ello, el consuelo y la luz de la esperanza.
      Por eso, les aconsejaba Benedicto XVI: «Vosotros, que sois muy sensibles a la idea de compartir la vida con los demás, no paséis de largo ante el sufrimiento humano, donde Dios os espera para que entreguéis lo mejor de vosotros mismos: vuestra capacidad de amar y de compadecer». Y les repetía el programa trazado en su segunda encíclica: «Sufrir con el otro, por los otros, sufrir por amor de la verdad y de la justicia; sufrir a causa del amor y con el fin de convertirse en una persona que ama realmente, son elementos fundamentales de la humanidad, cuya pérdida destruiría al hombre mismo».

La sabiduría misteriosa de la Cruz

      He ahí «la sabiduría misteriosa de la Cruz»«La cruz no fue el desenlace de un fracaso, sino el modo de expresar la entrega amorosa que llega hasta la donación más inmensa de la propia vida. El Padre quiso amar a los hombres en el abrazo de su Hijo crucificado por amor». Y de ahí también su significado: «La cruz en su forma y significado representa ese amor del Padre y de Cristo a los hombres. En ella reconocemos el icono del amor supremo, en donde aprendemos a amar lo que Dios ama y como Él lo hace: esta es la Buena Noticia que devuelve la esperanza al mundo».
      Cristo entrega su vida por amor al Padre y a los hombres. «Su vivir —observaba el Papa al día siguiente durante la Misa en la Catedral de la Almudena (20-VIII-2011)— fue un servicio y su desvivirse una intercesión perenne, poniéndose en nombre de todos ante el Padre como Primogénito de muchos hermanos. El autor de la carta a los Hebreos afirma que con esa entrega perfeccionó para siempre a los que estábamos llamados a compartir su filiación (cf. Hb 10,14)».

Eucaristía y libertad, Iglesia y santidad

      De esta entrega de Cristo, la Eucaristía es la expresión real: «El cuerpo desgarrado y la sangre vertida de Cristo, es decir su libertad entregada, se han convertido por los signos eucarísticos en la nueva fuente de la libertad redimida de los hombres».
      Y todo ello se actualiza en la Iglesia: «Iglesia que es comunidad e institución, familia y misión, creación de Cristo por su Santo Espíritu y a la vez resultado de quienes la conformamos con nuestra santidad y con nuestros pecados. Así lo ha querido Dios, que no tiene reparo en hacer de pobres y pecadores sus amigos e instrumentos para la redención del género humano».
      La Iglesia es santa y nosotros somos pecadores llamados a ser santos. Hemos de participar de la santidad de la Iglesia para hacerla santa y eficaz en y por nosotros: «La santidad de la Iglesia es ante todo la santidad objetiva de la misma persona de Cristo, de su evangelio y de sus sacramentos, la santidad de aquella fuerza de lo alto que la anima e impulsa. Nosotros debemos ser santos para no crear una contradicción entre el signo que somos y la realidad que queremos significar».

Sin complejos ni mediocridad

      A imitación de la entrega de Cristo, Benedicto XVI se dirigía a los seminaristas dándoles consejos bien concretos, que sirven para todo cristiano. Vale la pena transcribir el párrafo entero:
      «Pedidle (…) que os conceda imitarlo en su caridad hasta el extremo para con todos, sin rehuir a los alejados y pecadores, (…) que os enseñe a estar muy cerca de los enfermos y de los pobres, con sencillez y generosidad. Afrontad este reto sin complejos ni mediocridad, antes bien como una bella forma de realizar la vida humana en gratuidad y en servicio, siendo testigos de Dios hecho hombre, mensajeros de la altísima dignidad de la persona humana y, por consiguiente, sus defensores incondicionales. Apoyados en su amor, no os dejéis intimidar por un entorno en el que se pretende excluir a Dios y en el que el poder, el tener o el placer a menudo son los principales criterios por los que se rige la existencia. Puede que os menosprecien, como se suele hacer con quienes evocan metas más altas o desenmascaran los ídolos ante los que hoy muchos se postran. Será entonces cuando una vida hondamente enraizada en Cristo se muestre realmente como una novedad y atraiga con fuerza a quienes de veras buscan a Dios, la verdad y la justicia».
      Sabiduría de la Cruz, entrega de Cristo, amor a la Iglesia, afán de santidad; caridad «sin complejos ni mediocridad», sin dejarse intimidar por quienes siguen a los falsos ídolos. Tal es el secreto para atraer, no hacia uno mismo, sino hacia Dios y hacia los demás. Una fórmula infalible, también para suscitar las vocaciones de todo tipo (al ministerio ordenado, a la vida consagrada, al compromiso laical en el matrimonio o en el celibato apostólico) que la Iglesia y el mundo necesitan.

8/29/11


Y, ahora, ¿qué?


¿Qué con qué me quedo de la JMJ?

      Me quedo con el clamoroso silencio de dos millones de jóvenes, de todos los rincones del mundo, de rodillas, en Cuatro Vientos, ante Cristo sacramentado.
      Me quedo con las lágrimas que miles de chicas y chicos jovencísimos no podían contener.
      Me quedo con el aplauso incontenible a la Madre de Dios y con el abrazo y el enjugar una lágrima a una voluntaria en silla de ruedas.
      Me quedo con el tsunami de esperanza firme que estas Jornadas han evidenciado, con el vendaval y el aguacero interior de Cuatro Vientos.
      Me quedo con la certeza de la fe, con la firmeza joven y alegre de la fe en Cristo, sin complejos ni mediocridad.
      Me quedo con esta generación de Benedicto XVI, que ha sustituido, por las calles y plazas de Madrid, el grito ¡Benedicto, Benedicto! Por el de ¡Jesucristo, Jesucristo!, lo que significa que su corazón y su inteligencia han entendido lo esencial.
      Me quedo con las tímidas caricias del Papa, llenas de ternura, a la criatura con un tumor cerebral, a la religiosa de 104 años.
      Me quedo con las confesiones en el Parque del Perdón y con la Madrugá madrileña, tras el prodigioso Via Crucis.
      Me quedo con la naturalidad irrebatible de la vivencia de la fe públicamente. La religiosidad no es, no puede ser, no será nunca algo privado, ni impuesto, sino Verdad en la libertad. Usted, igual que yo, ha palpado, estos días, por las calles de Madrid felicidad; pero como ha dicho monseñor Munilla, la de verdad, no la de Walt Disney, sino la de un joven que se emociona cuando el Papa le dice: «No pases de largo ante el sufrimiento humano»; o «la fe no la puedes vivir en solitario y por tu cuenta, sino en la Iglesia».
      Ha sido la JMJ de la visibilidad de la dimensión religiosa que Dios puso en el corazón de todo ser humano, con propuestas culturales de altísima calidad que nadie inteligente puede confundir con el folklore. Gozosa, contagiosa vivencia de la fe, de la esperanza y del amor. Y eso, en la España de hoy, desnortada, sistemáticamente manipulada, con los zafios y violentos del odio tolerado y alentado desde ciertas terminales mediáticas. Señor, perdónalos, aunque crean que sí saben lo que dicen y lo que hacen.
      Me quedo con el Evangelio de la vida y con la denuncia, sin tapujos ni complejos, de la incultura de la muerte. «Aquí no hay crisis de valores», decía un mocetón de Bérgamo, bajo el pentecostal aguacero de Cuatro Vientos, recio vendaval que llenó toda la casa.
      Me quedo con una Iglesia que no teme la búsqueda de la Verdad, sin adjetivos, porque tiene la respuesta; con unos chicos y chicas que han aprendido, sacrificadamente, a tener confianza en sí mismos y en Dios, sin Quien, como señaló el cardenalRylko«las cuentas no cuadran», y que están desengañados de un mundo indigente de verdadera y sólida esperanza, en el que las palabras, como dijo el Papa, sólo sirven para entretener.
      Me quedo, en fin, con unos jóvenes a los que el cardenal Rouco definió insuperablemente testigos de la alegría, y que dio el abrazo de despedida al Papa diciéndole: «Santo Padre, cuente con ellos».
      «Son sanos, transmiten alegría…», me comentaba un taxista.

Bueno; y ahora ¿qué?

      Ahora, como ayer y como siempre, Cristo. El Vicario de Cristo que se ha sentido muy bien en España, viene y se va. Cristo permanece. No os guardéis a Cristo para vosotros mismos.
      Ahora, el tiempo nuevo que tanto necesita España. Ahora, es cuando realmente comienza la JMJ, según el Papa,inolvidablearraigados y edificados en Cristo, firmes en la fe, para que todo no quede en fulgurantes fuegos artificiales. Preciosos, pero artificiales.
      Ahora, la palabra segura y permanente del Señor:
      Sin Mí no podéis hacer nada. (Ni en Madrid, ni en Río de Janeiro, ni en ninguna parte). No temáis. Yo estoy siempre con vosotros, hasta el final de los siglos…


“COMO A LOS DISCÍPULOS”, JESÚS NOS INVITA A TOMAR LA CRUZ


El Papa ayer durante el rezo del Ángelus

Queridos hermanos y hermanas:
En el Evangelio de hoy, Jesús explica a sus discípulos que tendrá que “ir a Jerusalén y sufrir mucho de parte de los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, y ser matado y resucitar al tercer día” (Mt 16,21). ¡Todo parece trastornarse en el corazón de los discípulos! ¿Cómo es posible que “el Cristo, el Hijo de Dios vivo” pueda sufrir hasta la muerte? El apóstol Pedro se rebela, no acepta este camino, toma la palabra y dice al maestro: “¡Lejos de ti, Señor! De ningún modo te sucederá eso” (v. 22).
Aparece evidente la divergencia ente el designio del amor del Padre, que llega hasta el don del Hijo Unigénito en la cruz para salvar a la humanidad, y las expectativas, los deseos y los proyectos de los discípulos. Y este contraste se repite también hoy: cuando la realización de la propia vida está orientada únicamente al éxito social, al bienestar físico y económico ya no se razona según la voluntad de Dios sino según los hombres (v.23). Pensar según el mundo es dejar aparte a Dios, no aceptar su designio de amor, es casi impedirle cumplir su sabia voluntad. Por eso Jesús le dice a Pedro una palabra particularmente dura: “¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Escándalo eres para mí!” (ibid). El Señor enseña que “el camino de los discípulos es un seguirle a Él, al Crucificado. Pero en los tres Evangelios, este seguirle en el signo de la cruz… como el camino del “perderse a sí mismo”, que es necesario para el hombre y sin el cual le resulta imposible encontrarse a sí mismo” (Jesús de Nazaret, Milán 2007, 337).
Como a los discípulos, también a nosotros Jesús nos dirige la invitación: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mt 16,24). El cristiano sigue al Señor cuando acepta con amor la propia cruz, a pesar de que a los ojos del mundo aparece como un fracaso y una “pérdida de la vida” (cf. Ibid. 25-26), sabiendo que no la lleva solo, sino con Jesús, compartiendo su mismo camino de donación. Escribe el Siervo de Dios Pablo VI: “Misteriosamente, el mismo Cristo, para erradicar del corazón del hombre el pecado de la presunción y manifestar al Padre una obediencia íntegra y filial, acepta… morir en una cruz” (Ex. Ap. Gaudete in Domino (9 mayo 1975), AAS 67, [1975], 300-301). Aceptando voluntariamente la muerte, Jesús lleva la cruz de todos los hombres y se convierte en fuente de salvación para toda la humanidad. San Cirilo de Jerusalén comenta: “La cruz victoriosa ha iluminado a quien estaba ciego por la ignorancia, ha liberado a quien era prisionero del pecado, ha llevado la redención a toda la humanidad” (Catechesis Illuminandorum XIII,1: de Christo crucifixo et sepulto: PG 33, 772 B).
Confiamos nuestra oración a la Virgen María y a San Agustín, de quien hoy se celebra la memoria litúrgica, para que cada uno de nosotros sepa seguir al Señor en el camino de la cruz y se deje transformar por la gracia divina, renovando el modo de pensar para poder “distinguir cuál la voluntad de Dios: lo que es bueno, lo agradable, lo perfecto” (Rom.12, 2).

8/26/11


CARGAR CON LA CRUZ


Monseñor Julián Ruiz Martorell

Pedro tiene claro que Jesús es el Mesías, el Salvador del mundo, el Hijo de Dios; pero no puede comprender que el Mesías tenga que recorrer los caminos del sufrimiento y el dolor. Por eso reacciona con fuerza, cuando Jesús empezó a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los senadores, sumos sacerdotes y letrados y que tenía que ser ejecutado. Pedro tuvo el atrevimiento de apartar a Jesús del grupo de los discípulos. Nos lo podemos imaginar llevándolo a un lugar donde nadie los pudiera escuchar, para, a continuación, comenzar a corregir a Jesús, a increparlo (dice el evangelio): — ¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte.
La respuesta de Jesús es contundente: — Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios.Jesús ha sido enviado por el Padre al mundo, para hacer presente el amor de Dios al que nace y al que muere, al que ríe y al que llora, al que trabaja y al que sueña. Y para cumplir esta misión ha de nacer y morir, reír y llorar, trabajar y soñar. Por otra parte, Jesús ha venido a mostrarnos el camino que nos conduce a Dios, a nuestra propia felicidad. El nos enseñó que ese camino se llama amor, se llama verdad, se llama justicia. Y cuando amamos, a veces sufrimos, cuando tratamos de defender la verdad y la justicia, en muchas ocasiones, toca pasarlo mal. Si Jesús se hubiera retirado al acercarse la cruz no hubiera cumplido su misión, nos hubiera mostrado el camino de la cobardía, de la mentira, del egoísmo.
Pedro no quiere que Jesús sufra. Es normal. Actúa con toda la buena fe. Jesús es su amigo del alma y además es el Mesías. Pedro hace como suelen hacer los padres y madres con los hijos: procuran evitarles cualquier mal rato y oímos decir: “que no sufran, que no tengan que pasar lo mismo que padecimos nosotros”. También tratamos de evitar el dolor a los amigos y solemos proponerles que tomen el camino más sencillo, más fácil. Cuando un matrimonio tiene dificultades abundan los que aconsejan a las primeras de cambio el divorcio. Cuando trabajamos en la parroquia, o en la asociación de vecinos o en cualquier otro compromiso y pasamos algún mal momento, no faltarán quienes que nos digan: - Déjalo, no te mates la cabeza, no seas tonto.
No cabe duda: es bueno evitar el sufrimiento a las personas que queremos. Sin embargo en algunas ocasiones no hacemos bien cuando tratamos de evitar a toda costa que nuestros seres queridos lo pasen mal. El dolor es necesario para crecer, para madurar, para comprender a los que sufren. Sin esfuerzo y sin lucha no hay vida verdadera. Así lo saben los padres y madres de familia, los misioneros, los deportistas... Lo que vale, cuesta, dice el refranero popular. Por eso, Jesús dice a Pedro y a sus discípulos: El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Si no asumimos la cruz tampoco cumpliremos nuestra misión y no podremos ser verdaderamente felices.
Este mensaje del evangelio choca frontalmente con la cultura dominante de nuestra sociedad, por eso es más necesario que nunca recordar las palabras del apóstol: no os ajustéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que agrada, lo perfecto.

ORACIÓN CON LA QUE EL PAPA CONSAGRÓ A LOS JÓVENES AL CORAZÓN DE JESÚS



En la vigilia del 20 de agosto de la JMJ 2011
***
Señor Jesucristo,
Hermano, Amigo y Redentor del hombre,
mira con amor a los jóvenes aquí reunidos
y abre para ellos la fuente eterna
de tu misericordia
que mana de tu Corazón abierto en la Cruz.
Dóciles a tu llamada,
han venido para estar contigo y adorarte.
Con ardiente plegaria
los consagro a tu Corazón
para que, arraigados y edificados en ti,
sean siempre tuyos, en la vida y en la muerte.
¡Que jamás se aparten de ti!
Otórgales un corazón semejante al tuyo,
manso y humilde,
para que escuchen siempre tu voz
y tus mandatos,
cumplan tu voluntad
y sean en medio del mundo
alabanza de tu gloria,
de modo que los hombres,
contemplando sus obras,
den gloria al Padre con quien vives,
feliz para siempre,
en la unidad del Espíritu Santo
por los siglos de los siglos.
Amén.

8/25/11


A la sombra de Cristo




Pablo Cabellos Llorente

Desde sus primeras intervenciones, el Santo Padre ha dejado claro que el verdadero árbol, el de la Vida que sana esta vida… es Jesús de Nazaret o, si se quiere, es el árbol de la cruz en el que estuvo clavada la salvación del mundo

      Reiteradamente afirmó san Josemaría que le gustaba plantar árboles, cuya sombra disfrutasen generaciones futuras. Por varios motivos, he recordado esta idea durante la estancia del Papa en España. En primer lugar porque es un hombre de ochenta y cuatro años que lógicamente planta para un futuro que, en buena medida, no será el suyo. También lo he recordado, con el mismo simbolismo, en el olivo plantado en la Puerta de Alcalá y en el árbol presente en el escenario de Cibeles. Es asentar el futuro por amor a Dios, a las gentes todas que poblamos el mundo.
      Pero el árbol capital es Cristo. Desde sus primeras intervenciones, ha dejado claro que el verdadero árbol, el de la Vida que sana esta vida, el de los frutos imperecederos, el que sombrea las verdes praderas en que nos hace recostar —según palabras de la Escritura— es Jesús de Nazaret o, si se quiere, es el árbol de la cruz en el que estuvo clavada la salvación del mundo, como recuerda la liturgia del Viernes Santo o tal como lo escuchamos en latín tras cada estación del Vía Crucis de la Castellana.
      Aunque escribo sin finalizar la JMJ, la invitación a radicarse en Cristo está siendo constante desde el principio. En Barajas definía así el motivo de su viaje: «Llego como Sucesor de Pedro para confirmar a todos en la fe, viviendo unos días de intensa actividad pastoral para anunciar que Jesucristo es el Camino, la Verdad y la Vida. Para impulsar el compromiso de construir el Reino de Dios en el mundo, entre nosotros. Para exhortar a los jóvenes a encontrarse personalmente con Cristo Amigo y así, radicados en su Persona, convertirse en sus fieles seguidores y valerosos testigos».
      También el Reino de Dios es comparado en el Evangelio a una pequeña semilla que va convirtiéndose en árbol frondoso, cobijo de aves y hombres. Ese árbol de la vida es la Iglesia, que nos alimenta con la oración, los sacramentos, el dolor asumido como parte de la Cruz liberadora, sea en los grandes males que padece el mundo, sobre todo el pecado, resumen de muchos de ellos —como se recordó particularmente en el piadoso Vía Crucis—, sea también en los sucesos más ordinarios de nuestra vida, dando sentido al trabajo, a las pequeñas contrariedades, a los dolores habituales, a todo.
      De otro modo, volvía en la recepción de Cibeles al mismo argumento: «Queridos amigos: sed prudentes y sabios, edificad vuestras vidas sobre el cimiento firme que es Cristo. Esta sabiduría y prudencia guiará vuestros pasos, nada os hará temblar y en vuestro corazón reinará la paz. Entonces seréis bienaventurados, dichosos, y vuestra alegría contagiará a los demás. Se preguntarán por el secreto de vuestra vida y descubrirán que la roca que sostiene todo el edificio y sobre la que se asienta toda vuestra existencia es la persona misma de Cristo, vuestro amigo, hermano y Señor, el Hijo de Dios hecho hombre, que da consistencia a todo el universo».
      Así, insistía reiterativamente en la esencia del cristianismo, que no es una teoría, sino el seguimiento e identificación con una Persona: Cristo, el Dios hecho hombre para dar sentido a todo nuestro caminar terreno y permitirnos alcanzar la vida futura. Ha hecho referencias al sacramento de la Confesión —la maravilla de un Dios que perdona— porque ninguno somos perfectos ni impecables. Necesitamos redescubrir a Dios en la confesión personal, auricular y secreta.
      El Papa habló en conceptos substanciosos a sus "colegas", siempre con la misma partitura, adecuada a sus oyentes:«Sabemos que cuando la sola utilidad y el pragmatismo inmediato se erigen como criterio principal, las pérdidas pueden ser dramáticas: desde los abusos de una ciencia sin límites, más allá de ella misma, hasta el totalitarismo político que se aviva fácilmente cuando se elimina toda referencia superior al mero cálculo de poder. En cambio, la genuina idea de Universidad es precisamente lo que nos preserva de esa visión reduccionista y sesgada de lo humano». No en vano la fe cristiana creó las universidades buscando una verdad que siempre acaba enraizándose en el Logos, la Verdad creadora de cuanto ha sido hecho y la Palabra que se hace carne por amor al hombre. En Cristo, afirmará san Pablo están todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia. Por eso, jamás puede haber oposición alguna entre razón y fe, se requieren y potencian mutuamente.
      En la Misa con los seminaristas se expresaba así: «El cuerpo desgarrado y la sangre vertida de Cristo, es decir su libertad entregada, se han convertido por los signos eucarísticos en la nueva fuente de la libertad redimida de los hombres. En Él tenemos la promesa de una redención definitiva y la esperanza cierta de los bienes futuros. Por Cristo sabemos que no somos caminantes hacia el abismo, hacia el silencio de la nada o de la muerte, sino viajeros hacia una tierra de promisión, hacia Él que es nuestra meta y también nuestro principio».
      Un Papa que se marchó contento de España porque pudo sembrar mucho, estar muy acompañado y vivir la más grande manifestación de fe contemplada.