1/31/12


Serenidad y compromiso


El cristiano, además de ponerse en las manos de Otro, acepta el sentido de la vida y con ello, se muestra conforme, hecho a la forma de, tolerante y paciente ante las adversidades, que está dispuesto a afrontar

      No sólo el comienzo del año, sino cualquier momento es bueno para examinar nuestra actitud ante el futuro. Lo hace Spaemann en el último capítulo de su libro Ética: Cuestiones fundamentales, a modo de conclusión.

El respeto al destino, actitud de sabios

      ¿Por qué la Ética (reflexión práctica) se interesa por el destino, siendo así que no depende de nosotros? El hecho, aduce Spaemann, es que muchos pensadores de todos los tiempos se lo plantean, por ejemplo Hegel«El principio de la ciencia moral es el respeto que debemos tener al destino».
      Esto es así, señala Spaemann, ante todo porque cada uno somos responsables de nuestro comportamiento. “No” somos libres para relacionarnos o no con la realidad, y ello dentro de un marco de condiciones exteriores e interiores: nuestro modo de ser, naturaleza y biografía. «No sólo la realidad es como es, sin nosotros, sino que, en alguna medida, nosotros mismo somos como somos sin poderlo modificar». A esto se añade que nuestra actividad influye también en el destino de los demás. Entonces, ¿en qué sentido somos responsables? ¿Cómo se puede actuar correctamente? ¿Y cómo se puede educar para la acción?
      Por un lado, explica el filósofo alemán, siempre podemos hacer algo significativo y razonable de acuerdo con lo que es posible. Al mismo tiempo, cada acto (cada palabra, gesto, lectura, omisión…) modifica de alguna manera las condiciones, el marco en que se desarrolla la acción. De ahí que no vale excusarse diciendo “es que yo soy así”, pues ese “ser así” va siendo configurado indirectamente por nuestras acciones.

Dos actitudes equivocadas ante el futuro: fanatismo, cinismo

      En consecuencia, según Spaemann, se requiere un cierto grado de desprendimiento de sí mismo y además, asumir una actitud adecuada. Ante el destino, señala, caben tres actitudes que llama: fanatismo, cinismo y serenidad.
      «El fanático es aquel que está afincado en la idea de no existe más sentido que el que nosotros damos y ponemos». Es decir, se niega a aceptar la hegemonía del destino, y puede llegar a prender fuego al mundo para que se cumpla la justicia.«Fanático es el revolucionario que no reconoce límites morales a su proceder, porque parte de la idea de que sólo gracias a éste adquiere sentido el mundo».
      En cambio, es la crítica del autor, el punto de vista moral arranca de que «el sentido está ya ahí, precisamente en la existencia de cada hombre», pues de lo contrario serían vanos todos los esfuerzos para crearlo.
      Por el contrario, «el cínico no adopta el partido del sentido contra la realidad, sino el de la realidad contra el sentido; renuncia al sentido. Considera la acción bajo el aspecto del acontecer mecánico». (Cabría resumir su actitud diciendo: “Es lo que hay”).
      Ambos, el fanático y el cínico, creen en el derecho del más fuerte y niegan el sentido que la realidad que rodea nuestras acciones tengan sentido. El fanático busca un sentido, y quizá se le puede explicar. Al cínico o al escéptico radical, no se les puede abordar con argumentos; se les puede ayudar haciéndoles experimentar los valores por medio del amor. Mientras tanto, en caso de que dañen a otros, se les debe combatir.
      (Una actitud menos radical que la del cínico es la del cansancio de la vida, producido por el esfuerzo y los fracasos, pues sin una “gran esperanza” no hay suficiente luz ni fuerza para continuar actuando en busca de la verdad, el amor y el bien. De ello se ocupa Benedicto XVI en la encíclica Spe salvi, n. 35).

Serenidad, aceptación y compromiso

      La serenidad es la actitud razonable ante el destino. Es la actitud del que «acepta voluntariamente, como un límite lleno de sentido, lo que él no puede cambiar». Como no podemos cambiarlo, lo mejor es que lo aceptemos, pues de otra manera no cabe la aceptación de sí mismo. Esto lo llevaron al extremo los estoicos, proponiendo la apatía (la ausencia de dolor y de pasión, incluyendo la compasión) como actitud fundamental.
      Pero esto, como bien critica Spaemann, suprime una actitud decisiva de la actividad humana: la dimensión del compromiso apasionado. Y así es una contradicción con el pensamiento estoico, que quería aceptar la naturaleza, siendo así que las pasiones pertenecen a la naturaleza del hombre.
      Además, apunta con agudeza, «sólo el que actúa comprometido de verdad puede dar fe de los límites de lo posible. Si capitula ante lo imposible, él sabe que efectivamente era imposible». Esto hace que su capitulación sea más dolorosa que la de los estoicos, pues renuncia a algo con lo que está efectivamente encariñado. Pero al mismo tiempo sólo el que se compromete y actúa en consecuencia, es el verdadero realista; el que no se compromete desconoce los límites de lo posible, y por tanto de la realidad. Por eso lo que el cristianismo llama “resignación” es muy diferente de la cobardía, de la comodidad o del fatalismo.

Apertura a la transcendencia

      En consecuencia, sólo el que vive la serenidad y el compromiso se abre a la trascendencia. (En efecto, el cristiano, además de ponerse en las manos de Otro, acepta el sentido de la vida y con ello, se muestra conforme, hecho a la forma de, tolerante y paciente ante las adversidades, que está dispuesto a afrontar).
      Spaemann subraya cómo Cristo mismo rogó por su propia vida añadiendo: «…no se haga mi voluntad sino la tuya». Y sostiene que la confianza en que al final el bien se impone, no es exclusiva de la fe, sino que «es el núcleo de la filosofía de la historia de KantFichteHegel o incluso Marx». Cabría evocar la reflexión de San Pablopara los que aman a Dios, todas las cosas —incluso los aparentes fracasos— cooperan al bien (cf. Rm 8, 28).

Ayudar a valorar la vida

      Lo importante, en definitiva, es que la persona serena actúa con aceptación incluso de sus posibles fracasos, pues sabe que no es su actividad la que da sentido al mundo; y a la vez con firmeza y decisión, pues sabe que el mundo no es malo en general, y que vale la pena vivir. Por eso ha de darse también la amistad entre las generaciones. Los mayores deben«introducir a los jóvenes en su mundo de valores hasta que puedan comprenderlo». Y «los jóvenes sólo pueden actuar con sentido si se sitúan en una relación positiva con la realidad inacabada con que se encuentran».
      Todos podemos y debemos contribuir a que los demás acepten con serenidad su destino. ¿Cómo? Creando condiciones de trabajo, cultura, sanidad y bienestar material y espiritual, que les animen a descubrir que merece la pena vivir.
      La felicidad (la relativa felicidad que podemos encontrar en nuestra vida) implica la serenidad y el compromiso, y se comunica con alegría. Aunque Spaemann no la recoge, aquí vendría bien aquella antigua oración cristiana, anónima, de inequívoco sabor agustiniano: «Que Dios me conceda serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, valentía para cambiar las que sí puedo, y sabiduría para ver la diferencia».

1/30/12


Cómo educar en la justicia y la paz

Felipe Arizmendi Esquivel

HECHOS
Muchos jóvenes atrapados por las drogas, el alcohol y el negocio millonario del narcotráfico, provienen de familias desintegradas. Varios malvivientes, secuestradores y violadores, no han vivido un hogar gratificante, sino que han padecido violencia intrafamiliar, irresponsabilidad o agresión de un padre acomplejado. Adolescentes y jóvenes que se suicidan, o que lo intentan, no encuentran entre los suyos un ambiente que les inspire confianza y seguridad, sino sólo reproches, incomprensiones y amenazas. Quienes de noche y a escondidas se dedican agrafitear paredes y edificios, expresan de esa forma no sólo su inconformidad con la sociedad, sino también su soledad existencial, su frustración ante la vida; dibujar simbolismos en casas ajenas, les da valor y les hace sentir importantes. Los que integran pandillas violentas, construyen otro tipo de familia con quienes sufren las mismas carencias; sólo así se acompañan, se defienden, se dan cariño, se consuelan mutuamente, se sienten fuertes, grandes y poderosos; sólo así sobreviven. Es una señal clara de que no han gozado de amor, serenidad, paz y armonía en su hogar. ¡Cuántas carencias afectivas han padecido! Gritan su sed de amor.
CRITERIOS
El papa Benedicto XVI, en su mensaje de este año para la Jornada Mundial de la Paz, nos hace reflexionar sobre la necesidad de educar a los jóvenes, para que sean constructores de justicia y de paz, desde la familia:“¿Cuáles son los lugares donde madura una verdadera educación en la paz y en la justicia? Ante todo la familia, puesto que los padres son los primeros educadores. La familia es la célula originaria de la sociedad. En la familia es donde los hijos aprenden los valores humanos y cristianos que permiten una convivencia constructiva y pacífica. En la familia es donde se aprende la solidaridad entre las generaciones, el respeto de las reglas, el perdón y la acogida del otro. Ella es la primera escuela donde se recibe educación para la justicia y la paz.
Vivimos en un mundo en el que la familia, y también la misma vida, se ven constantemente amenazadas y, a veces, destrozadas. Unas condiciones de trabajo a menudo poco conciliables con las responsabilidades familiares, la preocupación por el futuro, los ritmos de vida frenéticos, la emigración en busca de un sustento adecuado, cuando no de la simple supervivencia, acaban por hacer difícil la posibilidad de asegurar a los hijos uno de los bienes más preciosos: la presencia de los padres; una presencia que les permita cada vez más compartir el camino con ellos, para poder transmitirles esa experiencia y cúmulo de certezas que se adquieren con los años, y que sólo se pueden comunicar pasando juntos el tiempo. Deseo decir a los padres que no se desanimen. Que exhorten con el ejemplo de su vida a los hijos a que pongan la esperanza ante todo en Dios, el único del que mana justicia y paz auténtica”.
PROPUESTAS
Padres de familia: Es de primera importancia salir a buscar el pan de cada día; pero es más importante organizarse para estar juntos, platicar, compartir experiencias, descansar, ver la tele, salir a dar la vuelta, leer y comentar algo, ir en familia a Misa, hacer una oración al tomar los alimentos y en otras ocasiones. Hay que facilitar espacios en casa para que las amistades de sus hijos lleguen a estudiar y a divertirse juntos, cerca de ustedes, y no tengan que refugiarse en lugares indebidos.
Maestros, educadores, agentes de pastoral: Démonos tiempo para escuchar a los adolescentes y jóvenes, no sólo regañarles y exigirles. Como muchos no tienen en su familia quien les preste atención, abramos el corazón a sus inquietudes, dudas y dolores. Analicemos sus propuestas y peticiones. Acerquémosles a Jesucristo, el Amigo que no falla.
Legisladores y comunicadores: En vez de desprestigiar y destruir la familia tradicional, permanente y fiel entre un hombre y una mujer, alienten su estabilidad. No presenten el adulterio como normal. Si abogan por un pretendido derecho a matar en el seno materno, son también responsables del desprecio a la vida en cualquiera de sus etapas.

1/29/12


PARA DIOS, 

LA AUTORIDAD SIGNIFICA SERVICIO



Palabras del papa en el Ángelus

¡Queridos hermanos y hermanas!
El Evangelio de este domingo (Mc 1,21-28) nos presenta a Jesús que, en el sábado, predica en la sinagoga de Cafarnaún, la pequeña ciudad sobre el lago de Galilea donde habitaban Pedro y su hermano Andrés. A su enseñanza, que despierta la admiración de la gente, sigue la liberación de "un hombre poseído por un espíritu inmundo" (v. 23), que reconoce en Jesús "al santo de Dios", es decir al Mesías. En poco tiempo, su fama se extendió por toda la región, que Él recorre anunciando el Reino de Dios y curando a los enfermos de todo tipo: palabra y acción. San Juan Crisóstomo nos hace ver cómo el Señor "alterna el discurso en beneficio de los oyentes, en un proceso que va de los prodigios a las palabras y pasando de nuevo de la enseñanza de su doctrina a los milagros" (Hom. in Matthæum 25, 1: PG 57, 328).
La palabra que Jesús dirige a los hombres abre inmediatamente el acceso a la voluntad del Padre y a la verdad propia. No les sucedía así, sin embargo, a los escribas, que debían esforzarse en interpretar las Sagradas Escrituras con innumerables reflexiones. Además, a la eficacia de la palabra, Jesús unía la de los signos de liberación del mal. San Atanasio observa que "mandar sobre los demonios y expulsarlos no es obra humana sino divina"; de hecho, el Señor “alejaba de los hombres todos los males y las enfermedades. ¿Quién, viendo su poder... hubiera podido aún dudar que Él fuese el Hijo, la sabiduría y la potencia de Dios?” (Oratio de Incarnatione Verbi 18.19: PG 25, 128 BC.129 B). La autoridad divina no es una fuerza de la naturaleza. Es el poder del amor de Dios que crea el universo y, encarnándose en el Hijo unigénito, abajándose a nuestra humanidad, sana al mundo corrompido por el pecado. Romano Guardini escribe: "Toda la vida de Jesús es una traducción del poder en la humildad ... es la soberanía que se abaja a la forma de siervo" (Il Potere, Brescia 1999, 141.142).
A menudo, para el hombre la autoridad significa posesión, poder, dominio, éxito. Para Dios, en cambio, la autoridad significa servicio, humildad, amor; significa entrar en la lógica de Jesús que se inclina para lavar los pies de los discípulos (cf. Jn. 13,5), que busca el verdadero bien del hombre, que cura las heridas, que es capaz de un amor tan grande como para dar la vida, porque es Amor. En una de sus Cartas, Santa Catalina de Siena dice: "Es necesario que veamos y conozcamos, en realidad, con la luz de la fe, que Dios es el amor supremo y eterno, y no se puede desear otra cosa que no sea nuestro bien" (Ep. 13 en: Le Lettere, vol. 3, Bologna 1999, 206.).
Queridos amigos, el próximo 2 de febrero, celebraremos la fiesta de la Presentación del Señor en el Templo y la Jornada Mundial de la Vida Consagrada. Invoquemos con confianza a María Santísima, para que guíe nuestros corazones a alimentarse siempre de la misericordia divina, que libera y sana nuestra humanidad, colmándola de toda gracia y benevolencia con el poder del amor.

1/27/12


LLAMADOS A HACER RESPLANDECER LA PALABRA DE VERDAD


Mensaje Papal a la Jornada Misionera Mundial

Queridos hermanos y hermanas:
La celebración de la Jornada Misionera Mundial de este año se carga de un significado especial. La celebración del 50 aniversario del Decreto conciliar Ad Gentes, la apertura del Año de la Fe y el Sínodo de los Obispos sobre la Nueva Evangelización, contribuyen a reafirmar la voluntad de la Iglesiade empeñarse con mayor valor y celo en la missio ad gentes para que el Evangelio llegue hasta los extremos confines de la tierra.

El Concilio Ecuménico Vaticano II, con la participación de los obispos provenientes de cada ángulo de la tierra, fue un signo luminoso de la universalidad de la Iglesia, acogiendo, por primera vez, tan alto número de padres conciliares procedentes de Asia, África, América Latina y Oceanía. Obispos misioneros y obispos autóctonos, pastores de comunidades dispersas entre poblaciones no cristianas, que llevaban a la sede conciliar la imagen de una Iglesia presente en todos los continentes y que se hacían intérpretes de las complejas realidades del entonces llamado "Tercer Mundo". Enriquecidos por la experiencia derivada de ser pastores de Iglesias jóvenes y en vía de formación, animados por la pasión de la difusión del Reino de Dios, contribuyeron de manera relevante a reafirmar la necesidad y la urgencia de la evangelizaciónad gentes, y de esta manera llevar al centro de la eclesiología la naturaleza misionera de la Iglesia.
Eclesiología misionera
Hoy esta visión no ha disminuido, al contrario, ha experimentado una fructífera reflexión teológica y pastoral, y, al mismo tiempo, vuelve con renovada urgencia, ya que se ha expandido enormemente el número de aquellos que aún no conocen a Cristo: "Los hombres que esperan a Cristo son todavía un número inmenso", comentó el beato Juan Pablo II en su encíclicaRedemptoris Missio sobre la validez del mandato misionero, y agregaba: "No podemos permanecer tranquilos, pensando en los millones de hermanos y hermanas, redimidos también por la Sangre de Cristo, que viven sin conocer del amor de Dios" (n. 86). Yo, también, en la proclamación del Año de la Fe, escribí que Cristo "ahora como entonces, nos envía por los caminos del mundo para proclamar su Evangelio a todos los pueblos de la tierra" (Carta Apostólica Porta Fidei, 7); proclamación, que, expresó también el siervo de Dios Pablo VI en su exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi, "no es para la Iglesia una aportación facultativa: es el deber que le incumbe, por mandato del Señor Jesús, para que los hombres crean y se salven. Sí, este mensaje es necesario. Es único. De ningún modo podría ser reemplazado" (n. 5). Necesitamos por tanto recuperar el mismo fervor apostólico de las primeras comunidades cristianas, que, pequeñas e indefensas, fueron capaces, a través de su anuncio y testimonio, de difundir el Evangelio en todo el mundo entonces conocido.
No sorprende, por tanto, que el Concilio Vaticano II y el posterior Magisterio de la Iglesia insistan de modo especial en el mandato misionero que Cristo confiaó a sus discípulos y que debe ser un compromiso de todo el Pueblo de Dios, obispos, sacerdotes, diáconos, religiosos, religiosas, laicos. El cuidado de anunciar el Evangelio en todas las partes de la tierra pertenece principalmente a los obispos, principales responsables de la evangelización del mundo, ya sea como miembros del colegio episcopal, o como pastores de las iglesias particulares. Ellos, efectivamente, "han sido consagrados no sólo para una diócesis, sino para la salvación de todo el mundo" (Juan Pablo II, carta encíclica Redemptoris Missio, 63), "mensajeros de la fe, que llevan nuevos discípulos a Cristo" (Ad Gentes, 20) y hacen "visible el espíritu y el ardor misionero del Pueblo de Dios, de manera que toda la diócesis se hace misionera"(ibid., 38).
La prioridad de la evangelización
El mandato de predicar el Evangelio no se agota, por lo tanto, para un pastor, en la atención hacia la parte del Pueblo de Dios confiada a su cuidado pastoral, ni en el envío de algún sacerdote, laico o laica fidei donum. Este debe implicar toda la actividad de la Iglesia particular, todos sus sectores, en breve, todo su ser y su actuar. El Concilio Vaticano II lo indicó con claridad y el Magisterio posterior lo confirmó con fuerza. Esto exige adecuar constantemente estilos de vida, planes pastorales y organización diocesana a esta dimensión fundamental de ser Iglesia, especialmente en nuestro mundo en continuo cambio. Y esto vale también para los Institutos de Vida Consagrada e las Sociedades de Vida Apostólica, como también para los Movimientos eclesiales: todos los componentes del grande mosaico de la Iglesia deben sentirse fuertemente interpelados por el mandato del Señor de predicar el Evangelio, para que Cristo sea anunciado en todas partes. Nosotros los pastores, los religiosos, las religiosas y todos los fieles en Cristo, debemos seguir las huellas del apóstol Pablo, quien, "prisionero de Cristo por los paganos" (Ef. 3, 1), trabajó, sufrió y luchó para llevar el Evangelio en medio de los paganos (cfr Ef 1,24-29) sin ahorrar energías, tiempo y medios para dar a conocer el Mensaje de Cristo.
Incluso hoy, la misión ad gentes debe ser el horizonte constante y el paradigma de toda actividad eclesial, porque la misma identidad de la Iglesia está constituida por la fe en el Misterio de Dios, que se ha revelado en Cristo para traernos la salvación, y por la misión de testimoniarlo y anunciarlo al mundo, hasta su retorno. Como san Pablo, debemos estar atentos a los lejanos, aquellos que no conocen todavía a Cristo y no han experimentado la paternidad de Dios, con la conciencia de que "la cooperación misionera se debe ampliar hoy a nuevas formas incluyendo no sólo la ayuda económica, sino también la participación directa en la evangelización" (Juan Pablo II, carta encíclica Redemptoris Missio, 82). La celebración del Año de la Fe y del Sínodo de los Obispos sobre la nueva evangelización serán ocasiones propicias para un relanzamiento de la cooperación misionera, sobre todo en esta segunda dimensión.
Fe y anuncio
El afán de anunciar a Cristo nos impulsa también a leer la historia para discernir en ella los problemas, aspiraciones y esperanzas de la humanidad, que Cristo debe sanar, purificar y llenar de su presencia. Su Mensaje, en efecto, es siempre actual, entra en el corazón mismo de la historia y es capaz de dar respuesta a las inquietudes más profundas de cada hombre. Por esto la Iglesia, en todos sus integrantes, debe ser consciente que "los inmensos horizontes de la misión eclesial, la complejidad de la situación presente exigen hoy modos renovados para poder comunicar eficazmente la Palabra de Dios" (Benedicto XVI, exhortación apostólica postsinodalVerbum Domini, 97). Esto exige, sobre todo, una renovada adhesión de fe personal y comunitaria al Evangelio de Jesucristo, "en un momento de cambio profundo como el que la humanidad está viviendo" (Carta Apostólica Porta fidei 8).
Uno de los obstáculos al impulso de la evangelización, de hecho, es la crisis de fe, no sólo del mundo occidental, sino de gran parte de la humanidad, que sin embargo tiene hambre y sed de Dios y debe ser invitada y conducida al pan de vida y al agua viva, como la samaritana que va al pozo de Jacob y conversa con Cristo. Como cuenta el evangelista Juan, la peripecia de esta mujer es particularmente significativa (Cf. Jn. 4,1-30): encuentra a Jesús que le pide de beber, luego le habla de una agua nueva, capaz de saciar la sed para siempre. La mujer al principio no comprende, se queda en el nivel material, pero lentamente es conducida por el Señor a realizar un camino de fe que la lleva a reconocerlo como el Mesías. Y a este respecto san Agustín afirma: “tras haber acogido en el corazón a Cristo Señor, ¿qué otra cosa habría podido hacer [esta mujer] si no abandonar el ánfora y correr a anunciar la buena noticia?” (Homilía 15,30). El encuentro con Cristo como Persona viva que colma la sed del corazón no puede sino llevar al deseo de compartir con otros la alegría de esta presencia y hacerlo conocer para que todos la puedan experimentar. Es necesario renovar el entusiasmo de comunicar la fe para promover una nueva evangelización de las comunidades y de los países de antigua tradición cristiana, que están perdiendo la referencia a Dios, de forma que se pueda redescubrir la alegría de creer. La preocupación de evangelizar no debe quedar nunca al margen de la actividad eclesial y de la vida personal del cristiano, sino caracterizarla fuertemente, en la conciencia de ser destinatarios y, al mismo tiempo, misioneros del Evangelio. El punto central del anuncio sigue siendo el mismo: el Kerigma del Cristo muerto y resucitado para la salvación del mundo, elKerigma del amor de Dios absoluto y total para cada hombre y para cada mujer, culminado en el envío del Hijo eterno y unigénito, el Señor Jesús, el cual no desdeñó asumir la pobreza de nuestra naturaleza humana, amándola y rescatándola, por medio de la oferta de sí en la cruz, del pecado y de la muerte.
La fe en Dios, en este designio de amor realizado en Cristo, es ante todo un don y un misterio que hay que acoger en el corazón y en la vida y del que hay que dar gracias siempre al Señor. Pero la fe es un don que nos ha sido dado para que sea compartido; es un talento recibido para que dé fruto; es una luz que no debe quedar escondida, sino iluminar toda la casa. Es el don más importante que se nos ha hecho en nuestra existencia y que no podemos retener para nosotros mismos.
El anuncio se hace caridad
¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!, decía el apóstol Pablo (1 Cor. 9:16). Esta palabra resuena con fuerza para cada cristiano y para cada comunidad cristiana en todos los continentes. También para las Iglesias en los territorios de misión, Iglesias en su mayoría jóvenes, a menudo de reciente fundación, el ser misioneras se ha convertido en una dimensión connatural, incluso si ellas mismas aún necesitan misioneros. Muchos sacerdotes, religiosos y religiosas, de todas partes del mundo, numerosos laicos y hasta familias enteras dejan los propios países, sus comunidades locales y se van a otras Iglesias para testimoniar y anunciar el Nombre de Cristo, en el cual la humanidad encuentra la salvación. Es una expresión de profunda comunión, compartir y caridad entre las Iglesias, para que todo hombre pueda escuchar o volver a escuchar el anuncio que resana y acercarse a los Sacramentos, fuente de la verdadera vida.
Junto a este gran signo de fe que se transforma en caridad, recuerdo y agradezco a las Obras Misionales Pontificias, instrumento para la cooperación en la misión universal de la Iglesia en el mundo. Por medio de sus acciones el anuncio del Evangelio se hace también intervención en ayuda del prójimo, justicia hacia los más pobres, posibilidad de educación en las más perdidas aldeas, asistencia médica en lugares remotos, emancipación de la miseria, rehabilitación de quien está marginado, apoyo al desarrollo de los pueblos, superación de las divisiones étnicas, respeto a la vida en cada una de sus etapas.
Queridos hermanos y hermanas, invoco sobre la obra de la evangelización ad gentes, y en particular sobre sus agentes, la efusión del Espíritu Santo, para que la gracia de Dios la haga caminar más decididamente en la historia del mundo. Con el beato John Henry Newman querría orar: "Acompaña, oh Señor, a tus misioneros en las tierras por evangelizar, pon las palabras justas en sus labios, haz fructífera su fatiga". Que la Virgen María, Madre de la Iglesia y Estrella de la evangelización, acompañe a todos los misioneros del Evangelio.
Vaticano, 6 Enero 2012, Solemnidad de la Epifanía del Señor
Benedictus PP. XVI

EL EMPEÑO ACTIVO POR LA UNIDAD ES UN DEBER Y UNA RESPONSABILIDAD


El papa en la celebración ecuménica de Vísperas en San Pablo Extramuros

¡Queridos hermanos y hermanas!
Con gran gozo dirijo mi cordial saludo a todos ustedes que se han reunido en esta basílica en la fiesta litúrgica de la Conversión de San Pablo, para dar por concluida la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, en este año en que celebraremos el quincuagésimo aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II, que por cierto el beato Juan XXIII anunció en esta basílica el 25 de enero de 1959. El tema ofrecido para nuestra meditación en la semana de oración que hoy concluimos es: "Todos seremos transformados por la victoria de Jesucristo, nuestro Señor" (cf. 1 Cor 15,51-58).
El significado de esta misteriosa transformación, de la que habla la segunda lectura breve de esta tarde, se nos muestra de forma admirable en la historia personal de san Pablo. Tras el evento extraordinario que sucedió en el camino de Damasco, Saulo, quien se distinguía por el celo con que perseguía a la Iglesia naciente, fue transformado en un apóstol incansable del evangelio de Jesucristo. En la historia de este extraordinario evangelizador, es claro que tal transformación no es el resultado de una larga reflexión interior y menos el resultado de un esfuerzo personal. Es, ante todo, obra de la gracia de Dios que ha actuado conforme a sus inescrutables caminos. Por esto Pablo, escribiendo a la comunidad de Corinto unos años después de su conversión, dice, como hemos escuchado en la primera lectura de estas Vísperas: "Mas, por la gracia de Dios, soy lo que soy; y la gracia de Dios no ha sido estéril en mí." (I Corintios 15:10). Por otra parte, examinando cuidadosamente la historia de san Pablo, se comprende cómo la transformación que ha experimentado en su vida no se limita al plano ético --como una conversión de la inmoralidad a la moralidad--, ni al nivel intelectual --como cambio del propio modo de entender la realidad--, sino más bien se trata de una renovación radical de su ser, similar en muchos aspectos a un renacimiento. Tal transformación tiene su base en la participación en el misterio de la muerte y resurrección de Jesucristo, y se presenta como un proceso gradual de configuración con Él. A la luz de esta conciencia, san Pablo, cuando luego sea llamado a defender la legitimidad de su vocación apostólica y del evangelio por él anunciado, dirá: "Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Esta vida en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Gal 2,20).
La experiencia personal vivida por san Pablo le permite esperar con una fundada esperanza, el cumplimiento de este misterio de transformación, que abarcará a todos los que creyeron en Jesucristo y también a toda la humanidad y a toda la creación. En la segunda lectura breve que se proclamó esta tarde, san Pablo, después de desarrollar una larga argumentación para fortalecer en los fieles la esperanza de la resurrección, utilizando las imágenes tradicionales de la literatura apocalíptica de su tiempo, describe en unas pocas líneas el gran día del juicio final, en el que se cumple el destino de la humanidad: "En un instante, en un pestañear de ojos, al toque de la trompeta final... los muertos resucitarán incorruptibles y nosotros seremos transformados" (1 Cor 15,52). Ese día, todos los creyentes serán conformados con Cristo y todo lo que es corruptible será transformado por su gloria: "Es necesario que este ser corruptible se vista de incorruptibilidad; y que este ser mortal se revista de inmortalidad" (v. 15, 53). Entonces el triunfo de Cristo será finalmente completo, porque –nos dice todavía san Pablo mostrando cómo las antiguas profecías de las escrituras se cumplen--, la muerte será vencida definitivamente, y con ella, el pecado que la hizo entrar en el mundo y la Ley que fija el pecado sin dar la fuerza de vencerlo: "La muerte ha sido devorada en la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? El aguijón de la muerte es el pecado; y la fuerza del pecado, la Ley" (vv. 54-56). San Pablo nos dice, por lo tanto, que cada hombre, a través del bautismo en la muerte y resurrección de Cristo, participa de la victoria de Aquel que venció primero a la muerte, comenzando un camino de transformación que se manifiesta a partir de ahora en una novedad de vida y que alcanzará su plenitud al final de los tiempos.
Es muy significativo que el pasaje termine con un acción de gracias: "¡Gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo!" (V. 57). El canto de victoria sobre la muerte se transforma en un canto de agradecimiento elevado al vencedor. También nosotros esta tarde, celebrando las alabanzas vespertinas a Dios, queremos unir nuestras voces, nuestras mentes y corazones a este himno de acción de gracias por lo que la gracia de Dios ha hecho en el Apóstol de los gentiles y por el admirable plan de salvación que Dios Padre cumple en nosotros por medio de nuestro Señor Jesucristo. Al levantar nuestra oración, confiamos en ser transformados y conformados a imagen de Cristo. Esto es particularmente cierto en la oración por la unidad de los cristianos. De hecho, cuando imploramos el don de la unidad de los discípulos de Cristo, hacemos nuestro el deseo expresado por Jesucristo en la oración al Padre, la víspera de su pasión y muerte: "Que todos sean uno" (Jn 17,21). Por esta razón, la oración por la unidad de los cristianos no es otra cosa que la participación en la realización del proyecto divino para la Iglesia, y el compromiso activo para el restablecimiento de la unidad es un deber y una gran responsabilidad para todos.
Aún experimentando en estos días la dolorosa situación de la división, los cristianos podemos y debemos mirar el futuro con esperanza, ya que la victoria de Cristo significa la superación de todo lo que nos impide compartir la plenitud de la vida con Él y con los demás. La resurrección de Jesucristo confirma que la bondad de Dios vence al mal, el amor a la muerte. Él nos acompaña en la lucha contra el poder destructivo del pecado que daña a la humanidad y a toda la creación. La presencia de Cristo resucitado nos llama a todos los cristianos a actuar juntos en la causa del bien. Unidos en Cristo, estamos llamados a compartir su misión, que es traer esperanza donde domina la injusticia, el odio y la desesperación. Nuestras divisiones hacen menos luminoso nuestro testimonio de Cristo. La meta de la plena unidad, que esperamos con activa esperanza y por la cual oramos con confianza, es una victoria no secundaria, sino importante para el bien de la familia humana.
En la cultura hoy dominante, la idea de la victoria se asocia a menudo con un éxito inmediato. En la óptica cristiana, sin embargo, la victoria es un largo y, a los ojos de nosotros los hombres, no siempre lineal proceso de transformación y de crecimiento en el bien. Esta llega según los tiempos de Dios, no los nuestros, y nos exige fe profunda y paciente perseverancia. Aunque el Reino de Dios irrumpa definitivamente en la historia con la resurrección de Jesús, este no se ha realizado por completo. La victoria final vendrá sólo con la segunda venida del Señor, que esperamos con paciente esperanza. También nuestra espera por la unidad visible de la Iglesia debe ser paciente y confiada. Sólo en esta disposición encuentran su pleno significado nuestras oraciones y nuestro compromiso diario con la unidad de los cristianos. La actitud de espera paciente no significa pasividad o resignación, sino una respuesta pronta y atenta ante cada posibilidad de comunión y fraternidad que el Señor nos da.
En este clima espiritual, quisiera dirigir algunos saludos en particular; en primer lugar al cardenal Monterisi, arcipreste de esta Basílica, al abad de la comunidad de monjes benedictinos que nos reciben. Saludo al cardenal Koch, presidente del Consejo Pontificio para la Unidad de los Cristianos, y a todos los colaboradores de este dicasterio. Extiendo mis cordiales y fraternos saludos a su eminencia el metropolita Gennadios, representante del Patriarcado Ecuménico y al reverendo canónigo Richardson, representante personal del arzobispo de Canterbury en Roma, y a todos los representantes de las diversas Iglesias y Comunidades eclesiales, reunidos aquí esta tarde. Además, me complace especialmente dar la bienvenida a los miembros del Grupo de Trabajo compuesto por representantes de diversas Iglesias y Comunidades eclesiales presentes en Polonia, que han preparado los materiales para la Semana de Oración de este año, a quienes quisiera expresar mi gratitud y mi deseo de continuar en el camino de la reconciliación y la fructífera colaboración; así como a los miembros del Foro Cristiano Mundial, que en estos días están en Roma para reflexionar sobre la ampliación de la participación de nuevos actores en el movimiento ecuménico. Saludo también al grupo de estudiantes del Instituto Ecuménico del Consejo Ecuménico de las Iglesias de Bossey.
Deseo confiar a la intercesión de san Pablo a todos aquellos que, con su oración y su compromiso, se esfuerzan por la causa de la unidad de los cristianos. Aunque a veces se puede tener la impresión de que el camino hacia el pleno restablecimiento de la comunión es aún muy largo y lleno de obstáculos, invito a todos a renovar la propia determinación de perseguir con valentía y generosidad, la unidad que es voluntad de Dios, siguiendo el ejemplo de san Pablo, quien ante dificultades de todo tipo, conservó siempre firme la confianza en que Dios lleva a cumplimiento su obra. Por lo demás, en este camino no faltan los signos positivos de una reencontrada fraternidad y de un compartido sentido de responsabilidad hacia los grandes problemas que afligen a nuestro mundo. Todo esto es motivo de alegría y de gran esperanza, y debe animarnos a continuar nuestro compromiso de llegar a la meta juntos, sabiendo que nuestra fatiga no es vana en el Señor (cf. 1 Cor 15,58). Amén.

1/26/12


PIDAMOS A DIOS QUE ABRA NUESTRO CORAZÓN AL MUNDO Y A LA MISIÓN



El papa ayer en la audiencia general


Queridos hermanos y hermanas:
En la catequesis de hoy centramos nuestra atención en la oración que Jesús dirige al Padre en la «hora» de su elevación y glorificación (cf. Jn 17,1-26). Como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica: "La tradición cristiana acertadamente la denomina la oración 'sacerdotal' de Jesús. Es la oración de nuestro Sumo Sacerdote, inseparable de su sacrificio, de su 'paso' [pascua] hacia el Padre donde es “consagrado” enteramente al Padre" (n. 2747).
Esta oración de Jesús es entendida en su extrema riqueza, sobre todo si colocamos como fondo la fiesta judía de la expiación, el Yom Kippur. Ese día, el sumo sacerdote hace primero la expiación por sí mismo, luego por la clase sacerdotal, y finalmente por todo el pueblo. El objetivo es devolverle al pueblo de Israel, después de los pecados de un año, la conciencia de la reconciliación con Dios, la conciencia de ser el pueblo elegido, "pueblo santo" en medio de otros pueblos. La oración de Jesús en el capítulo 17 del Evangelio según San Juan, está basada en la estructura de esta fiesta. Aquella noche, Jesús se dirige al Padre en el momento en que se está ofreciendo a sí mismo. Él, sacerdote y víctima, ora por él mismo, por los apóstoles y por todos aquellos que creerán en Él, por la Iglesia de todos los tiempos (cf. Jn 17,20).
La oración que Jesús hace por sí mismo es la petición de su propia glorificación, de la propia "elevación" en su "hora". En realidad, es más una declaración de plena disposición a entrar, libre y generosamente, en el diseño de Dios Padre que se cumple al ser entregado, y en la muerte y resurrección. La "hora" se inició con la traición de Jesús (cf. Jn 13,31) y culminará con la subida de Jesús resucitado al Padre (Jn 20,17). La salida de Judas del cenáculo es comentada por Jesús con estas palabras:“Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre y Dios ha sido glorificado en él”(Jn 13,31). No es casual que comience la oración sacerdotal diciendo: "Padre, ha llegado la hora: glorifica a tu Hijo para que tu Hijo te glorifique a ti" (Jn 17,1). La glorificación que Jesús pide para sí mismo como Sumo Sacerdote, es la entrada en la plena obediencia al Padre, una obediencia que lleva a la más plena condición filial: "Y ahora, Padre, glorifícame tú, junto a ti, con la gloria que tenía a tu lado antes de que el mundo fuese"(Juan 17,5). Es esta disponibilidad y esta petición es el primer acto del nuevo sacerdocio de Jesús, que es un donarse por completo en la cruz, y justamente sobre la cruz --el supremo acto de amor--, Él es glorificado, porque el amor es la verdadera gloria, la gloria divina.
El segundo momento de esta oración es la intercesión que Jesús hace por los discípulos que estaban con Él. Son aquellos de los que Jesús puede decir al Padre: "He manifestado tu Nombre a los hombres que tú me has dado tomándolos del mundo. Tuyos eran y tú me los has dado; y han guardado tu palabra" (Jn 17,6). "Manifestar el nombre de Dios a los hombres" es el resultado de una nueva presencia del Padre en medio de la gente, de la humanidad. Este "manifestar" no es sólo una palabra, sino que es realidad en Jesús; Dios está con nosotros, y así el nombre --su presencia entre nosotros, el ser uno de nosotros--, se "ha realizado". Por lo tanto, esta manifestación se realiza en la encarnación del Verbo. En Jesús, Dios entra en la carne humana, se hace cercano en modo único y nuevo. Y esta presencia alcanza su cumbre en el sacrificio que Jesús hace en su Pascua de muerte y resurrección.
En el centro de esta oración de intercesión y de expiación a favor de los discípulos está la petición de consagración; Jesús dice al Padre: "Ellos no son del mundo, como yo no soy del mundo. Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad. Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo. Y por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad" (Jn 17,16-19). Me pregunto: ¿Qué significa "consagrar" en este caso? Sobre todo debemos decir que "Consagrado" o "Santo", en propiedad sólo es Dios. Entonces consagrar quiere decir transferir una realidad --una persona o cosa--, a la propiedad de Dios. Y en esto están presentes dos aspectos complementarios: por una parte quitar las cosas corrientes, segregar, "apartar" la vida personal del hombre para ser donados totalmente a Dios; y por otra, esta segregación, esta transferencia a la esfera de Dios, tiene el significado propio de “envío”, de misión: precisamente porque entregada a Dios, la realidad, la persona consagrada existe "para" los otros, es donada a los otros. Darse a Dios significa no vivir más para sí, sino para todos. Y es consagrado quien, como Jesús, es separado del mundo y apartado para Dios en vista de una tarea y, como tal, está a disposición de todos. Para los discípulos, será continuar la misión de Jesús, ser entregado a Dios para estar así en misión para todos. En la tarde de la Pascua, el Resucitado, apareciéndose a sus discípulos, les dice: "¡La paz con vosotros! Como el Padre me envió, también yo os envío” (Jn 20,21).
El tercer acto de esta oración sacerdotal extiende la mirada al final de los tiempos. En ella, Jesús se dirige al Padre para interceder a favor de todos aquellos que serán llevados a la fe mediante la misión inaugurada por los apóstoles, y continuada en la historia: "No ruego solo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí". Jesús ora por la Iglesia de todos los tiempos, ruega también por nosotros (Jn 17,20). El Catecismo de la Iglesia Católica dice:“Jesús ha cumplido toda la obra del Padre, y su oración, al igual que su sacrificio, se extiende hasta la consumación de los siglos. La oración de la Hora de Jesús llena los últimos tiempos y los lleva hacia su consumación”(No. 2749).
La petición central de la oración sacerdotal de Jesús, dedicada a sus discípulos de todos los tiempos, es aquella de la futura unidad de todos los que creerán en Él. Tal unidad no es un producto mundano. Proviene exclusivamente de la unidad divina y viene a nosotros del Padre mediante el Hijo y el Espíritu Santo. Jesús invoca un don que viene del cielo, y que tiene su efecto --real y perceptible-- en la tierra. Ora “para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado" (Jn 17,21). La unidad de los cristianos, por un lado, es una realidad oculta en el corazón de las personas que creen. Pero al mismo tiempo, esta debe aparecer claramente en la historia, debe aparecer para que el mundo crea, tiene un propósito muy práctico y concreto y debe aparecer para que todos sean realmente uno. La unidad de los futuros discípulos, siendo unidad con Jesús --que el Padre ha enviado al mundo--, es también la fuente originaria de la eficacia de la misión cristiana en el mundo.
"Podemos decir que en la oración sacerdotal de Jesús se realiza la institución de la Iglesia... Propiamente aquí, en la última cena, Jesús crea la Iglesia. Por qué, ¿qué otra cosa es la Iglesia, si no la comunidad de los discípulos que, mediante la fe en Jesucristo como enviado del Padre, recibe su unidad y se implica en la misión de Jesús para salvar al mundo, conduciéndolo al conocimiento de Dios? Aquí encontramos realmente una verdadera definición de la Iglesia. La Iglesia nace de la oración de Jesús. Y esta oración no es sólo de palabra: es la acción por la que Él se "consagra" a sí mismo, es decir, se "sacrifica" para la vida del mundo (cfr. Gesù di Nazaret, II, 117s).
Jesús ora para que sus discípulos sean uno. En virtud de esa unidad, recibida y mantenida, la Iglesia puede caminar “en el mundo” sin ser "del mundo" (cf. Jn 17,16) y vivir la misión confiada a ella para que el mundo crea en el Hijo y en el Padre que lo envió. La Iglesia se convierte entonces, en el lugar donde continúa la misión misma de Cristo: llevar al "mundo" fuera de la alienación del hombre de Dios y de sí mismo, fuera del pecado, a fin de que vuelva a ser el mundo de Dios.
Queridos hermanos y hermanas, hemos tomado algunos elementos de la gran riqueza de la oración sacerdotal de Jesús, que les invito a leer y meditar, para que nos guíe en el diálogo con el Señor y nos enseñe a orar. También nosotros, por ello, en nuestra oración, pidamos a Dios que nos ayude a entrar, más de lleno, en el proyecto que tiene para cada uno de nosotros; pidámosle ser "consagrados" a Él, pertenecerle cada vez más, para poder amar cada vez más a los otros, cercanos y lejanos; pidámosle ser siempre capaces de abrir nuestra oración a la amplitud del mundo, no cerrándola en la petición de ayuda para nuestros problemas, sino recordando delante del Señor a nuestro prójimo, aprendiendo la belleza de interceder por los demás; le pedimos el don de la unidad visible entre todos los creyentes en Cristo --la hemos invocado con fuerza en esta Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos--, recemos para estar siempre dispuestos a responder a cualquiera que nos pida razón de la esperanza que hay en nosotros (cf. 1 P 3,15). Gracias.

1/25/12



Una reforma laboral justa, útil y 


humana



No hay una reforma católica: habrá, en todo caso, reformas más o menos acordes con los criterios de la doctrina social de la Iglesia

      El Gobierno español se enfrenta a la difícil tarea de llevar a cabo una reforma laboral que sea capaz de resolver los graves problemas del mercado de trabajo; una reforma eficaz, que sea aceptada como justa y que cree el ambiente de solidaridad, eficiencia y oportunidades para todos que el país necesita. A estas alturas, no conocemos todavía las líneas maestras de la reforma que el Gobierno planteará. Pero hay ya numerosas propuestas sobre cómo debería ser esa reforma; no pienso, pues, repetirlas.
      En todo caso, una reforma laboral no es una receta: deja mucho margen para soluciones distintas, de acuerdo con objetivos sociales, preferencias políticas y criterios técnicos distintos. No hay una reforma católica: habrá, en todo caso, reformas más o menos acordes con los criterios de la doctrina social de la Iglesia. Aquí pretendo explicar cómo esa doctrina puede contribuir al diseño de una buena reforma: porque, si ésta no cuadra con aquellos principios, acabará haciendo daño a la persona y a la sociedad, aunque, aparentemente, su calidad técnica sea elevada.

Principios clave

      La doctrina social de la Iglesia pone énfasis en la dignidad de la persona humana. Ésta es una aportación importante, que está presente ya en la legislación, por ejemplo sobre la seguridad e higiene en el trabajo, sobre la libertad de contratación o sobre la creación de oportunidades de carrera profesional. Ahora bien: ¿hace falta que este principio esté presente en la reforma? Sin duda. Porque, a menudo, los expertos, los políticos y los mismos agentes sociales ponen por delante los resultados, que son importantes, pero que no deben ser lo único importante.
      Por ejemplo, la indemnización por despido o el seguro de desempleo buscan, habitualmente, ofrecer una ayuda económica al que ha perdido el puesto de trabajo. Y eso está bien, pero sería más acorde con su dignidad facilitarle efectivamente la pronta vuelta al mercado de trabajo, siendo la ayuda económica sólo un medio para resolver el problema creado por la pérdida de ingresos. Lamentablemente, muchos sistemas de ayuda al desempleo crean una dependencia que no parece compatible con la dignidad de la persona, que debe estar muy presente, por tanto, en la reforma del seguro de paro, en las políticas activas de empleo o en los sistemas de formación de los parados.
      Otro principio cristiano es el de la solidaridad: primero, entre los agentes sociales, lo que excluye la lucha de clases y, por tanto, algunos planteamientos de las relaciones entre sindicatos y patronales en la negociación colectiva; y segundo, entre los mismos trabajadores. Y aquí la reforma tiene mucho que decir sobre el trato a inmigrantes, la creación de oportunidades para discapacitados o la competencia con los trabajadores de países emergentes, y, sobre todo, con la creación de oportunidades para los jóvenes.
      La reforma no debe crear privilegios en este sentido (las acciones afirmativas quizás ofrezcan resultados políticamente atractivos a corto plazo, pero crean también numerosas injusticias y efectos perversos a largo plazo), pero debe eliminar barreras, desde la tipología de contratos, hasta el funcionamiento del sistema educativo (lo que sugiere que la reforma va más allá del ámbito laboral, para entrar en los ámbitos educativo, fiscal y de pensiones).
      La solidaridad está emparentada con el bien común, porque el marco legal e institucional del mercado de trabajo debe contribuir a la creación de las condiciones que permiten a las personas, a las familias y a las empresas conseguir mejor sus objetivos. Y esto, que puede parecer teórico, se concreta, sin embargo, en propuestas de reforma específicas: por ejemplo, en la regulación del derecho de huelga.
      La subsidiariedad es otro principio clave en la doctrina social católica. En el ámbito laboral, implica la reconsideración de los niveles de negociación colectiva y aun del mismo papel de los sindicatos y patronales. Y nos quedamos sin hablar de la justicia, sobre todo en la remuneración; de la participación, de las condiciones de trabajo...
      La doctrina social católica no es un conjunto de recetas, pero tampoco una serie de principios abstractos, que suenan bien pero resultan irrelevantes ante las realidades económicas y políticas del mercado de trabajo. Y esos principios deben inspirar la labor de los expertos y los políticos que diseñan la reforma, así como los criterios con los que la sociedad juzgue sus resultados.

1/24/12


SILENCIO Y PALABRA: CAMINO DE EVANGELIZACIÓN


Mensaje del papa para la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales

Queridos hermanos y hermanas:
Al acercarse la Jornada Mundial de las Comunicaciones sociales de 2012, deseo compartir con vosotros algunas reflexiones sobre un aspecto del proceso humano de la comunicación que, siendo muy importante, a veces se olvida y hoy es particularmente necesario recordar. Se trata de la relación entre el silencio y la palabra: dos momentos de la comunicación que deben equilibrarse, alternarse e integrarse para obtener un auténtico diálogo y una profunda cercanía entre las personas. Cuando palabra y silencio se excluyen mutuamente, la comunicación se deteriora, ya sea porque provoca un cierto aturdimiento o porque, por el contrario, crea un clima de frialdad; sin embargo, cuando se integran recíprocamente, la comunicación adquiere valor y significado.
El silencio es parte integrante de la comunicación y sin él no existen palabras con densidad de contenido. En el silencio escuchamos y nos conocemos mejor a nosotros mismos; nace y se profundiza el pensamiento, comprendemos con mayor claridad lo que queremos decir o lo que esperamos del otro; elegimos cómo expresarnos. Callando se permite hablar a la persona que tenemos delante, expresarse a sí misma; y a nosotros no permanecer aferrados sólo a nuestras palabras o ideas, sin una oportuna ponderación. Se abre así un espacio de escucha recíproca y se hace posible una relación humana más plena. En el silencio, por ejemplo, se acogen los momentos más auténticos de la comunicación entre los que se aman: la gestualidad, la expresión del rostro, el cuerpo como signos que manifiestan la persona. En el silencio hablan la alegría, las preocupaciones, el sufrimiento, que precisamente en él encuentran una forma de expresión particularmente intensa. Del silencio, por tanto, brota una comunicación más exigente todavía, que evoca la sensibilidad y la capacidad de escucha que a menudo desvela la medida y la naturaleza de las relaciones. Allí donde los mensajes y la información son abundantes, el silencio se hace esencial para discernir lo que es importante de lo que es inútil y superficial. Una profunda reflexión nos ayuda a descubrir la relación existente entre situaciones que a primera vista parecen desconectadas entre sí, a valorar y analizar los mensajes; esto hace que se puedan compartir opiniones sopesadas y pertinentes, originando un auténtico conocimiento compartido. Por esto, es necesario crear un ambiente propicio, casi una especie de "ecosistema" que sepa equilibrar silencio, palabra, imágenes y sonidos.
Gran parte de la dinámica actual de la comunicación está orientada por preguntas en busca de respuestas. Los motores de búsqueda y las redes sociales son el punto de partida en la comunicación para muchas personas que buscan consejos, sugerencias, informaciones y respuestas. En nuestros días, la Red se está transformando cada vez más en el lugar de las preguntas y de las respuestas; más aún, a menudo el hombre contemporáneo es bombardeado por respuestas a interrogantes que nunca se ha planteado, y a necesidades que no siente. El silencio es precioso para favorecer el necesario discernimiento entre los numerosos estímulos y respuestas que recibimos, para reconocer e identificar asimismo las preguntas verdaderamente importantes. Sin embargo, en el complejo y variado mundo de la comunicación emerge la preocupación de muchos hacia las preguntas últimas de la existencia humana: ¿quién soy yo?, ¿qué puedo saber?, ¿qué debo hacer?, ¿qué puedo esperar? Es importante acoger a las personas que se formulan estas preguntas, abriendo la posibilidad de un diálogo profundo, hecho de palabras, de intercambio, pero también de una invitación a la reflexión y al silencio que, a veces, puede ser más elocuente que una respuesta apresurada y que permite a quien se interroga entrar en lo más recóndito de sí mismo y abrirse al camino de respuesta que Dios ha escrito en el corazón humano.
En realidad, este incesante flujo de preguntas manifiesta la inquietud del ser humano siempre en búsqueda de verdades, pequeñas o grandes, que den sentido y esperanza a la existencia. El hombre no puede quedar satisfecho con un sencillo y tolerante intercambio de opiniones escépticas y de experiencias de vida: todos buscamos la verdad y compartimos este profundo anhelo, sobre todo en nuestro tiempo en el que "cuando se intercambian informaciones, las personas se comparten a sí mismas, su visión del mundo, sus esperanzas, sus ideales" (Mensaje para la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales de 2011).
Hay que considerar con interés los diversos sitios, aplicaciones y redes sociales que pueden ayudar al hombre de hoy a vivir momentos de reflexión y de auténtica interrogación, pero también a encontrar espacios de silencio, ocasiones de oración, meditación y de compartir la Palabra de Dios. En la esencialidad de breves mensajes, a menudo no más extensos que un versículo bíblico, se pueden formular pensamientos profundos, si cada uno no descuida el cultivo de su propia interioridad. No sorprende que en las distintas tradiciones religiosas, la soledad y el silencio sean espacios privilegiados para ayudar a las personas a reencontrarse consigo mismas y con la Verdad que da sentido a todas las cosas. El Dios de la revelación bíblica habla también sin palabras: "Como pone de manifiesto la cruz de Cristo, Dios habla por medio de su silencio. El silencio de Dios, la experiencia de la lejanía del Omnipotente y Padre, es una etapa decisiva en el camino terreno del Hijo de Dios, Palabra encarnada… El silencio de Dios prolonga sus palabras precedentes. En esos momentos de oscuridad, habla en el misterio de su silencio" (Exhort. ap. Verbum Domini, 21). En el silencio de la cruz habla la elocuencia del amor de Dios vivido hasta el don supremo. Después de la muerte de Cristo, la tierra permanece en silencio y en el Sábado Santo, cuando "el Rey está durmiendo y el Dios hecho hombre despierta a los que dormían desde hace siglos" (cf. Oficio de Lecturas del Sábado Santo), resuena la voz de Dios colmada de amor por la humanidad.
Si Dios habla al hombre también en el silencio, el hombre igualmente descubre en el silencio la posibilidad de hablar con Dios y de Dios. "Necesitamos el silencio que se transforma en contemplación, que nos hace entrar en el silencio de Dios y así nos permite llegar al punto donde nace la Palabra, la Palabra redentora" (Homilía durante la misa con los miembros de la Comisión Teológica Internacional, 6 de octubre 2006). Al hablar de la grandeza de Dios, nuestro lenguaje resulta siempre inadecuado y así se abre el espacio para la contemplación silenciosa. De esta contemplación nace con toda su fuerza interior la urgencia de la misión, la necesidad imperiosa de "comunicar aquello que hemos visto y oído", para que todos estemos en comunión con Dios (cf. 1 Jn 1,3). La contemplación silenciosa nos sumerge en la fuente del Amor, que nos conduce hacia nuestro prójimo, para sentir su dolor y ofrecer la luz de Cristo, su Mensaje de vida, su don de amor total que salva.
En la contemplación silenciosa emerge asimismo, todavía más fuerte, aquella Palabra eterna por medio de la cual se hizo el mundo, y se percibe aquel designio de salvación que Dios realiza a través de palabras y gestos en toda la historia de la humanidad. Como recuerda el Concilio Vaticano II, la Revelación divina se lleva a cabo con "hechos y palabras intrínsecamente conectados entre sí, de forma que las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y los hechos significados por las palabras, y las palabras, por su parte, proclaman las obras y esclarecen el misterio contenido en ellas" (Dei Verbum, 2). Y este plan de salvación culmina en la persona de Jesús de Nazaret, mediador y plenitud de toda la Revelación. Él nos hizo conocer el verdadero Rostro de Dios Padre y con su Cruz y Resurrección nos hizo pasar de la esclavitud del pecado y de la muerte a la libertad de los hijos de Dios. La pregunta fundamental sobre el sentido del hombre encuentra en el Misterio de Cristo la respuesta capaz de dar paz a la inquietud del corazón humano. Es de este Misterio de donde nace la misión de la Iglesia, y es este Misterio el que impulsa a los cristianos a ser mensajeros de esperanza y de salvación, testigos de aquel amor que promueve la dignidad del hombre y que construye la justicia y la paz.
Palabra y silencio. Aprender a comunicar quiere decir aprender a escuchar, a contemplar, además de hablar, y esto es especialmente importante para los agentes de la evangelización: silencio y palabra son elementos esenciales e integrantes de la acción comunicativa de la Iglesia, para un renovado anuncio de Cristo en el mundo contemporáneo. A María, cuyo silencio "escucha y hace florecer la Palabra" (Oración para el ágora de los jóvenes italianos en Loreto, 1-2 de septiembre 2007), confío toda la obra de evangelización que la Iglesia realiza a través de los medios de comunicación social.
Vaticano, 24 de enero 2012, Fiesta de San Francisco de Sales

La Eucaristía. Una perspectiva ecuménica


La meta explícita del movimiento ecuménico consiste en lograr que todos los miembros de la Iglesia puedan, algún día, “sentarse a la misma mesa”, celebrando juntos la Eucaristía

      El Bautismo —considerado la “puerta” para entrar en la Iglesia— une firmemente a todos los cristianos. Sin embargo, es tan sólo “un principio y un comienzo”, que tiende, por su propia dinámica, hacia la plenitud de la vida en Cristo. Se orienta a la profesión íntegra de la fe y a una unión todavía más profunda con Dios y los hombres. En suma, conduce a la comunión eucarística
      La meta explícita del movimiento ecuménico consiste en lograr que todos los miembros de la Iglesia puedan, algún día, “sentarse a la misma mesa”, celebrando juntos la Eucaristía. Juan Pablo II destaca: “¿Cómo podremos ser plenamente creíbles, si nos presentamos divididos ante la Eucaristía, si no somos capaces de vivir la participación en el mismo Señor, que debemos anunciar al mundo? Frente a la recíproca exclusión de la Eucaristía sentimos nuestra pobreza y la exigencia de realizar todos los esfuerzos posibles para que llegue el día en que compartamos el mismo pan y el mismo cáliz”.

I. Raíz de la unidad eclesial

      La Iglesia católica considera una triple fuente de unidad: el Espíritu Santo, quien mueve a los fieles por dentro hacia Cristo; el Papa, quien les orienta desde fuera hacia Él; y la Eucaristía que es el mismo encuentro amoroso entre Dios y el hombre; es —según San Pío X— “símbolo, raíz y principio de la unidad católica”.

    1. La fuerza unitiva del misterio eucarístico

      El núcleo más hondo de la Iglesia consiste en la unión del hombre con Dios en Cristo. Por eso, el Vaticano II puede afirmar que, cada vez que se celebra la Eucaristía, “se constituye la Iglesia”, ya que, en este preciso momento, Cristo nos une (más estrechamente) a sí y a su Cuerpo Místico, con el fin de que seamos cada vez más y mejor “Iglesia”. Es decir, al mismo tiempo que la Iglesia “hace” la Eucaristía, también se puede decir que la Eucaristía “hace” la Iglesia y congrega a sus miembros. La fuerza unitiva de la Eucaristía es el mismo Cristo, presente bajo las especies del pan y del vino. “El pan que se parte, no parte a Cristo, sino que une a los que estaban partidos”. Sin el Cuerpo de Cristo verdaderamente presente en el altar —y como tal comido por los fieles—, la unidad eucarística no es real, sino meramente simbólica
      La unión de los fieles con Cristo y entre sí se fundamenta en la objetiva realidad del Cuerpo del Señor. Sin la presencia real y sustancial de Cristo, el efecto unitivo no es pleno.

    2. Las condiciones para la unidad sacramental

      La Iglesia tiene raíz eucarística. Asimismo, se puede afirmar que sin la Iglesia no hay Eucaristía. Cristo dejó el sacramento a su Iglesia, y es ella, por tanto, quien lo confecciona y lo administra. En otras palabras, la Iglesia determina la validez y la licitud de la celebración eucarística.
      Acerca de este tema crucial, se pueden destacar dos hechos importantes:
      1. Sólo un ministro ordenado puede celebrar la Eucaristía. El Cuerpo de Cristo no está en el Altar como fruto de una iniciativa espontánea y privada de algunos hombres que quieren ser “una sola cosa”, sino que es el efecto del ejercicio de un poder ministerial conferido por Cristo
      2. Sólo una persona debidamente dispuesta puede recibir la comunión. San Justino lo afirma claramente: “Este alimento es llamado por nosotros Eucaristía, de la que a nadie es lícito participar, sino al que cree ser verdaderas nuestras doctrinas, y se ha lavado en el baño de la remisión de los pecados, y la regeneración, y vive conforme a lo que Cristo enseñó”. El requisito más radical para poder comulgar, es el Bautismo. Según Santo Tomás de Aquino, “todo cristiano, por el hecho de estar bautizado, tiene el derecho de ser admitido a la mesa del Señor. Sin embargo, se puede perder la gracia del Bautismo por el pecado. Por esto, la Iglesia católica ha establecido unas normas exteriores para custodiar el sacramento de la Eucaristía: quien comulga, debe estar en comunión con la fe de la Iglesia y frecuentar el sacramento de la penitencia, según las normas establecidas.

II. Diversas concepciones del Misterio Eucarístico

      El término Eucaristía proviene del griego eukharistein que significa “dar gracias”; tiene distintos nombres en las diferentes tradiciones cristianas. Los católicos hablan de la “Misa” y de la “Santa Comunión”, los ortodoxos de la “Divina Liturgia” y los protestantes de la “Cena del Señor”
      La Eucaristía ha sido siempre considerada como el centro de la vida cristiana. Al celebrarla, todos los miembros de la Iglesia cumplen una voluntad expresa del Señor: “Haced esto en memoria mía”
. Todos están de acuerdo en que Jesús dio a la fracción del pan y a la bendición del vino, que se distribuyeron durante la Última Cena, un sentido radicalmente nuevo, que hacía referencia a su propia vida y a su propia muerte “en provecho de muchos”.
      Sin embargo, las Iglesias cristianas —manteniendo la Eucaristía como núcleo fundamental de su culto— difieren en su misma concepción y en su celebración. Las grandes discrepancias atañen, en primer lugar, al modo de la presencia de Cristo durante el rito eucarístico: mientras los católicos, los ortodoxos, una parte de los anglicanos y los luteranos creen en una presencia real —aunque explicada de modos muy diversos—, la mayoría de las otras Iglesias protestantes sostienen una presencia más bien de tipo simbólico. Las diferencias se refieren, en segundo lugar, a la causalidad de la presencia de Cristo: los católicos y los ortodoxos creen que las especies sagradas se convierten en Cuerpo y Sangre de Cristo por la actuación de un sacerdote ordenado (ambos hablan de la transustanciación); para los luteranos, el cambio se produce por la fe de los participantes en la Cena del Señor (consustanciación); y entre los anglicanos se pueden encontrar grupos de ambas convicciones. Otra cuestión es la frecuencia de la celebración: en la Iglesia católica, la Eucaristía es celebrada diariamente; la mayoría de las otras Iglesias, en cambio, han optado por practicarla sólo los domingos o incluso entre espacios mayores de tiempo, mensualmente o trimestralmente
      Tal como era de esperarse, en el marco del diálogo ecuménico, el tema es muy importante y goza de prioridad. Una larga trayectoria del Consejo Ecuménico de las Iglesias condujo a un texto de especial relevancia en este tema, tituladoBautismo, EucaristíaMinisterio (Lima 1982). Es el trabajo más elaborado hasta hoy, que ha sido revisado por todas las Iglesias cristianas del mundo. Mientras fue recibido con gran entusiasmo en algunos ambientes ecuménicos, en otros ha sido objeto de serias críticas.

III. La intercomunión

      Desde algunas décadas se practica, en el ámbito protestante —y en el ámbito del Consejo Ecuménico de las Iglesias— la “intercomunión” (o communicatio in sacris) que significa, originariamente, el mutuo reconocimiento que dos o más Iglesias —separadas de la Sede romana— hacen de sus respectivas celebraciones eucarísticas, de modo que un bautizado puede participar en el culto litúrgico de otra Iglesia, sobre todo en la comunión eucarística. En este sentido, hay muchos diálogos ecuménicos entre las diversas Iglesias luteranas, o entre los protestantes luteranos y los reformados. En Canadá, por ejemplo, las Iglesias luterana y evangélico-luterana han comenzado a celebrar juntas la “Cena del Señor”. Este desarrollo es saludable, porque fomenta la unidad entre las Iglesias protestantes
      Sin embargo, se han producido ciertas tensiones, desde que algunos grupos intentan extender la práctica de la intercomunión también a las Iglesias católica y ortodoxa.

    1. Una situación dolorosa

      Siempre se ha entendido que la comunidad de altar es la meta a la que tienden los esfuerzos en favor de la unión. Todavía en 1952, durante una Conferencia en Lund, no sólo los ortodoxos, sino también los anglicanos y algunos luteranos rechazaron abiertamente la intercomunión: “Algunas Iglesias luteranas, juzgando que no puede haber comunión sacramental más que donde haya unidad de Iglesia, y que esta unidad no existe más que donde hay acuerdo sobre la predicación del Evangelio, no pueden practicar la intercomunión allí donde se considera falsa o sin importancia la doctrina de la presencia real del cuerpo y de la sangre de Jesucristo en, con y bajo los elementos de pan y vino. Muchos anglicanos... piensan que la intercomunión debería ser, en lo relativo de la restauración de la unidad, más bien un fin que un medio. Juzgan como un deber el respetar el principio de que no puede ser celebrado el sacramento más que por un sacerdote ordenado por un obispo. Para los ortodoxos, la comunión eucarística no es posible más que entre los miembros de su Iglesia”. Sin embargo, durante la Asamblea general del Consejo Ecuménico de las Iglesias de 1961, en Nueva Delhi, el pastor Philip Potter pidió públicamente la intercomunión, al menos en los encuentros ecuménicos: “Gentes bautizadas con el mismo bautismo y convertidas en miembros del Cuerpo de Cristo se reúnen con la venia de sus Iglesias para estudiar el mismo tema: ‘Jesucristo, luz del mundo’. Se reúnen bajo la misma palabra de Dios... Se regocijan en las mismas alabanzas y juntos se arrepienten en una común oración. Juntos escuchan la palabra que Dios les dirige para servir con toda su fuerza y obediencia, y juntos hacen a Dios la ofrenda del mundo y de sí mismos.
      Sienten de una manera profunda y permanente la presencia del Espíritu Santo que les une en una comunidad auténtica, el pueblo de Dios. Mediante ello adquirimos una nueva y maravillosa unidad que exige ser sellada por el único pan y el único vino recibidos como el Cuerpo y la Sangre de Cristo”. Estas palabras nos muestran con claridad cuán dolorosa es la situación. Simultáneamente, han producido una cierta confusión, pues han servido de impulso para que, en muchas parroquias, la intercomunión sea aceptada, cada vez con más frecuencia.
      En no pocos ambientes, la proyección de un cierto oscurecimiento de la verdadera relación entre la Iglesia y la Eucaristía lamentablemente ha conducido a algunas “experiencias de intercomunión” que se encuentran al margen de la doctrina y de la autoridad de la Iglesia católica.

    2. La actitud de la Iglesia católica

      Cuando los católicos asisten, por motivo razonable, a un culto litúrgico no católico, deben respetar la disciplina de la comunidad en que se encuentran. Es aconsejable que tomen parte —con prudencia y siguiendo las normas establecidas por la autoridad eclesiástica— en las oraciones y en los cantos, en cuanto éstos expresan la común raíz cristiana. Pero, en el caso ordinario, no les es permitido, de ninguna manera, que reciban la comunión en una Iglesia distinta a la católica. A la inversa, los cristianos separados de Roma no deben comulgar en una Iglesia católica: “Está prohibida por la ley divina la communicatio in sacris que ofenda a la unidad de la Iglesia, o incluya adhesión formal al error, o bien peligro de error en la fe, de escándalo y de indiferentismo”[20]. Si se considera la Eucaristía como expresión y signo de la unidad ya existente, no se puede permitir la intercomunión[21]. Sin embargo, es posible mirar este gran sacramento también desde otra perspectiva: es un alimento sumamente importante para los cristianos, una participación real en la gracia que Cristo nos ganó en la Cruz. La necesidad o el deseo de recibir la gracia pueden, en ciertas ocasiones, hacer legítima e incluso recomendable la comunión en otra Iglesia[22]. Así, se presentan algunas excepciones de la prohibición de recibir los sacramentos en otra Iglesia que no sea la católica, o de administrar los sacramentos de la Iglesia católica a personas no católicas; se refieren a determinados casos admitidos por la autoridad episcopal. Las excepciones se justifican teológicamente, no desde la significación de la unidad (que todavía no existe en plenitud), sino desde la urgente necesidad de la gracia, según el principio tradicional: “Los sacramentos son para los hombres”. Podemos distinguir entre las relaciones de la Iglesia católica con la Ortodoxia, por un lado, y con las Iglesias protestantes, por el otro.

    3. Relaciones entre católicos y ortodoxos

      Las Iglesias ortodoxas han conservado la sucesión apostólica, el sacramento del orden y toda la riqueza de la Eucaristía[24]. Por esta razón, los católicos pueden recibir —en caso de necesidad o de una verdadera utilidad espiritual— los sacramentos de la Eucaristía, la penitencia y la unción de enfermos en una Iglesia ortodoxa. Aunque se trate de los tres sacramentos que recibe una persona moribunda, no hace falta una situación extrema. También una persona de viaje en una región en que no existen iglesias católicas, puede acudir a un ministro ortodoxo. Y los sacerdotes católicos pueden administrar estos tres sacramentos a un fiel ortodoxo que lo pida y está bien dispuesto, si hay una razón que lo justifique. Sin embargo, las autoridades ortodoxas muestran, en principio, grandes reservas para administrar los sacramentos a cristianos de otras Iglesias. No reconocen diversos “grados de comunión eclesiástica”, tal como lo hace la Iglesia católica. Mantienen una estrecha equivalencia entre el ser miembro de su Iglesia y la participación en sus sacramentos. El concepto mismo de “intercomunión” carece para ellos de todo significado teológico. En este sentido afirma un teólogo griego: “El concepto de intercomunión es desconocido tanto en la Iglesia primitiva como en el Nuevo Testamento: sólo existe comunión y no-comunión”. Por esta razón, los católicos tienen que respetar a un ministro oriental que se niegue a administrarles los sacramentos. Aparte de no estar en plena comunión eclesial con ellos, según el entender de los orientales tampoco están suficientemente preparados para recibir la Eucaristía, pues para ellos, la confesión y (grandes) ayunos son condiciones previas antes de cada comunión. Si los fieles desean comulgar durante la Divina Liturgia, se acercan al ministro con los brazos cruzados sobre el pecho, dicen su nombre de bautismo y una breve confesión de fe contenida en una fórmula prescrita: “Comulga el siervo (la sierva) de Dios... (nombre) con el precioso y santo Cuerpo y Sangre de nuestro Señor y Dios Jesucristo para obtener el perdón de sus pecados y la vida eterna”. Entonces reciben la comunión bajo las dos especies
      En varias comunidades ortodoxas, los fieles comulgan sólo algunas veces al año y únicamente en las grandes fiestas. Nos podemos imaginar que, si unos turistas católicos piden “espontáneamente” recibir la Eucaristía en una celebración litúrgica, pueden producir escándalo. Por eso, es importante hablar antes con el ministro sagrado y —si los admite— él puede dar unas explicaciones a los fieles ortodoxos.

    4. Relaciones entre católicos y protestantes

      Con respecto a las comunidades que han salido de la Reforma, el principio es muy claro. Como estas comunidades carecen del sacramento del orden, no han conservado “la genuina e íntegra sustancia del misterio eucarístico”. Por eso, los católicos nunca deben comulgar en una Iglesia protestante, tampoco en caso de extrema necesidad. Los ministros católicos, en cambio, pueden administrar el sacramento de la Eucaristía (y también la penitencia y la unción de enfermos) en situaciones muy excepcionales, si se dan todas y cada una de las siguientes circunstancias:
      • existe un caso de urgente necesidad: peligro de muerte;
    • el hermano separado no puede acercarse a un ministro de su comunidad y pide los sacramentos a un sacerdote católico;
     • está debidamente preparado y manifiesta una fe conforme a la fe de la Iglesia acerca del sacramento de la Eucaristía.
      La justificación teológica de este procedimiento consiste en el hecho de que una persona que cree en la Eucaristía, tienetoda la fe: cree en el sacerdocio, la Iglesia, el misterio de Cristo, la Santísima Trinidad, la redención, la creación… Hay un nexus mysteriorum, una íntima relación, entre los misterios de salvación. Quien profesa uno, se abre a todos los demás.
      La Eucaristía tiene un carácter central en la fe de la Iglesia católica. Por tanto, la plena profesión de fe eucarística lleva consigo una implícita aceptación de todas las verdades católicas. Esta aceptación se haría explícita, si el cristiano, ayudado por la gracia de Dios, profundizase en la doctrina católica. Pero si se da urgente necesidad, eso no es posible, y la Iglesia considera anticipada la total aceptación de la fe católica en el cristiano protestante.
      Se trata, realmente, de un caso muy poco frecuente. Aparte de esta excepción, en principio no es posible admitir a un miembro de una Iglesia evangélica a los sacramentos de la Iglesia católica.
    Sin embargo, los protestantes piensan de un modo muy distinto en este tema importante, porque parten de presupuestos teológicos diferentes. Aunque también para ellos, la participación en la Eucaristía exige una unidad completa en la fe, ponen de relieve que muchas creencias no pertenecerían al núcleo necesario de lo que se debe creer. Así, no consideran la estructura de la Iglesia y los ministerios como elementos constitutivos de la fe apostólica, sino meramente como aspectos temporales y cambiantes. Creencias diversas acerca de estos puntos no son, por tanto, obstáculos para permitir a otros cristianos la participación en la Cena del Señor. Los protestantes aceptan, actualmente, por norma general, a todos los cristianos a la comunión que han sido admitidos en su propia Iglesia. Piensan que el Señor es el huésped que invita al creyente a su Cena, y que la Iglesia no debe “limitar su misericordia”. Asimismo, los protestantes permiten a los miembros de sus propias Iglesias comulgar en las Iglesias católica u ortodoxa. Esta decisión lleva frecuentemente a situaciones sumamente difíciles.

    5. Un ecumenismo fundado en la verdad

      La “impaciencia ecuménica” que se expresa en la “acogida eucarística” —o en la “hospitalidad eucarística— puede, sin duda, ser manifestación de un corazón grande, al que duele la desunión de los cristianos. Pero puede manifestar también un sentimentalismo humanista, que ha perdido la pasión por la verdad y que, en el fondo, no capta la magnitud ni la gravedad de las cuestiones que se están debatiendo. Cuando falta la unidad en la fe en cuanto a los sacramentos, no es posible recibir los mismos sacramentos
      La labor ecuménica será eficaz en la medida en que los cristianos están unidos a Dios. Cada uno no sólo debe seguir su conciencia, sino también debe formarla, debe buscar la verdad con rectitud y estar abierto a la voz de la autoridad. Por tanto, es una exigencia para los católicos, obedecer a las normas eclesiásticas referentes a la intercomunión, empeñarse en comprenderlas cada vez mejor y poder explicarlas a los demás. Juan Pablo II advierte: “Yo sé bien que, mientras más nos encontramos como hermanos en la caridad de Cristo, más penoso nos es no participar juntos en el gran misterio de la Eucaristía… Pero sería una caridad muy mal entendida la que quisiera expresarse a expensas de la verdad. Cuando, algún día, hayamos superado las separaciones, todos los cristianos podremos participar en la misma Eucaristía, que es la expresión visible de nuestra comunión completa en la fe y en la Iglesia. Hasta entonces, tenemos que pedir al Señor que apresure el día en que podamos celebrar juntos el misterio del Cuerpo y la Sangre de Cristo.

IV. Hacer juntos la voluntad de Dios

      Una vez tomada mayor conciencia del fondo común que les une, los cristianos pueden —y deben— manifestar su unidad, inacabada pero real. En cuanto todos los cristianos están en comunión con el mismo Dios que se entrega “hasta el fin”, igualmente, todos ellos están llamados a darse con generosidad a los demás y a realizar juntos obras de caridad.
      Es doloroso constatar que el cristianismo, la “religión de amor”, es presentada a los no cristianos mediante testimonios divididos. A lo largo de la historia, se pueden encontrar muchas y grandes obras de caridad, pero estas obras, frecuentemente, tienen el sello de ser “católicas”, “luteranas”, “anglicanas” o “calvinistas”. En los tiempos que corren, es aconsejable que los fieles de las diversas comunidades cristianas den también juntos un testimonio del amor de Cristo al mundo. Juan Pablo II habla del “ecumenismo de las obras”, en el que los cristianos se unen para realizar las más variadas obras en el plano social y humanitario, por ejemplo la atención a enfermos, niños y personas mayores, la integración de marginados de todo tipo, la ayuda a pobres e inmigrantes... Es —según el Papa— “el más urgente de los caminos ecuménicos” y un signo de autenticidad cristiana. Una labor de especial urgencia es la ayuda a los países en vías de desarrollo. El hambre, problema diario para más de la mitad de la humanidad, la ignorancia y el analfabetismo de millones de personas, la miseria física, que es la condición de gran parte de la humanidad, resultan, en definitiva, de la injusta distribución de las riquezas.
      Ante este escándalo los cristianos no pueden callarse y permanecer inactivos. Dios da para que podamos dar. Si nos unimos para ayudar a los demás, podemos hacer mucho bien, y no en último lugar en el interior de nuestras propias comunidades.
      Cuanto más nos adentramos en el misterio eucarístico, más encontramos el amor y la libertad que nos sostienen en todas las dificultades. A la pregunta: “¿Quién es Jesús para ti?”, la Madre Teresa de Calcuta respondió con una hermosa letanía de títulos:

   “Jesús, es la Palabra para ser pronunciada
    Es la Vida para ser vivida
    Es el Amor para ser amado
    Es el Gozo para ser compartido
    Es el Sacrificio para ser ofrecido
    Es la Paz para ser transmitida
    Es el Pan de vida para ser comido”.

      Aunque los cristianos todavía no podemos compartir plenamente el pan eucarístico, sí podemos descubrir a Cristo en nuestros hermanos y compartir con ellos el pan, el esfuerzo, los dolores y las alegrías de cada día.