9/28/12


MÁS VALE PREVENIR QUE LAMENTAR



P. Jesús Álvarez, ssp (Evangelio del Domingo 26° del T.O./B)

"Juan le dijo: «Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre y no viene con nosotros y tratamos de impedírselo porque no venía con nosotros.» Pero Jesús dijo: «No se lo impidáis, pues no hay nadie que obre un milagro invocando mi nombre y que luego sea capaz de hablar mal de mí. Pues el que no está contra nosotros, está por nosotros.» «Todo aquel que os dé de beber un vaso de agua por el hecho de que sois de Cristo, os aseguro que no perderá su recompensa.» «Y al que escandalice a uno de estos pequeños que creen, mejor le es que le pongan al cuello una de esas piedras de molino que mueven los asnos y que le echen al mar. Y si tu mano te es ocasión de pecado, córtatela. Más vale que entres manco en la Vida que, con las dos manos, ir a la gehenna, al fuego que no se apaga. Y si tu pie te es ocasión de pecado, córtatelo. Más vale que entres cojo en la Vida que, con los dos pies, ser arrojado a la gehenna. Y si tu ojo te es ocasión de pecado, sácatelo. Más vale que entres con un solo ojo en el Reino de Dios que, con los dos ojos, ser arrojado a la gehenna, donde su gusano no muere y el fuego no se apaga."(Mc. 9, 38-43.45.47-48)
Los discípulos de Jesús pretendían tener el monopolio de los milagros, de la verdad, del bien, de la fe, de la salvación y hasta del mismo Dios. El móvil solapado era el dominio y los privilegios, no el servicio humano y salvífico a favor de la humanidad. Lamentablemente eso sigue dándose hoy en tantos grupos de la Iglesia católica, de las iglesias hermanas, de otras confesiones religiosas y de las sectas.
Gracias a Dios, el Espíritu Santo sopla donde quiere y como quiere, mucho más allá de los cálculos y límites de los acaparadores y sectarios, “gente bien”, que creen ser los únicos dueños de la verdad y de toda la verdad.
¿Vamos a sentirnos recelosos porque la salvación de Dios, de Jesús, no pase en exclusiva por nuestros grupos, por nuestros reducidos criterios y esquemas? Más bien sintámonos felices porque Dios rompe esas barreras, y alabémoslo con gratitud porque así lo hace, y sobre todo porque nos ofrece la posibilidad de compartir su obra de salvación universal en unión con nuestro Redentor, mediante todos los recursos a nuestro alcance: oración, palabra, obras, ejemplo y padecimientos asociados a los que Cristo ofreció “por ustedes y por todos los hombres”.
La obra de salvación más eficaz y universal es la Eucaristía, pues en ella se nos ofrece la posibilidad de compartir con Cristo mismo la salvación de la humanidad, sumándonos al sacrifico eucarístico como ofrendas vivas, santas y agradables al Padre. A partir de la Eucaristía, Cristo hace llegar su salvación más allá de todas las fronteras geográficas, religiosas, de raza, de clases. Y desde la Eucaristía nos admite a compartir con Él la insondable obra de la salvación universal.
Por ahí van los caminos del ecumenismo, de un sano pluralismo, que llevará a realizar el anhelo de Jesús: “Padre, que todos sean uno”; “Que haya un solo rebaño bajo un solo Pastor”. Firmes en la fe, hay que admirar, acoger y apoyar todo lo bueno, esté donde esté y venga a través de quien venga, pues el bien solo puede proceder del Espíritu Santo.
Jesús nos habla hoy también del escándalo, que es inducir a otros al mal, con malas acciones, palabras, gestos, actitudes u omisiones, destruyendo la fe en el corazón de los sencillos. Jesús considera el escándalo de tan extrema gravedad, que afirma que más valdría ser arrojados al fondo del mar, antes que fracasar la vida en el tormento eterno a causa del escándalo.
¡Cuánto debemos orar, trabajar y ofrecer las cruces --y sobre todo la Eucaristía--, por la salvación de los que hemos escandalizado, tal vez de mil maneras, durante nuestra vida!     
El Señor se refiere igualmente al escándalo personal al que nos puede llevar el instinto mediante los ojos, los oídos, el tacto, gusto, con riesgo de perderse a sí mismo y perder la herencia eterna que Cristo nos ganó con su vida, pasión, muerte y resurrección.
Por eso pedimos una y otra vez en el Padre nuestro: “No nos dejes caer en tentación y líbranos de mal”. Líbranos sobre todo del máximo mal: perderte a ti, suma Felicidad sin fin, y perderse a sí mismo en el tormento de la infelicidad eterna. Más vale ir al cielo mancos, cojos o ciegos (pues se curarán con la resurrección, como Cristo), que al infierno con todos los miembros.
Vale más ser prevenidos en tiempo que lamentarse eternamente.

Cristo, centro del Catecismo

Ramiro Pellitero

La misión de los cristianos es continuación de la de Cristo. O, mejor, es la que Cristo mismo sigue realizando, con su Espíritu, por medio de sus miembros, cada uno según su condición en la Iglesia y en el mundo, sus circunstancias y sus dones, carismas y ministerios

      Situados ante el Año de la Fe, que debería ser también el “Año del Catecismo” (Benedicto XVIEncuentro con el clero de Roma, 23-II-2012), conviene preguntarse por el centro del Catecismo. Pues bien, Cristo y su Misterio —su persona y su vida en relación con nosotros— es el centro del Catecismo de la Iglesia Católica y de su Compendio. ¿Pero qué quiere decir esto?

El misterio de Cristo, centro de la fe cristiana

      1. El centro de la fe cristiana es “el misterio de Cristo”. Jesús de Nazaret es una figura de impacto, lo ha sido a lo largo de todos los siglos de la era cristiana. Como Cristo glorioso a la derecha del Padre es algo sublime, con la majestuosidad del“pantocrátor” (todopoderoso) del arte bizantino y románico.
      Pero el cristiano, al penetrar en el conocimiento de Jesús de Nazaret, se adentra en el “misterio completo” de Cristo en relación con nosotros. Así lo expresaba Benedicto XVI: «Cristo profesado como hijo único del Padre, como perfecto Revelador de la verdad de Dios y como definitivo Salvador del mundo; Cristo celebrado en los sacramentos, como fuente que sustenta la vida de la Iglesia; Cristo escuchado y seguido en la obediencia de sus mandamientos, como fuente de existencia nueva en la caridad y en la concordia; Cristo imitado en la oración, como modelo y maestro de nuestro comportamiento orante frente al Padre» (Presentación del Compendio, 20-III-2005).
      El Compendio explica que el “misterio de Cristo” se nos entrega actualmente en la Iglesia. Y de tal manera que participamos de él al vivir en el Cuerpo místico (la Tradición y la Escritura «hacen presente y fecundo en la Iglesia el Misterio de Cristo»: n. 14). También cuando señala el papel inseparable del Espíritu Santo respecto a Cristo la obra reveladora del Espíritu Santo «halla su cumplimiento en la revelación plena del Misterio de Cristo en el Nuevo Testamento»: n. 140).

La liturgia, celebración del Misterio de Cristo

      Asimismo el Compendio se detiene en aclarar que «la liturgia es la celebración del Misterio de Cristo y en particular de su Misterio pascual» (n. 218); es decir, el conjunto de su pasión, muerte, resurrección y glorificación. Sobre todo en la liturgia, es el Espíritu Santo el que «hace presente y actualiza el Misterio de Cristo, une la Iglesia a la vida y misión de Cristo y hace fructificar en ella el don de la comunión» (n. 223). Tanto en la celebración de los sacramentos, centrados en la Eucaristía, como en la Liturgia de las Horas, se celebra el Misterio de Cristo (cf. n. 243).
      El mismo Misterio de Cristo, profesado en el centro del Credo y comunicado por los sacramentos, es el que hace posible, por la gracia y otros dones del Espíritu Santo, la vida moral cristiana. Ésta es «la vida nueva de hijos de Dios en Cristo, que es acogido con fe» (n. 357).
      También el Espíritu Santo, maestro interior de la oración cristiana, «educa a la Iglesia en la vida de oración, y la hace entrar cada vez con mayor profundidad en la contemplación y en la unión con el insondable Misterio de Cristo» (n. 549).

El Misterio de Cristo también implica el "nosotros" de la Iglesia

      En definitiva, como ha enseñado frecuentemente Benedicto XVI, los cristianos participamos ahora en el Misterio de Cristono cada uno aisladamente sino en la unidad del “nosotros” de la Iglesia (cf. Deus caritas est, n. 18). Esto “no” hace que la relación con Cristo sea menos personal. Al contrario, el encuentro personal con Cristo es de tal intensidad que nos une a todos los que están unidos con Él, y este ser y vivir como miembros de su Cuerpo místico es lo que nos realiza máximamente como personas y como cristianos.
      Resumiendo: el Misterio de Cristo (su vida con nosotros y nuestra vida por Él, con Él y en Él) especialmente gracias a la Eucaristía, es lo que nos capacita para amar a Dios y a los demás. Y desde ahí transformar el mundo con la luz y la fuerza de la vida divina.
Toda la vida de Cristo es Misterio
      2. «Toda la vida de Cristo es Misterio», afirma el Catecismo. “Misterio” quiere decir aquí signo visible y eficaz (“sacramento”en sentido amplio) del amor de Dios por nosotros. Desde los pañales de su natividad hasta el vinagre de su Pasión y el sudario de su Resurrección… A través de sus gestos, sus milagros y sus palabras…, todo en la vida de Cristo nos habla de su filiación divina y de su misión redentora (cf. nn. 514-515). Con otras palabras: «Cristo es Él mismo el Misterio de la salvación» (n. 774).
      Pues bien, esta realidad de Cristo como “sacramento” primordial o radical, del que brotan en la Iglesia, los siete sacramentos, es la que está de fondo cuando el Catecismo explica «los misterios de la vida de Cristo», ahora en plural.

Los "misterios" de la vida de Cristo y nuestra vida

      3. Con esta terminología, «los misterios de la vida de Cristo», se refiere el Catecismo a momentos o escenas de la vida de Cristo particularmente significativos, porque en ellos se condensa su entrega por nosotros. Son, por tanto, “lugares” de referencia para el cristiano que los contempla, por ejemplo en el rezo del rosario (misterios gozosos, luminosos, dolorosos y gloriosos). Más allá de una mera repetición de plegarias, el cristiano reza el rosario con el deseo de revivir esos misterios personalmente, de encontrar en ellos la luz y el impulso para la propia vida y misión. Y esto es posible, no es una “ilusoria pretensión infantil”, sino que tiene a la vez la profundidad y la sencillez de la vida cristiana.
      Explica el Catecismo primero «los rasgos comunes de los Misterios de Jesús» (cf. nn. 516-518). Son Misterios de“revelación”, porque nos revelan el amor del Padre. Son misterios de “redención” porque con toda su vida, especialmente por su pasión, nos ha salvado y redimido. Y son misterios de “recapitulación” (de capitis, cabeza), porque, con su entrega por nosotros, Cristo nos ha restablecido en nuestra vocación primera de ser, en su Cuerpo y bajo Él como Cabeza, imagen y semejanza de Dios.
      Nótese que estos rasgos se corresponden con los tres “oficios” de Cristo: profeta que revela, sacerdote que redime y rey que preside, haciendo cabeza en la Humanidad redimida que es la Iglesia.
      En segundo lugar, el Catecismo señala que pertenece esencialmente al plan divino de salvación el que podamos participar activamente en los misterios de Jesús. En efecto, no solamente toda su vida es “para nosotros”, y Él es “nuestro modelo”, sino que «todo lo que Cristo vivió hace que podamos vivirlo en Él y que Él lo viva en nosotros». La Eucaristía (la Misa) es el centro de la vida cristiana y de la misión de la Iglesia. En torno a la Misa han de girar nuestras acciones, trabajos y afanes.
      4. Y así el Misterio de Cristo implica el Misterio de la Iglesia, su Cuerpo (místico) (cf. nn. 519-521). «Estamos llamados a no ser más que una sola cosa con él; nos hace comulgar en cuanto miembros de su Cuerpo en lo que él vivió en su carne por nosotros y como modelo nuestro».

* * *
      Este luminoso contenido lo sintetiza el Compendio cuando se pregunta:
      ¿En qué sentido toda la vida de Cristo es Misterio?
      Aquí está la respuesta: «Toda la vida de Cristo es acontecimiento de revelación: lo que es visible en la vida terrena de Jesús conduce a su Misterio invisible, sobre todo al Misterio de su filiación divina: “quien me ve a mí ve al Padre” (Jn 14, 9). Asimismo, aunque la salvación nos viene plenamente con la Cruz y la Resurrección, la vida entera de Cristo es misterio de salvación, porque todo lo que Jesús ha hecho, dicho y sufrido tenía como fin salvar al hombre caído y restablecerlo en su vocación de hijo de Dios» (Comp., n. 101)

Cristo, la Iglesia y los cristianos: "mis brazos sois vosotros"

      Todo ello tiene una gran importancia para comprender tanto la naturaleza y la misión de la Iglesia como la capacidad«significativa y transformadora» de la vida cristiana.
      Pues si esto es así, que lo es, entonces no estamos solos. Entonces Cristo es realmente nuestra vida, la de cada uno y la de nuestro cuerpo con Él, la Iglesia. Cristo es también el Rey del universo, y, en la medida en que las personas lo acepten libremente, desea llenar con su vida el mundo, y reconciliarlo por medio de la Iglesia.
      Entonces la misión de los cristianos es continuación de la de Cristo. O, mejor, es la que Cristo mismo sigue realizando, con su Espíritu, por medio de sus miembros, cada uno según su condición en la Iglesia y en el mundo, sus circunstancias y sus dones, carismas y ministerios.
      Es conocido lo que pasó durante la segunda guerra mundial en un pueblo alemán, donde el crucifijo quedó destruido por un bombardeo, sin brazos. Y decidieron dejarlo así, con un cartel: “Mis brazos sois vosotros”.
      Cristo es el centro del Catecismo vivo que son los cristianos. Él quiere seguir viviendo y actuando por medio de ellos, transformando el mundo, haciendo de la Humanidad un Pueblo unido de hijos de Dios.

9/27/12


CRISTO ESTÁ PRESENTE EN CADA ACCIÓN LITÚRGICA DE LA IGLESIA


El Papa ayer en la audiencia general


Queridos hermanos y hermanas:
En los últimos meses hemos caminado a la luz de la Palabra de Dios, para aprender a orar de un modo más auténtico, observando algunas grandes figuras del Antiguo Testamento, los Salmos, las epístolas de san Pablo y el Apocalipsis, pero también contemplando la experiencia única y fundamental de Jesús, en su relación con el Padre Celestial. De hecho, solo en Cristo, el hombre está capacitado para unirse a Dios con la profundidad y la intimidad de un niño ante un padre que lo ama, sólo en Él podemos acudir con toda verdad a Dios llamándolo con afecto "¡Abbá!, ¡Padre!" Al igual que los Apóstoles, también nosotros hemos repetido en estas semanas y le repetimos a Jesús hoy: "Señor, enséñanos a orar" (Lc. 11,1).
Además, para aprender a vivir con mayor intensidad la relación personal con Dios, hemos aprendido a invocar al Espíritu Santo, primer don del Resucitado a los creyentes, porque es él quien "viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos pedir como conviene" (Rm. 8,26), dice san Pablo, y sabemos que está en lo correcto.
En este punto, después de una larga serie de catequesis sobre la oración en la Escritura, podemos preguntarnos: ¿cómo puedo dejarme formar por el Espíritu Santo y por lo tanto volverme capaz de entrar en la atmósfera de Dios, de orar con Dios? ¿Cuál es esta escuela en la cual Él me enseña a orar, viene y me ayuda en mi esfuerzo por dirigirme de la manera correcta a Dios? La primera escuela para la oración –lo hemos visto en estas semanas-- , es la Palabra de Dios, la Sagrada Escritura. La Sagrada Escritura es un permanente diálogo entre Dios y el hombre, un diálogo progresivo en el que Dios se muestra cada vez más cerca, en el que podemos conocer cada vez mejor su rostro, su voz, su ser: y el hombre aprende a aceptar el poder conocer a Dios, de hablar con Dios. Así es que, en estas semanas, leyendo la Sagrada Escritura, hemos intentado, con la Escritura, a partir de este diálogo permanente, a aprender cómo podemos ponernos en contacto con Dios.
Hay otro valioso "espacio", otra valiosa "fuente" para crecer en la oración, una fuente de agua viva en estrecha relación con la anterior. Me refiero a la liturgia, que es un lugar privilegiado en el que Dios nos habla a cada uno de nosotros, aquí y ahora, y espera nuestra respuesta.
¿Qué es la liturgia? Si abrimos el Catecismo de la Iglesia Católica --subsidio siempre valioso, yo diría fundamental--, se lee que en un principio la palabra "liturgia" significa "servicio de parte de y en favor del pueblo" (n. 1069). Si la teología cristiana tomó esta palabra del mundo griego, lo hace obviamente pensando en el nuevo Pueblo de Dios nacido de Cristo, que abrió sus brazos en la cruz para unir a los hombres en la paz del único Dios. "Servicio a favor del pueblo", un pueblo que no existe por sí mismo, sino que se ha formado a través del Misterio Pascual de Jesucristo. De hecho, el Pueblo de Dios no existe por lazos de sangre, de territorio o nación, sino nace siempre de la obra del Hijo de Dios y de la comunión con el Padre que Él nos obtiene.
El Catecismo también dice que "en la tradición cristiana quiere significar que el Pueblo de Dios toma parte en 'la obra de Dios'" (n. 1069), porque el pueblo de Dios como tal existe solo por obra de Dios.
Esto nos lo ha recordado el propio desarrollo del Concilio Vaticano II, que inició su trabajo hace cincuenta años, con la discusión del proyecto sobre la sagrada liturgia, aprobado solemnemente después el 4 de diciembre de 1963, y que fue el primer texto aprobado por el Concilio. Que el documento sobre la liturgia fuese el primer resultado de la asamblea conciliar, tal vez fue considerado por algunos una casualidad. Entre los muchos proyectos, el texto sobre la sagrada liturgia parecía ser el menos controvertido y, justo por esta razón, pudo ser una especie de ejercicio para aprender la metodología de trabajo conciliar. Pero sin duda, lo que a primera vista puede parecer una casualidad, resultó ser la mejor opción, incluso en la jerarquía de los temas y tareas más importantes de la Iglesia. Comenzando así, con el tema de la "liturgia", el Concilio puso de manifiesto muy claramente la primacía de Dios, su principal prioridad. En primer lugar Dios: esto nos explica la elección conciliar de partir de la liturgia. Donde la mirada de Dios no es decisiva, todo lo demás pierde su orientación. El criterio básico para la liturgia es su orientación hacia Dios, para que podamos participar así de su obra.
Pero podemos preguntarnos: ¿cuál es esta obra de Dios a la que estamos llamados a participar? La respuesta que nos da la Constitución conciliar sobre la Sagrada Liturgia es aparentemente doble. En el número 5 nos dice, en efecto, que la obra de Dios son sus acciones históricas que nos traen la salvación, que culminan en la muerte y resurrección de Jesucristo; pero en el número 7 de la Constitución se define la celebración de la liturgia como "la obra de Cristo". De hecho, estos dos significados son inseparables.
Si nos preguntamos qué salva al mundo y al hombre, la única respuesta es Jesús de Nazaret, Señor y Cristo, crucificado y resucitado. ¿Y donde está presente para nosotros, para mí hoy el misterio de la Muerte y Resurrección de Cristo, que trae la salvación? La respuesta es: en la acción de Cristo a través de la Iglesia, en la liturgia, sobre todo en el sacramento de la Eucaristía, que hace presente la ofrenda sacrificial del Hijo de Dios, quien nos ha redimido; en el Sacramento de la Reconciliación, en el cual se pasa de la muerte del pecado a la nueva vida; y en los otros actos sacramentales que nos santifican (cf. Presbyterorum ordinis, 5). Por lo tanto, el Misterio Pascual de la Muerte y Resurrección de Cristo es el centro de la teología litúrgica del Concilio.
Vamos a dar un paso más y preguntarnos: ¿de qué modo se hace posible esta actualización del Misterio Pascual de Cristo? El beato Juan Pablo II, a 25 años de la constitución Sacrosanctum Concilium, escribió: "Para actualizar su misterio pascual, Cristo está siempre presente en su Iglesia, sobre todo en las acciones litúrgicas. La Liturgia es, por consiguiente, el «lugar» privilegiado del encuentro de los cristianos con Dios y con quien Él envió, Jesucristo (cf. Jn. 17,3)" (Vicesimus Quintus annus, n. 7). En el mismo sentido, lo leemos en el Catecismo de la Iglesia Católica de la siguiente manera: "Toda celebración sacramental es un encuentro de los hijos de Dios con su Padre, en Cristo y en el Espíritu Santo, y este encuentro se expresa como un diálogo a través de acciones y de palabras". (n. 1153). Por lo tanto, el primer requisito para una buena celebración litúrgica es que sea oración, conversación con Dios, sobretodo escucha y por lo tanto respuesta. San Benito, en su "Regla", hablando de la oración de los Salmos, indica a los monjes: mens concordet voci, "que la mente concuerde con la voz". El Santo enseña que en la oración de los Salmos, las palabras deben preceder a nuestra mente. Por lo general esto no sucede, primero debemos pensar y luego, cuando hemos pensado, se convierte en palabra. Aquí, en cambio, en la liturgia, es a la inversa, la palabra precede. Dios nos ha dado la palabra, y la sagrada liturgia nos ofrece las palabras; tenemos que entrar al interior de las palabras, en su significado, acogerla en nosotros, ponernos en sintonía con estas palabras; de este modo llegamos a ser hijos de Dios, similares a Dios.
Como lo señaló la Sacrosanctum Concilium, para garantizar la plena eficacia de la celebración "es necesario que los fieles se acerquen a la sagrada Liturgia con recta disposición de ánimo, pongan su alma en consonancia con su voz y colaboren con la gracia divina, para no recibirla en vano" (n. 11).
Un elemento fundamental, principal, del diálogo con Dios en la liturgia, es la correlación entre lo que decimos con nuestros labios y lo que llevamos en nuestros corazones. Entrando en las palabras de la gran historia de la oración, nosotros mismos estamos conformados al espíritu de estas palabras y son volvemos capaces de hablar con Dios.
En esta línea, sólo quiero referirme a uno de los momentos que, durante la misma liturgia, nos llama y nos ayuda a encontrar una correlación, este ajustarse a lo que oímos, decimos y hacemos en la celebración de la liturgia. Me refiero a la invitación que formula el celebrante antes de la Plegaria Eucarística: "Sursum corda", levantemos nuestros corazones fuera de la maraña de nuestras preocupaciones, de nuestros deseos, de nuestras angustias, de nuestra distracción. Nuestro corazón, lo íntimo de nosotros mismos, debe abrirse dócilmente a la Palabra de Dios, y unirse a la oración de la Iglesia, para recibir su orientación hacia Dios de las mismas palabras que escucha y dice. La mirada del corazón debe dirigirse al Señor, que está en medio de nosotros: es una disposición fundamental.
Cuando vivimos la liturgia con esta actitud de fondo, nuestro corazón está como sustraído a la fuerza de gravedad, que lo atrae hacia abajo, mientras se eleva interiormente hacia arriba, hacia la verdad y hacia el amor, hacia Dios. Como recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica: "La misión de Cristo y del Espíritu Santo que, en la liturgia sacramental de la Iglesia, anuncia, actualiza y comunica el Misterio de la salvación, se continúa en el corazón que ora. Los Padres espirituales comparan a veces el corazón a un altar" (n. 2655): altare Dei est cor nostrum.
Queridos amigos, celebramos y vivimos bien la liturgia solo si permanecemos en una actitud de oración --no si queremos "hacer cualquier cosa", hacer que nos vean--, sino si orientamos nuestro corazón a Dios y estamos en actitud de oración uniéndonos al Misterio de Cristo y a su coloquio de Hijo con el Padre. Dios mismo nos enseña a orar, dice san Pablo (cf. Rom. 8,26). Él mismo nos ha dado las palabras adecuadas para dirigirnos a Él, palabras que encontramos en los Salmos, en las grandes oraciones de la sagrada liturgia y en la misma celebración eucarística.
Roguemos al Señor para ser cada vez más conscientes del hecho que la liturgia es acción de Dios y del hombre; oración que viene del Espíritu Santo y de nosotros, dirigida por completo al Padre, en unión con el Hijo de Dios hecho hombre (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2564). Gracias.

9/26/12


Dios este desconocido, el tema de la nueva edición del 'Atrio de los Gentiles'

H. Sergio Mora

'El Atrio de Francisco' es el nombre del nuevo evento que se realizará en la ciudad de Asís el 5 y 6 de octubre próximo, perteneciente a la serie de encuentros 'El Atrio de los Gentiles', destinado a obtener un espacio de diálogo de alto nivel sobre Dios y la espiritualidad con personalidades creyentes y no creyentes.
'El Atrio de los Gentiles' que el cardenal Ravasi ya ha llevado a diversos países de Europa, ha puesto al descubierto el gran interés que existe en profundizar el tema de Dios y de la existencia, en diversos ámbitos culturales, rompiendo un tabú existente en muchos ambientes.
Este nuevo encuentro que se realiza en la ciudad natal de san Francisco, fue presentado hoy en la sala de prensa de la Santa Sede, con la presencia del cardenal Gianfranco Ravasi, el escritor Vincenzo Cerami; el padre Enzo Fortunato, portavoz del Sacro convento de Asís, y el padre Jean-Marie Laurent Mazas, director ejecutivo de El Atrio de los Gentiles. Ha sido organizado por el Pontificio Consejo de la Cultura, por el monasterio del santo italiano y la Asociación 'Oicos Reflexiones'.
El tema de esta edición será “Dios este desconocido”, al retomar la expresión usada por Benedicto XVI al dar cuerpo a esta estructura permanente. Ahora en Asís el evento contará con 9 encuentros en diversos lugares de la 'ciudad del pobrecillo' y 40 relatores que enfrentarán en dichos 'atrios' variados temas, como: el grito de los pobres y el grito de la tierra; la fe; el trabajo; el diálogo interreligioso e intercultural; los jóvenes; y la relación entre el arte y lo sacro.
Diversas personalidades hablarán y debatirán, habiéndose creado mucho interés por el encuentro del viernes 5 que ve el diálogo entre el presidente de Italia, Giorgio Napolitano, proveniente del Partido Comunista Italiano y el cardenal Ravasi, y que será moderado por el periodista Ferrucio De Bortoli, del diario 'Il Corriere della Sera'.
Otro de los encuentros más esperados es con un banquero, el ministro italiano de Desarrollo Económico, Corrado Passera, quien dialogará también con el cardenal, en un encuentro moderado por el vicedirector del diario La Repubblica, Massimo Giannini.
Otros dos eventos paralelos acompañarán estos dos días: 'El atrio de los niños' y 'El atrio de las narraciones'. Diversas redes televisivas transmitirán parte del evento en directo y otras a través de internet.
El portavoz de del Sacro Convento de Asís, padre Enzo Fortunato, consideró que “El Atrio de los Gentiles" no podía dejar de tener un evento en la ciudad de San Francisco de Asís” cuyo segundo nombre podría ser 'encontrar', y no cerrar nunca la puerta a nadie pues “cuando no sentimos ya necesidad del otro perdemos nuestra humanidad”. Recordó que las cartas de san Francisco no excluyeron nunca a nadie, y que es el motivo por el cual tantas personalidades decidieron confrontarse en Asís. Recordó también que una persona le indicó en un coloquio reservado: “Es fácil decir ateo o no creyente, pero si uno excava encuentra sorpresas”.
Por su parte el escritor italiano Vincenzo Cerami indicó que hablará entre la relación de fe y arte. San Pablo define la fe, dijo 'como la certeza de las cosas esperadas y la prueba de las cosas que no veo' y para un artista, prosiguió “esta definición es extraordinaria, y si sustituyo la palabra 'fe' por 'arte' esta frase es perfecta”
El padre Laurent Mazas, por su parte consideró también emblemático que 'El Atrio de Francisco' concluya poco antes de otros dos eventos de gran importancia: el Sínodo de los Obispos sobre la nueva evangelización, y la apertura del Año de la Fe.
El primer 'Atrio de los Gentiles' se celebró en Bolonia el 12 de febrero de 2011. En total, se han celebrado 14, uno de los cuales, en febrero de este año, en la Universidad Autónoma de México. 

9/25/12


'HEMOS DE CREER EN UNA LENTA PERO IRREVERSIBLE MADURACIÓN ÉTICA DE LA HUMANIDAD'

El cardenal Bertone al recibir el Premio Internacional Conde de Barcelona

Majestad, Muy Honorable Señor Presidente de la Generalitat, Señor Cardenal Arzobispo de Barcelona, Señor Ministro del Interior, Dignísimas Autoridades, Hermanos en el Episcopado y el sacerdocio, Señoras y Señores, Amigos todos:
Desitjo que les meves primeres paraules siguin d’agraïment a Su Majestat el Rei Joan Carles I (primer), que s’ha dignat a assistir a l’entrega del Premi Internacional Comte de Barcelona, a les autoritats presents, al senyor Comte de Godó, als membres del Jurat que atorguen el Premi, que han tingut l’amabilitat de pensar en la meva persona, i a tots vostès, senyores i senyors, per la seva presència en aquest acte. Desitjo agrair molt cordialment el veredicte del Jurat d’aquest Premi Internacional en atorgar-me aquest prestigiós guardó que constitueix un reconeixement del servei que la Santa Seu presta als pobles de la terra, treballant pel seu bé i pel seu desenvolupament, i col·laborant en intensificar la justícia, la solidaritat i la pau entre les nacions del món.
En rebre aquest premi, Majestat, no puc deixar de tenir un record especial pel Vostre Pare, Don Joan de Borbó, Comte de Barcelona, que en circumstàncies complexes sabé encarnar nobles ideals i serví amb fidelitat el que representa la Institució monàrquica.
El senyor Cardenal de Barcelona, en les seves amables paraules de presentació, ha dit que des dels anys de la meva infància i joventut pensava dedicar-me a les relacions internacionals. Efectivament, així fou, encara que la crida al sacerdoci en la congregació fundada per Sant Joan Bosco em va portar per altres camins. Tanmateix, fa uns anys, i per raó del càrrec que em va voler confiar el Sant Pare Benet XVI (setze), m’he retrobat amb la realitat de les relacions entre els pobles del món, especialment aquells, molt nombrosos, que mantenen relacions diplomàtiques amb la Santa Seu, que, com saben, té el reconeixement de subjecte de Dret internacional.
Per aquest motiu, he pensat oferir-los unes breus reflexions sobre les relacions internacionals des de la perspectiva de l’Església i més concretament de la Seu Apostòlica i en especial des de les preocupacions de la Secretaria d’Estat i del seu responsable que els parla.
Hablar de estos argumentos no es sencillo, y ustedes sin duda lo comprenden muy bien. No son pocas las cuestiones que atañen a la llamada “diplomacia vaticana”, que históricamente ha recibido distintos calificativos, algunos de ellos dictados con cierta precipitación.
Para algunos es como una reliquia del pasado llamada a desaparecer. Otros ven en ella un reflejo de una Iglesia marcada por unas opciones que no responderían a la realidad o a las exigencias de nuestro tiempo. En ocasiones, se la contempla más con la imaginación que con un auténtico conocimiento de la Iglesia y del papel fundamental que, en su corazón, desempeña el Santo Padre, así como sus colaboradores en la Secretaría de Estado y en las Nunciaturas Apostólicas, para hacerse intérpretes y portavoces de aquellas causas que salvaguardan la dignidad humana, la concordia entre las naciones y el justo progreso de un orden mundial que tiene sus bases más sólidas en la paz, la justicia y la solidaridad internacional.
En realidad, la diplomacia de la Santa Sede es una búsqueda incesante de vías justas y humanas, teniendo en cuenta, a la vez, los derechos y las responsabilidades de las personas y de los Estados; el bien de cada hombre que sólo se consigue salvaguardando el bien común. La acción diplomática desplegada por el Papa y sus colaboradores debería ser considerada como una forma privilegiada de comunicación, cuyo fin es favorecer de la mejor manera posible ese bien común y el entendimiento de la comunidad internacional.
Suele ocurrir que al hablar de los representantes pontificios no se tenga suficientemente en cuenta lo poliédrico de su quehacer. Con frecuencia, las opiniones se quedan en lo que concierne a su actividad ante los gobiernos, sin reparar que tienen otros cometidos. Por ejemplo, una de sus misiones básicas es ser heraldos de la palabra y la cercanía del Sumo Pontífice, haciendo presente en todo el orbe su paterna solicitud, estrechando también los vínculos entre el Obispo de Roma, Sucesor de san Pedro, y las Iglesias particulares peregrinas en el mundo, sin olvidar la tarea, cada vez más urgente y decisiva, del diálogo ecuménico e interreligioso.
A este respecto, quisiera citar a un periodista. Me refiero a Joseph Vandrisse, Religioso de los Padres Blancos, presentes, sobre todo, en África, el cual fue durante muchos años corresponsal en Roma del diario “Le Figaro”. Decía en una de sus crónicas que la diplomacia del Papa es sencillamente una necesidad, de tal manera que —cito textualmente— “si no existiera, habría que inventarla”.
En efecto, el servicio diplomático de la Santa Sede, fruto de una praxis antigua y consolidada, ha ido vertebrándose paulatinamente a lo largo de las centurias para ser un instrumento que actúa a favor de la libertas Ecclesiae, así como para la defensa de la dignidad de la persona humana y de una sociedad que refleje los más nobles valores de la misma. En este sentido, me place recordar aquí que España es la nación cuya embajada ante la Santa Sede constituye la misión diplomática permanente más antigua del mundo y que su Palacio de la romana Plaza de España, situado frente a la columna de la Inmaculada (verdad que esta nación tanto contribuyó a definir), es, en la Ciudad Eterna, un emblema permanente de dicha realidad histórica.
Para captar de modo genuino la función de los nuncios apostólicos, bien definida en los últimos tiempos por los Papas Pablo VI y Juan Pablo II, es preciso resaltar que no es la propia de unos tecnócratas, ni ha de confundirse con la de los políticos. Los nuncios o los delegados apostólicos —en países que no tienen relaciones diplomáticas plenas con la Santa Sede— son pastores, hombres de Iglesia, formados humana, académica y sacerdotalmente para poder realizar con altas miras su tarea en todos los frentes que la misma abarca.
El número de países representados se duplicó durante el Pontificado del Beato Juan Pablo II, porque en mil novecientos setenta y ocho —al comienzo del ministerio petrino de ese amado Pontífice— eran sólo ochenta y cuatro las naciones que mantenían relaciones con la Sede Apostólica, siendo ahora ciento setenta y nueve. De este modo, la diplomacia del Papa ha alcanzado, en las relaciones internacionales, a una posición de verdadera universalidad.
En este ámbito, la función de la Secretaría de Estado, primera institución en colaborar con el Papa, para asistirlo en su suprema misión, tiene un doble aspecto. Por una parte, su labor tiende a resolver lo que se refiere al servicio cotidiano del Santo Padre; a examinar también los asuntos que trascienden la competencia ordinaria de los Dicasterios de la Curia Romana, fomentando las relaciones con ellos y coordinándolos; y a dirigir la actividad de los Legados de la Santa Sede, en particular en lo que concierne a las Iglesias particulares.
Por otra parte, está al lado del Romano Pontífice en su tarea de continuar, desarrollar e intensificar las relaciones de la Sede de Pedro con los Estados y las Organizaciones internacionales, “para el bien de la Iglesia y de la sociedad civil”, como lo precisa la Constitución apostólica Pastor bonus, de Juan Pablo II, en su artículo cuarenta y seis. De ahí que la Santa Sede se esfuerce cotidianamente en ofrecer su apoyo a la vida internacional, según su propia especificidad, con el fin de que, en todas partes, se respete la dignidad del hombre y se intensifique el diálogo, la solidaridad, la libertad, la justicia y la fraternidad, tanto en el seno de las naciones como en su proyección exterior.
Les puedo asegurar que la diplomacia del Papa trabaja, de forma discreta pero constante, al servicio de muchas realidades, y para salvar vidas y hacer más humana y más llevadera la situación de muchas personas. Esto se hace sin ninguna discriminación, como un servicio para el bien de todos aquellos que solicitan la intervención —o incluso a veces la mediación— del Papa y de sus diplomáticos. Les confieso asimismo que el trato asiduo con los Representantes pontificios y sus colaboradores, muchos de ellos jóvenes sacerdotes, me ha llevado a admirar su entrega generosa, su abnegación y dedicación a cuanto se les encomienda, así como su firme voluntad de tender puentes y facilitar soluciones, en ocasiones a arduas problemáticas y en situaciones tremendamente complejas.
Renuevo aquí lo que dije a los diplomáticos al inicio de mi servicio en la Secretaría de Estado: “Tenemos necesidad de un compromiso universal en favor de los más desheredados del planeta, de los más pobres, de las personas que buscan, a menudo en vano, aquello que necesitan para poder vivir ellos y sus familias. La dignidad, la libertad y el respeto incondicional de todo ser humano en sus derechos fundamentales, en especial la libertad de conciencia y de religión, han de estar entre estas preocupaciones primordiales, pues no podemos en modo alguno desinteresarnos de la suerte y del futuro de nuestros hermanos de toda la humanidad, ni quedar impasibles ante los sufrimientos que desfiguran a la persona humana y que cada día tenemos ante nuestros ojos”.
Se trata de edificar un mundo cada día más humano y fraterno, y, como es propio del espíritu evangélico. Hay que construir un mundo en el que se refleje mejor la compasión hacia el débil o el desprotegido, según la tradición cristiana y las mejores tradiciones religiosas y humanísticas de las diversas culturas. Por ello, el Papa Benedicto XVI no duda en subrayar que “la vida, que es obra de Dios, no debe negarse a nadie, ni siquiera al más pequeño e indefenso, y mucho menos si presenta graves discapacidades”. Por lo mismo, no podemos “caer en el engaño de pensar que se puede disponer de la vida hasta legitimar su interrupción, enmascarándola quizá con un velo de piedad humana. Por tanto, es necesario defenderla, tutelarla y valorarla en su carácter único e irrepetible” (Discurso en la Jornada por la Vida, 4 febrero 2008).
En este contexto, la otra cara de la medalla es más dolorosa. Se trata de poner de relieve cuanto es contrario a la vida, de hacer que desaparezcan esos flagelos que azotan a la humanidad, como la pobreza, el narcotráfico, el terrorismo, la extorsión, la inseguridad ciudadana o cualquier otra clase de violencia. En estos ámbitos, las intervenciones de la Santa Sede han sido y son copiosas y claras. Se pretende verter luz sobre lacras que hieren lo más profundo de la condición humana, ante las que no se puede callar. El elenco es variopinto. A las que acabo de enumerar podríamos sumar el maltrato que la mujer sufre en muchas facetas; no ignoro tampoco los padecimientos de tantos niños o el abandono que asola a muchos ancianos. Son bastantes las regiones del mundo con carencias sanitarias enormes, en donde la miseria, el desempleo, el hambre o el analfabetismo también hacen estragos. Nunca será demasiado todo lo que se haga para que la vida de los seres humanos crezca serena e integralmente, en hogares donde familias fundadas sobre el matrimonio entre un varón y una mujer la custodien, eduquen rectamente y le abran perspectivas luminosas de futuro. Si todas estas raíces se descuidan, si se tildan de vetustas o no se alimentan vigorosamente, el hombre y su armónica convivencia perderán su real consistencia.
Y aquí quisiera salir el paso de una objeción que se suele hacer, cuando el magisterio de la Iglesia aborda algunas cuestiones tan innegociables como la protección de la vida humana, la familia cimentada en el matrimonio o el derecho inalienable de los padres a la educación religiosa de sus hijos. Rápidamente se descalifican sus propuestas, como si se pretendiera imponer la percepción eclesial a todos los ciudadanos de unas sociedades pluralistas. Lejos de eso, en la Iglesia queremos respetar a todas las personas y no tenemos la pretensión de juzgar a quien no comparte nuestra visión. Estamos abiertos a dialogar, pero nuestro servicio a la sociedad y a la verdad nos pide precisamente exponer las razones de nuestras convicciones. Y en este sentido, la Iglesia —como recuerda asiduamente Benedicto XVI— no duda en recurrir a los argumentos de razón en el diálogo con la sociedad. Así lo ha hecho siempre la mejor tradición de la Iglesia que, además de a los contenidos de fe, siempre ha recurrido a los argumentos llamados “de razón”, fundados en el orden natural e inscritos en el corazón humano.
A todo lo anterior hay que añadir los afanes de los representantes pontificios por el fomento de la paz, que sigue siendo un objetivo prioritario de la Santa Sede. Este campo específico se coloca entre el realismo y la profecía. El realismo nos invita a tomar conciencia de la creciente complejidad de las situaciones sociales y de sus conflictos. Y la profecía nos impulsa a no renunciar a lo que, en una primera instancia, podría a veces ser calificado como utópico pero, con mirada atenta y esperanzada, cabe que sea visto como posibilidad real. A pesar de tantas experiencias frustrantes, hemos de creer en una lenta pero irreversible maduración ética de la humanidad. A ella contribuye el respeto a la libertad religiosa, que es vía fundamental para la construcción de la paz, porque —en palabras del Papa— “la paz, de hecho, se construye y se conserva sólo cuando el hombre puede libremente buscar y servir a Dios en su corazón, en su vida y en sus relaciones con los demás” (Discurso al cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, 10 enero 2011). A la luz de estas consideraciones, se comprende bien que el Santo Padre señale que “no es expresión de laicidad, sino su degeneración en laicismo, la hostilidad contra cualquier forma de relevancia política y cultural de la religión; en particular, contra la presencia de todo símbolo religioso en las instituciones públicas” (Discurso al 56 Congreso Nacional de la unión de Juristas católicos Italianos, 9 diciembre 2006).
Por ello, cada día animo a mis colaboradores en la Secretaría de Estado a no desfallecer para propugnar una amplia visión de las relaciones sociales, que incluya el diálogo de la Iglesia con el Estado, que refuerce la colaboración con las instituciones civiles para el desarrollo integral de la persona y su dignidad, que facilite el libre ejercicio de la misión evangelizadora de la Iglesia, y que señale el deber de la sociedad y de la Administración Pública para garantizar espacios donde los creyentes puedan vivir y celebrar su fe. En este contexto, la Iglesia pide, en el ejercicio de su misión en el mundo, manifestada en variadas formas individuales y comunitarias, la misma actitud de respeto y autonomía que ella muestra hacia las realidades temporales (cf. Discurso en la Conferencia Episcopal Española, 5 febrero 2009, nº 10).
Recordamos hoy las catastróficas inundaciones ocurridas el veinticinco de septiembre de mil novecientos sesenta y dos en diversas comarcas de Cataluña, que ocasionaron un elevado número de muertos y desaparecidos, lo que motivó una auténtica ola de solidaridad ante tanto sufrimiento. Por mi parte, deseo también destinar el montante económico de este galardón a fines solidarios, entregando el cincuenta por ciento del mismo a la benemérita iniciativa del Arzobispado de Barcelona para los jóvenes sin trabajo, y el otro cincuenta por ciento a los proyectos del Grupo Guadalupe de Nicaragua, una iniciativa creada en ese país por la Hermana Guadalupe Caldera Ramírez, capuchina de la Madre del Divino Pastor, que a sus noventa y tres años sigue siendo todavía el alma de esta fundación, y para becas a alumnos sin recursos de las escuelas de estas religiosas fundadas por el Beato José Tous.
Majestades, Señor Cardenal, Señoras y Señores, he de concluir mis palabras. Me consentirán hacerlo evocando algunas ideas contenidas en el discurso de Don Juan Carlos, cuando gentilmente se despidió del Papa al término de la celebración de la vigésimo sexta Jornada Mundial de la Juventud. Vuestra Majestad aludía entonces a cómo el “presente demanda concentrar nuestra atención en los jóvenes si queremos ganar el futuro que ellos representan y se merecen. Ese futuro que solo será mejor —decía el Rey— si situamos los intereses generales por encima de los egoísmos particulares, si pensamos más en lo que debemos hacer por los demás, que en lo que podemos conseguir para nosotros”.
Comparto plenamente sus palabras, que estimo no valen únicamente para los jóvenes. En verdad no tienen edad.
Queridos amigos, me parece que la hora actual exige como nunca aunar voluntades para lograr aquello que a todos beneficia, venciendo pesimismos y cortos horizontes. Por eso mismo, creo que ese futuro vislumbrado por el Rey solicita el respeto a la libertad, a la verdad y a la dignidad de la persona. Reclama la comprensión, el esfuerzo, el diálogo, el entendimiento y la cooperación de todos para asegurar la concordia, y de este modo se puedan superar crisis y desafíos, hoy muy presentes y arduos. Pero no solamente eso. Sabemos de sobra que, sin el auxilio divino, vanas son las fatigas humanas. Majestad, Eminencia, Señoras y Señores, suplico al Omnipotente que derrame sus dones para que el anhelo del Rey Don Juan Carlos se haga una gozosa realidad entre ustedes. Aquesta és la meva esperança i el meu desig per a tots. I moltes gràcies per la seva atenció.

9/24/12


Fe y testimonio cristiano



Ramiro Pellitero


El testimonio sencillo y creíble de la propia vida con Cristo es lo que principalmente mostrará la fuerza transformadora de la fe cristiana

      La última parte del Documento para el sínodo sobre la nueva evangelización insiste en algunas cuestiones decisivas: la relación entre la fe y la razón, la ciencia y la belleza; la importancia del testimonio cristiano; y, para todo ello, la centralidad de Cristo en la fe y en la vida cristiana, que de Él toma su nombre.

Fe y razón, arte y ciencia

      1. Especialmente en el ámbito universitario, esto se traduce en la necesidad de mostrar la complementariedad entre la fe y la razón. Una responsabilidad especial corresponde a los científicos cristianos: «ellos han de dar testimonio, con la propia actividad y sobre todo con la vida, de que la razón y la fe son dos alas que conducen a Dios» (Documento de trabajo para el sínodo sobre la nueva evangelización, n. 156; Juan Pablo II, enc. Fides et ratio, n. 5).
      Asimismo la experiencia actual sobre la educación en la fe apunta a «el arte y la belleza, como lugar de transmisión de la fe. Es interesante escuchar en esto a las Iglesias Católicas Orientales cuando afirman, con su experiencia de siglos, que “la relación entre fe y belleza no es una simple aspiración estética. Por el contrario, dicha relación es vista como un recurso fundamental para dar testimonio de la fe y para desarrollar un saber que sea verdaderamente un servicio ‘integral’ a la totalidad del ser humano» (Documento de trabajo, n. 157). Así de la mano del arte cristiano y de la liturgia se abren los caminos hacia la sabiduría en los que se puede reconocer la plenitud de la belleza en la obra redentora de Cristo.

Cuestión de autenticidad: importancia del testimonio

      2. Otras dos cuestiones decisivas. En primer lugar, que «el problema de la evangelización no es una cuestión organizativa ni estratégica, sino más bien espiritual»Es una cuestión de autenticidad, como lo reflejan estas palabras de Pablo VI:
      «El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escuchan a los que enseñan, es porque dan testimonio [...] Será sobre todo mediante su conducta, mediante su vida, como la Iglesia evangelizará al mundo, es decir, mediante un testimonio vivido de fidelidad a Jesucristo, de pobreza y desapego de los bienes materiales, de libertad frente a los poderes del mundo, en una palabra de santidad» (exhort. Evangelii nuntiandi, n. 41).
      Así pues, «el secreto último de la nueva evangelización es la respuesta a la llamada a la santidad de cada cristiano». Solamente así un cristiano se convierte en “testigo” con su vida y sus palabras:
      «Nos convertimos en testigos cuando, por nuestras acciones, palabras y modo de ser, aparece Otro y se comunica. Se puede decir que el testimonio es el medio con el que la verdad del amor de Dios llega al hombre en la historia, invitándolo a acoger libremente esta novedad radical. En el testimonio Dios, por así decir, se expone al riesgo de la libertad del hombre» (Benedicto XVI, exhort. Sacramentum caritatis, n. 85).
La vida como vocación (llamada)
      3. En segundo lugar, el Documento de trabajo señala la necesidad de «promover una cultura de la vida entendida como vocación» (n. 160). El sínodo sobre la Palabra de Dios puso de relieve que «la vida misma es vocación en relación con Dios. (…) Él nos llama a la santidad mediante opciones definitivas, con las cuales nuestra vida corresponde a su amor, asumiendo tareas y ministerios para edificar la Iglesia. (…) Aquí tocamos uno de los puntos clave de la doctrina del Concilio Vaticano II, que ha subrayado la vocación a la santidad de todo fiel, cada uno en el propio estado de vida» (Benedicto XVI, exhort. Verbum Domini, n. 77). Como el Papa destaca, el Concilio Vaticano II ha puesto en primer plano que la vocación a la santidad es para todos, y, por tanto, que todos los cristianos han de verse corresponsables en la misión de la Iglesia, según su propia condición, dones, ministerios y carismas.

Nueva evangelización y conversión

      ¿Qué significa, en definitiva, “nueva evangelización”? No ciertamente un nuevo Evangelio, sino responder a las necesidades actuales sobre la base de la identidad cristiana, del testimonio de vida y de palabra, y de la promoción de una cultura más profundamente radicada en el Evangelio (cf. Documento de trabajo, n. 164). Cabría subrayar que la evangelización de una cultura es consecuencia de la evangelización de las personas. Y que la conversión de las personas tiene también un reflejo en la “conversión” de las instituciones y comunidades cristianas, comenzando por la “reforma en la continuidad” de la Iglesia misma.
      Juan Pablo II dijo bien claro que la nueva evangelización era responsabilidad de todos los cristianos, que debían revivir la«pasión evangelizadora» de San Pablo (cf. 1 Co 9, 16):
      «Esta pasión suscitará en la Iglesia una nueva acción misionera, que no podrá ser delegada a unos pocos ‘especialistas’, sino que acabará por implicar la responsabilidad de todos los miembros del Pueblo de Dios. Quien ha encontrado verdaderamente a Cristo no puede tenerlo sólo para sí, debe anunciarlo. Es necesario un nuevo impulso apostólico que sea vivido, como compromiso cotidiano de las comunidades y de los grupos cristianos» (Carta Novo millennio ineunte, n. 40).

Redescubrir el corazón del cristianismo. Anunciar a Jesucristo

      4. Para lograr ese nuevo impulso evangelizador —concluye el Documento de trabajo— es necesario redescubrir el corazón que impulsa la esperanza cristiana, la fuente de la alegría y la energía que transforma nuestra vida en Palabra para nosotros mismos y para nuestros contemporáneos: esto es, descubrir a Jesucristo. Nueva evangelización significa, sobre todo, anunciar a Jesucristo:
      «Tratando de percibir los signos de los tiempos en la historia actual, [la fe] nos compromete a cada uno a convertirnos en un signo vivo de la presencia de Cristo resucitado en el mundo. Lo que el mundo necesita hoy de manera especial es eltestimonio creíble de los que, iluminados en la mente y el corazón por la Palabra del Señor, son capaces de abrir el corazón y la mente de muchos al deseo de Dios y de la vida verdadera, ésa que no tiene fin» (Benedicto XVI, Carta Porta fidei, n. 15).
      El testimonio sencillo y creíble de la propia vida con Cristo (viviendo por Él, con Él y en Él) es lo que principalmente mostrará la fuerza transformadora de la fe cristiana. Este es el principal “argumento” y la primera “palabra” de la nueva evangelización para un mundo que se pregunta por el sentido de la vida y la verdad.

LA LÓGICA DE DIOS ES SIEMPRE 'OTRA' RESPECTO A LA NUESTRA


El Papa ayer en el rezo del Ángelus

¡Queridos hermanos y hermanas!:
En nuestro camino a través del evangelio de san Marcos, el domingo pasado entramos en la segunda parte, es decir, el último viaje a Jerusalén y hacia la cumbre de la misión de Jesús. Después de que Pedro, en nombre de los discípulos, ha profesado la fe en Él, reconociéndolo como el Mesías (cf. Mc. 8,29), Jesús comenzó a hablar abiertamente sobre lo que le pasaría al final.
El evangelista muestra tres predicciones sucesivas de la muerte y la resurrección, en los capítulos 8, 9 y 10: en ellos Jesús proclama cada vez más claro, el destino que le espera y su necesidad intrínseca. El pasaje de este domingo contiene el segundo de estos anuncios. Jesús dice: "El Hijo del hombre --una expresión con que se designa a sí mismo--, será entregado en manos de los hombres; le matarán y a los tres días de haber muerto resucitará" (Mc. 9,31). Los discípulos "no entendían lo que les decía y temían preguntarle" (v. 32).
De hecho, leyendo esta parte del relato de Marcos, está claro que entre Jesús y los discípulos hay una profunda distancia interior; están, por así decirlo, en dos longitudes de onda diferentes, por lo que los discursos del Maestro no son comprendidos, o lo son solo de modo superficial. El apóstol Pedro, inmediatamente después de haber manifestado su fe en Jesús, se permite regañarlo porque predijo que deberá ser rechazado y asesinado. Después del segundo anuncio de la pasión, los discípulos discutían sobre quién era el más grande entre ellos (cf. Mc. 9,34); y después, en el tercero, Santiago y Juan le piden a Jesús, el poder sentarse a su derecha y a su izquierda, cuando esté en la gloria (cf. Mc. 10,35-40).
Pero hay otras diversas señales de esta distancia: por ejemplo, los discípulos no logran curar a un muchacho epiléptico, que después Jesús sana con el poder de la oración (cf. Mc. 9,14-29); o cuando le presentan los niños a Jesús, los discípulos le reprochan, y al contrario Jesús, indignado, les hace quedarse, y afirma que solo los que son como ellos pueden entrar en el Reino de Dios (cf. Mc. 10,13-16).
¿Qué nos dice esto? Nos recuerda que la lógica de Dios es siempre "otra" respecto a la nuestra, según lo revelado por Dios a través del profeta Isaías: "Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros proyectos son mis proyectos" (Is. 55,8). Por ello, seguir al Señor le exige siempre al hombre una profunda conversión, de todos nosotros, un cambio en el modo de pensar y de vivir, le obliga a abrir el corazón a la escucha para dejarse iluminar y transformar interiormente.
Un punto-clave en el que Dios y el hombre se diferencian es el orgullo: en Dios no hay orgullo, porque Él es toda la plenitud y está siempre dispuesto a amar y a dar vida; en nosotros los hombres, sin embargo, el orgullo está profundamente arraigado y requiere una vigilancia constante y una purificación.
Nosotros, que somos pequeños, aspiramos a vernos grandes, a ser los primeros, mientras que Dios que es realmente grande, no teme de abajarse y ser el último.
Y la Virgen María está perfectamente "sintonizada" con Dios: invoquémosla con confianza, a fin de que nos enseñe a seguir fielmente a Jesús en el camino del amor y de la humildad.