1/31/15

Recordar el primer amor para no caer en la tibieza

El Papa ayer en Santa Marta



No ama en serio quien no recuerda los días del primer amor. Y un cristiano sin memoria de su primer encuentro con Jesús es una persona vacía, espiritualmente inerte, como suelen ser los tibios. Es lo que nos dice el comienzo de lectura de hoy, en la que el autor nos invita a recordar aquellos primeros días, en los que fuisteis —dice— iluminados por Cristo (cfr. Hb 10,32). El día del encuentro con Jesús no se puede olvidar nunca porque es el día de la gran alegría, de las ganas de hacer cosas grandes. Y, junto a la memoria, no podemos perder tampoco la valentía de los primeros tiempos y el entusiasmo y la franqueza, que nacen del recuerdo del primer amor.
La memoria es muy importante para recordar la gracia recibida, porque si perdemos el entusiasmo que proviene del primer amor, caemos en ese peligro tan grande para los cristianos: la tibieza. Los cristianos tibios: están ahí, quietos; sí, son cristianos, pero han perdido la memoria del primer amor. Y también han perdido el entusiasmo. Incluso han perdido la paciencia, no toleran las cosas de la vida con el espíritu del amor de Jesús; tolerar, llevar sobre los hombros las dificultades. ¡Los cristianos tibios pobrecillos están en grave peligro!
Cuando pienso en los cristianos tibios, me vienen a la cabeza dos imágenes tan expresivas como desagradables. La que evoca Pedro, del perro que vuelve a su vómito (2Pe 2,22), y la de Jesús, para quien hay personas que, al seguir el Evangelio, expulsan al demonio, pero cuando éste vuelve con más fuerza, le abren la puerta por no estar en guardia, y el demonio toma posesión de aquella casa (Mt, 12,45)  inicialmente limpia y aseada. Que es como decir volver al vómito de aquel mal en un primer tiempo rechazado. Sin embargo, el cristiano tiene dos parámetros: la memoria y la esperanza. Retener la memoria para no perder la experiencia tan hermosa del primer amor, que alimenta la esperanza. Muchas veces la esperanza puede parecer oscura, pero se sigue adelante. Cree y va a encontrar a Jesús, porque sabe que la esperanza no defrauda.
Estos dos parámetros son el marco en el que podemos conservar la salvación de los justos que viene del Señor. Una salvación, dice el Evangelio, que hay que proteger para que el pequeño grano de mostaza crezca y dé su fruto (cfr. Mc 4,32). Dan pena y hacen daño al corazón tantoscristianos a medias, tantos cristianos fracasados en el camino hacia el encuentro con Jesús, partiendo del encuentro con Jesús. Ese camino en el que han perdido la memoria del primer amor y la esperanza. Pidamos al Señor la gracia de proteger este regalo, el don de la salvación.

1/30/15

Dios salva a todos y a cada uno, pero en la Iglesia

Homilía del Papa ayer en Santa Marta



Como acabamos de leer en la Carta a los Hebreos, Jesús es el camino nuevo y vivo (Hb, 10,20) que debemos seguir como Él quiere. Porque hay formas erróneas de vida cristiana, y tenemos unos criterios para no seguir los modelos equivocados. Uno de esos modelos es privatizar la salvación. Es verdad que Jesús nos salva a todos, pero no genéricamente: a todos, pero a cada uno, con nombre y apellidos. Esa es la salvación personal. Es cierto que me salvó: el Señor me miró, dio su vida por mí, abrió ese camino nuevo para mí, y cada uno puede decir: por mí. Pero existe el peligro de olvidar que nos salvó singularmente, pero en un pueblo. El Señor salva siempre en un pueblo. Desde que llamó a Abraham, le prometió hacer un pueblo. ¡El Señor nos salva en un pueblo! Por eso, el autor de esta Carta nos dice: Fijémonos los unos en los otros (Hb, 10,24). No hay una salvación solo para mí. Si entiendo la salvación así, me equivoco; pierdo el camino. La privatización de la salvación es un camino equivocado.
Tres son los criterios para no privatizar la salvación: la fe en Jesús que nos purifica, la esperanza que nos hace mirar las promesas y avanzar, y la caridad, es decir, fijémonos los unos en los otros, para estimularnos a la caridad y a las buenas obras (Hb 10,24). Cuando estoy en una parroquia, en una comunidad –la que sea–, puedo privatizar la salvación y estar ahí solo socialmente. Para no privatizarla debo preguntarme si hablo y comunico la fe; si hablo y comunico la esperanza; si hablo, hago y comunico la caridad. Si en una comunidad no se habla, ni nos animamos unos a otros en esas tres virtudes, los componentes de esa comunidad han privatizado la fe: entonces, cada uno busca su propia salvación, y no la salvación de todos, la salvación del pueblo. Jesús salva a cada uno, pero en un pueblo, en la Iglesia.
El autor de la Carta a los Hebreos da un consejo práctico muy importante: no desertéis de las asambleas, como algunos tienen por costumbre (Hb 10,25). Esto sucede cuando estamos en una reunión –en la parroquia o en un grupo– y juzgamos a los demás, dando lugar a una especie de desprecio a los demás. Y ese no es el camino nuevo y vivo que el Señor inauguró. Desprecian a los otros; desertan de la comunidad; desertan del pueblo de Dios; han privatizado la salvación: la salvación es para mí y para mi grupito, pero no para todo el pueblo de Dios. Y eso es un error muy grande. Es lo que llamamos élites eclesiales. Cuando en el pueblo de Dios se crean esos grupos, piensan que son buenos cristianos, incluso –tal vez– tienen buena voluntad, pero son grupos que privatizan la salvación.
Dios nos salva en un pueblo, no en las élites que, con nuestras filosofías o nuestro modo de entender la fe, hemos construido. Y esas no son las gracias de Dios. Preguntémonos: ¿Tiendo a privatizar la salvación –para mí, para mi grupito, para mi élite–, o no deserto del pueblo de Dios, no me alejo del pueblo de Dios y siempre estoy en comunidad, en familia, con el lenguaje de la fe, de la esperanza y de las obras de caridad?
Que el Señor nos conceda la gracia de sentirnos siempre Pueblo de Dios, salvados personalmente. Eso es verdad: nos salva con nombre y apellidos, pero salvados en un pueblo, no en mi grupito.

1/29/15

Fortalezcan sus corazones (St 5,8)

Mensaje del Papa para la Cuaresma


Queridos hermanos y hermanas:
La Cuaresma es un tiempo de renovación para la Iglesia, para las comunidades y para cada creyente. Pero sobre todo es un «tiempo de gracia» (2 Co 6,2). Dios no nos pide nada que no nos haya dado antes: «Nosotros amemos a Dios porque él nos amó primero» (1 Jn 4,19). Él no es indiferente a nosotros. Está interesado en cada uno de nosotros, nos conoce por nuestro nombre, nos cuida y nos busca cuando lo dejamos. Cada uno de nosotros le interesa; su amor le impide ser indiferente a lo que nos sucede. Pero ocurre que cuando estamos bien y nos sentimos a gusto, nos olvidamos de los demás (algo que Dios Padre no hace jamás), no nos interesan sus problemas, ni sus sufrimientos, ni las injusticias que padecen… Entonces nuestro corazón cae en la indiferencia: yo estoy relativamente bien y a gusto, y me olvido de quienes no están bien. Esta actitud egoísta, de indiferencia, ha alcanzado hoy una dimensión mundial, hasta tal punto que podemos hablar de una globalización de la indiferencia. Se trata de un malestar que tenemos que afrontar como cristianos.
Cuando el pueblo de Dios se convierte a su amor, encuentra las respuestas a las preguntas que la historia le plantea continuamente. Uno de los desafíos más urgentes sobre los que quiero detenerme en este Mensaje es el de la globalización de la indiferencia.
La indiferencia hacia el prójimo y hacia Dios es una tentación real también para los cristianos. Por eso, necesitamos oír en cada Cuaresma el grito de los profetas que levantan su voz y nos despiertan.
Dios no es indiferente al mundo, sino que lo ama hasta el punto de dar a su Hijo por la salvación de cada hombre. En la encarnación, en la vida terrena, en la muerte y resurrección del Hijo de Dios, se abre definitivamente la puerta entre Dios y el hombre, entre el cielo y la tierra. Y la Iglesia es como la mano que tiene abierta esta puerta mediante la proclamación de la Palabra, la celebración de los sacramentos, el testimonio de la fe que actúa por la caridad (cf. Ga 5,6). Sin embargo, el mundo tiende a cerrarse en sí mismo y a cerrar la puerta a través de la cual Dios entra en el mundo y el mundo en Él. Así, la mano, que es la Iglesia, nunca debe sorprenderse si es rechazada, aplastada o herida.
El pueblo de Dios, por tanto, tiene necesidad de renovación, para no ser indiferente y para no cerrarse en sí mismo. Querría proponerles tres pasajes para meditar acerca de esta renovación.

1. «Si un miembro sufre, todos sufren con él» (1 Co 12,26) – La Iglesia

La caridad de Dios que rompe esa cerrazón mortal en sí mismos de la indiferencia, nos la ofrece la Iglesia con sus enseñanzas y, sobre todo, con su testimonio. Sin embargo, sólo se puede testimoniar lo que antes se ha experimentado. El cristiano es aquel que permite que Dios lo revista de su bondad y misericordia, que lo revista de Cristo, para llegar a ser como Él, siervo de Dios y de los hombres. Nos lo recuerda la liturgia del Jueves Santo con el rito del lavatorio de los pies. Pedro no quería que Jesús le lavase los pies, pero después entendió que Jesús no quería ser sólo un ejemplo de cómo debemos lavarnos los pies unos a otros. Este servicio sólo lo puede hacer quien antes se ha dejado lavar los pies por Cristo. Sólo éstos tienen “parte” con Él (Jn 13,8) y así pueden servir al hombre.
La Cuaresma es un tiempo propicio para dejarnos servir por Cristo y así llegar a ser como Él. Esto sucede cuando escuchamos la Palabra de Dios y cuando recibimos los sacramentos, en particular la Eucaristía. En ella nos convertimos en lo que recibimos: el cuerpo de Cristo. En él no hay lugar para la indiferencia, que tan a menudo parece tener tanto poder en nuestros corazones. Quien es de Cristo pertenece a un solo cuerpo y en Él no se es indiferente hacia los demás. «Si un miembro sufre, todos sufren con él; y si un miembro es honrado, todos se alegran con él» (1 Co 12,26).
La Iglesia es communio sanctorum porque en ella participan los santos, pero a su vez porque es comunión de cosas santas: el amor de Dios que se nos reveló en Cristo y todos sus dones. Entre éstos está también la respuesta de cuantos se dejan tocar por ese amor. En esta comunión de los santos y en esta participación en las cosas santas, nadie posee sólo para sí mismo, sino que lo que tiene es para todos. Y puesto que estamos unidos en Dios, podemos hacer algo también por quienes están lejos, por aquellos a quienes nunca podríamos llegar sólo con nuestras fuerzas, porque con ellos y por ellos rezamos a Dios para que todos nos abramos a su obra de salvación.

2. «¿Dónde está tu hermano?» (Gn 4,9) – Las parroquias y las comunidades

Lo que hemos dicho para la Iglesia universal es necesario traducirlo en la vida de las parroquias y comunidades. En estas realidades eclesiales ¿se tiene la experiencia de que formamos parte de un solo cuerpo? ¿Un cuerpo que recibe y comparte lo que Dios quiere donar? ¿Un cuerpo que conoce a sus miembros más débiles, pobres y pequeños, y se hace cargo de ellos? ¿O nos refugiamos en un amor universal que se compromete con los que están lejos en el mundo, pero olvida al Lázaro sentado delante de su propia puerta cerrada? (cf. Lc 16,19-31).
Para recibir y hacer fructificar plenamente lo que Dios nos da es preciso superar los confines de la Iglesia visible en dos direcciones.
En primer lugar, uniéndonos a la Iglesia del cielo en la oración. Cuando la Iglesia terrenal ora, se instaura una comunión de servicio y de bien mutuos que llega ante Dios. Junto con los santos, que encontraron su plenitud en Dios, formamos parte de la comunión en la cual el amor vence la indiferencia. La Iglesia del cielo no es triunfante porque ha dado la espalda a los sufrimientos del mundo y goza en solitario. Los santos ya contemplan y gozan, gracias a que, con la muerte y la resurrección de Jesús, vencieron definitivamente la indiferencia, la dureza de corazón y el odio. Hasta que esta victoria del amor no inunde todo el mundo, los santos caminan con nosotros, todavía peregrinos. Santa Teresa de Lisieux, doctora de la Iglesia, escribía convencida de que la alegría en el cielo por la victoria del amor crucificado no es plena mientras haya un solo hombre en la tierra que sufra y gima: «Cuento mucho con no permanecer inactiva en el cielo, mi deseo es seguir trabajando para la Iglesia y para las almas» (Carta 254,14 julio 1897).
También nosotros participamos de los méritos y de la alegría de los santos, así como ellos participan de nuestra lucha y nuestro deseo de paz y reconciliación. Su alegría por la victoria de Cristo resucitado es para nosotros motivo de fuerza para superar tantas formas de indiferencia y de dureza de corazón.
Por otra parte, toda comunidad cristiana está llamada a cruzar el umbral que la pone en relación con la sociedad que la rodea, con los pobres y los alejados. La Iglesia por naturaleza es misionera, no debe quedarse replegada en sí misma, sino que es enviada a todos los hombres.
Esta misión es el testimonio paciente de Aquel que quiere llevar toda la realidad y cada hombre al Padre. La misión es lo que el amor no puede callar. La Iglesia sigue a Jesucristo por el camino que la lleva a cada hombre, hasta los confines de la tierra (cf. Hch 1,8). Así podemos ver en nuestro prójimo al hermano y a la hermana por quienes Cristo murió y resucitó. Lo que hemos recibido, lo hemos recibido también para ellos. E, igualmente, lo que estos hermanos poseen es un don para la Iglesia y para toda la humanidad.
Queridos hermanos y hermanas, cuánto deseo que los lugares en los que se manifiesta la Iglesia, en particular nuestras parroquias y nuestras comunidades, lleguen a ser islas de misericordia en medio del mar de la indiferencia.

3. «Fortalezcan sus corazones» (St 5,8) – La persona creyente

También como individuos tenemos la tentación de la indiferencia. Estamos saturados de noticias e imágenes tremendas que nos narran el sufrimiento humano y, al mismo tiempo, sentimos toda nuestra incapacidad para intervenir. ¿Qué podemos hacer para no dejarnos absorber por esta espiral de horror y de impotencia?
En primer lugar, podemos orar en la comunión de la Iglesia terrenal y celestial. No olvidemos la fuerza de la oración de tantas personas. La iniciativa 24 horas para el Señor, que deseo que se celebre en toda la Iglesia ─también a nivel diocesano─, en los días 13 y 14 de marzo, es expresión de esta necesidad de la oración.
En segundo lugar, podemos ayudar con gestos de caridad, llegando tanto a las personas cercanas como a las lejanas, gracias a los numerosos organismos de caridad de la Iglesia. La Cuaresma es un tiempo propicio para mostrar interés por el otro, con un signo concreto, aunque sea pequeño, de nuestra participación en la misma humanidad.
Y, en tercer lugar, el sufrimiento del otro constituye un llamado a la conversión, porque la necesidad del hermano me recuerda la fragilidad de mi vida, mi dependencia de Dios y de los hermanos. Si pedimos humildemente la gracia de Dios y aceptamos los límites de nuestras posibilidades, confiaremos en las infinitas posibilidades que nos reserva el amor de Dios. Y podremos resistir a la tentación diabólica que nos hace creer que nosotros solos podemos salvar al mundo y a nosotros mismos.
Para superar la indiferencia y nuestras pretensiones de omnipotencia, quiero pedir a todos que este tiempo de Cuaresma se viva como un camino de formación del corazón, como dijo Benedicto XVI (Ct. Enc. Deus caritas est, 31). Tener un corazón misericordioso no significa tener un corazón débil. Quien desea ser misericordioso necesita un corazón fuerte, firme, cerrado al tentador, pero abierto a Dios. Un corazón que se deje impregnar por el Espíritu y guiar por los caminos del amor que nos llevan a los hermanos y hermanas. En definitiva, un corazón pobre, que conoce sus propias pobrezas y lo da todo por el otro.
Por esto, queridos hermanos y hermanas, deseo orar con ustedes a Cristo en esta Cuaresma: “Fac cor nostrum secundum Cor tuum”: “Haz nuestro corazón semejante al tuyo” (Súplica de las Letanías al Sagrado Corazón de Jesús). De ese modo tendremos un corazón fuerte y misericordioso, vigilante y generoso, que no se deje encerrar en sí mismo y no caiga en el vértigo de la globalización de la indiferencia.
Con este deseo, aseguro mi oración para que todo creyente y toda comunidad eclesial recorra provechosamente el itinerario cuaresmal, y les pido que recen por mí. Que el Señor los bendiga y la Virgen los guarde.

1/28/15

Comentario a la liturgia Domingo 4 del Tiempo Ordinario Ciclo B

P. Antonio Rivero, L.C.

Textos: Deut 18, 15-20; 1 Co 7, 32-35; Mc 1, 21-28



Idea principal:
 El profeta sólo tiene que decir las palabras de quien le manda, aunque sean duras de oír y difíciles de poner en práctica.
Síntesis del mensaje: Desde el bautismo, todo cristiano es profeta. De parte de Dios, el profeta anuncia la Buena Nueva y denuncia el mal, en orden a la salvación de los hombres. Quien escuche y haga caso, se salvará. Y, ¡ay del profeta que no anuncie lo que Dios le haya mandado! (primera lectura).

Puntos de la idea principal:

En primer lugar, ser profeta no significa preanunciar hechos futuros. Profeta no es tan sólo el que predice de antemano lo que va a suceder, sino ante todo el que habla en lugar de otro. No el que habla “antes” sino “en lugar de”. El profeta judío era propiamente el que hablaba en nombre de Yahvé o en su honor, el que proclamaba sus alabanzas, el que predicaba su doctrina y anunciaba sus decretos. Era el heraldo, el intérprete del Señor. Es cierto que normalmente el Señor gobernaba al pueblo de Israel a través de sus legisladores. Pero a veces quería manifestar voluntades expresas, y para ello recurría al profeta, no pidiéndole un servicio sino intimándole una orden. Con frecuencia, como hoy a Moisés (1ª lectura), lo enviaba a hablar delante de una asamblea, sin que hubiese sido previamente invitado, y el profeta se veía obligado a ir de las plazas al templo, y del templo a los palacios de los grandes, como un inoportuno, a veces, o un aguafiestas. También el Señor se valió de ellos para anunciar el futuro. Así predijeron muchos detalles acerca del Mesías que había de venir, y anunciaron que los grandes hechos del Antiguo Testamento eran una imagen de lo que sucedería luego en Cristo y en la Iglesia. Hechos y palabras. Los profetas, con sus palabras explicaban el sentido de los hechos, y anunciaban que en el futuro esos hechos se repetirían, pero en un nivel infinitamente superior. Y llegó Cristo, el Gran Profeta definitivo.

En segundo lugar, sí, Jesús es el Profeta definitivo que habla y actúa con autoridad. No sólo hablaría en nombre de Dios, sino que Él mismo sería el Habla de Dios, la Palabra de Dios, el Verbo de Dios. El Verbo hecho carne. Y vino hablar con todo el poder de la majestad divina. No sólo el que enseña la verdad, sino el que es la Verdad misma. No sólo el quemarca el camino de la vida, sino que Él mismo es el Camino y la Vida. Jesús hablaba con autoridad. Hablar con autoridad es convencer e impulsar. Para eso, se necesita una cosa que tienen todos, otra que tienen pocos y otra que no tiene casi nadie, y son: palabras prometedoras, que ya sobran; vida consecuente con las palabras, que escasea, y hechos que hablen la vida y las palabras, que ya faltan. Jesús con su palabra, su vida y sus milagros traía a los demonios asustados y acabó con sus interferencias en las vidas de los hombres; ahí está el caso del endemoniado del evangelio de hoy. Sólo el poder de Jesús es capaz de exorcizar a los hombres, es decir, de sacarles del cuerpo los demonios posmodernos: el confort materialista de la vida, el hedonismo del placer por el placer, el culto al dinero, el culto al éxito personal, el laicismo sin espíritu, sin alma y sin Dios, la filosofía del descarte y de la indiferencia ante la pobreza humana, como tantas veces dice el papa Francisco. Estos son los únicos demonios que hasta ahora conozco, la única autoridad en que creo y el único exorcismo que practico, en nombre de Jesús.

Finalmente, todo bautizado también participa del profetismo de Jesús. No sólo los sacerdotes son profetas. También todo laico bautizado. Debemos ofrecer a Dios nuestros labios de modo que el Señor pueda seguir predicando por nuestro intermedio durante todo el trascurso de la historia, expulsando esos demonios que siguen estropeando los cuerpos y las almas de tantos que se dejan llevar por sus hechizos prometiendo la eterna juventud, como narra el escritor irlandés Oscar Wilde en su obra “El retrato de Dorian Gray”, a cambio de vender su alma al Mefistófeles de turno, parafraseando el Fausto del escritor y poeta alemán Goethe. Y debemos predicar la buena nueva por todos los tejados: casa, fábrica, puesto de trabajo, escuela, hospital, asilo de ancianos…hasta alcanzar todas las periferias existenciales, físicas, morales y espirituales. Profetas que también sepamos denunciar con respeto los desvaríos e injusticias de tantos –el pecado-, como hacía Cristo. Y esto desde todos los medios lícitos y buenos: medios de comunicación, púlpito, cátedras, mesa familiar. Y no sólo con la palabra, sino sobre todo con el ejemplo de vida. ¡Cuidémonos de los falsos profetas! Rápido se dan a conocer prometiendo la teología de la prosperidad o una vida sin normas morales. Cristo ya nos había alertado.

Para reflexionar: ¿Soy consciente de ser profeta desde el bautismo? ¿Anuncio con alegría y convencimiento la Buena Nueva del Evangelio, sin miedo y sin temor? ¿Denuncio el mal, sin condimentar lo que dice Dios con criterios mundanos? ¿A quién no he querido anunciar el mensaje de Cristo y denunciar con caridad el mal?

Para rezar: Medita estas palabras de la primera lectura: “Pondré mis palabras en su boca, y él dirá todo lo que yo le ordene”.

Los peligros de los padres ausentes o que se sitúan de 'igual a igual' con sus hijos

El Papa en la Audiencia General



Queridos hermanos y hermanas, buenos días:
Retomamos hoy el camino de catequesis sobre la familia. Hoy nos dejamos guiar por la palabra padre. Una palabra, más que cualquier otra, querida para nosotros cristianos, porque es el nombre con el que Jesús nos ha enseñado a llamar a Dios, Padre. El sentido de este nombre ha recibido una nueva profundidad propia a partir del modo en que Jesús lo usaba para dirigirse a Dios y manifestar su relación especial con Él. El misterio bendecido de la intimidad de Dios,Padre, Hijo y Espíritu, revelado por Jesús, es el corazón de nuestra fe cristiana.
“Padre” es una palabra conocida por todos, una palabra universal. Ésta indica una relación fundamental cuya realidad es tan antigua como la historia del hombre. Hoy en día, sin embargo, se ha llegado a afirmar que la nuestra sería una ‘sociedad sin padres’. En otros términos, en particular en la cultura occidental, la figura del padre sería simbólicamente ausente, desaparecida, eliminada. En un primer momento, la cosa se ha percibido como una liberación: liberación del padre-dueño, del padre como representante de la ley que se impone desde fuera, del padre como censura de la felicidad de los hijos y obstáculo de la emancipación y de la autonomía de los jóvenes. De hecho, a veces en nuestras casas reinaba en el pasado el autoritarismo, en ciertos casos incluso la opresión: padres que trataban a los hijos como siervos, no respetando las exigencias personales de su crecimiento: padres que nos les ayudaban a emprender su camino con libertad, y no es fácil educar al hijo en libertad. Padre que no les ayudaban a asumir las propias responsabilidades para construir su futuro y el de la sociedad. Esto, ciertamente, no es una buena actitud.
Pero, como sucede a veces, hemos pasado de un extremo al otro. El problema de nuestros días no parece ser tanto la presencia invasiva de los padres, sino más bien su ausencia, su fuga. Los padres están a menudo tan centrados sobre sí mismos, su trabajo, y sobre la propia realización individual, que olvidan incluso la familia. Y dejan solos a los pequeños y a los jóvenes. Ya de obispo de Buenos Aires me daba cuenta del sentido de orfandad que viven hoy los chavales. A menudo preguntaba a los padres si jugaban con sus hijos, si tenían la valentía y el amor de perder tiempo con los hijos.   Y la respuesta era fea. En la mayoría de los casos: ‘no puedo, mucho trabajo’. El padre estaba ausente de ese hijo que crecía y no jugaba con él, no perdía tiempo con él. Ahora, en este camino común de reflexión sobre la familia, quisiera decir a todas las comunidades cristianas que debemos estar más atentos: la ausencia de la figura paterna en la vida de los pequeños y de los jóvenes produce lagunas y heridas que pueden ser también muy graves. Y de hecho las desviaciones de los niños y de los adolescentes se ponen en buena parte reconducir a esta falta, a la carencia de ejemplos y de guías autorizadas en su vida de cada día. A la carencia de cercanía, a la carencia de amor por parte del padre. Es más profundo de lo que pensamos el sentido de orfandad que viven muchos jóvenes.
Son huérfanos pero en la familia porque los padres a menudo están ausentes, también físicamente, en casa, pero sobre todo porque, cuando están, no se comportan como padres, no dialogan con sus hijos, no cumplen su tarea educativa, no dan a los hijos en ejemplo acompañado por las palabras, esos principios, esos valores, esas reglas de vida que necesitan como el pan. La cualidad educativa de la presencia paterna es aún más necesaria cuando  el padre está obligado por el trabajo a estar lejos de casa.
A veces parece que los padres no saben bien qué lugar ocupar en la familia y cómo educar a los hijos. Y entonces, en la duda, se abstienen, se retiran y descuidan sus responsabilidades, quizá refugiándose en una relación improbable “de igual a igual” con los hijos. Es verdad que debes ser compañero de tu hijo, pero sin olvidar que eres el padre. Pero si tú solamente te comportas como un compañero a la pa no le hará bien al joven.
Esto también lo vemos en la comunidad civil. La comunidad civil, con sus instituciones, tiene una cierta responsabilidad, podemos decir paterna, hacia los jóvenes, una responsabilidad que a veces descuida o ejerce mal. También ésta a menudo les deja huérfanos y no les propone una verdad de perspectiva. Los jóvenes permanecen así, huérfanos de caminos seguros que recorrer, huérfanos de maestros de los que fiarse, huérfanos de ideales que calienten el corazón, huérfanos de valores y de esperanzas que les apoyen cotidianamente. Están llenos quizá de ídolos pero se les roba el corazón, son empujados a soñar diversiones y placeres, pero no se les da trabajo; son ilusionados con el dios dinero, y se les niegan las verdaderas riquezas.
Y entonces hará bien a todos, a los padres y a los hijos, escuchar de nuevo la promesa que Jesús ha hecho a sus discípulos: “No os dejaré huérfanos” (Jn 14, 18). Es Él, de hecho, el Camino que hay que recorrer, el Maestro para escuchar, la Esperanza de que mundo puede cambiar, que el amor vence el odio, que puede haber un futuro de fraternidad y de paz para todos.
Algunos de vosotros podrá decirme, pero padre, hoy usted ha estado demasiado negativo. Ha hablado solo de la ausencia de los padres, de lo que pasa cuando los padres no están cerca de los hijos. Es verdad. He querido subrayar esto porque el próximo miércoles seguiré con esta catequesis, destacando la belleza de la paternidad. Por eso he elegido comenzar por la oscuridad para llegar hasta la luz.
Que el Señor nos ayude a entender bien estas cosas. Gracias.

1/27/15

Pidamos a Dios querer hacer su voluntad

El Papa en la homilía de este martes


Érase una vez una ley hecha de prescripciones y prohibiciones, de sangre de toros y machos cabríos, de sacrificios antiguos que no tenían fuerza para perdonar pecados ni para hacer justicia. Luego vino al mundo Cristo y, al subir a la Cruz —el acto que nos ha justificado de una vez para siempre—, Jesús demostró cuál era el sacrificio más agradable a Dios: no el holocausto de un animal, sino el ofrecimiento de la propia voluntad para hacer la voluntad del Padre.
Las lecturas y el Salmo del día (Hb 10,1-10; Sal 39,2.4ab.7-8a.10.11; Mc 3,31-35) nos llevan de la mano a reflexionar sobre uno de los fundamentos de la fe: la obediencia a la voluntad de Dios. Ese es el camino de la santidad, del cristiano, es decir, que se cumpla el plan de Dios, que la salvación de Dios se realice. Lo contrario comenzó en el Paraíso, con la no obediencia de Adán. Y esa desobediencia trajo el mal a toda la humanidad. También  los pecados son actos de no obedecer a Dios, de no hacer la voluntad de Dios. En cambio, el Señor nos enseña que ese es el camino, no hay otro. Empieza ya con Jesús en el Cielo, con su voluntad de obedecer al Padre. Pero, en la tierra comienza con la Virgen. ¿Qué le dijo al Ángel? Hágase en mí según tu palabra (Lc, 1,38), o sea, hágase la voluntad de Dios. Y con ese sí a Dios, el Señor comenzó su vida entre nosotros.
¡No es fácil cumplir la voluntad de Dios! No fue fácil para Jesús que, en esto fue tentado en el desierto y también en el Huerto de los Olivos donde, con agonía en el corazón, aceptó el suplicio que le esperaba. No fue fácil para algunos discípulos, que lo abandonaron por no entender qué erahacer la voluntad del Padre (Jn 4,34). No lo es para nosotros, desde que cada día nos ponen en bandeja tantas opciones. Entonces, ¿qué hago para hacer la voluntad de Dios? Pidiendo la gracia de quererla hacer. ¿Pido que el Señor me dé ganas de hacer su voluntad, o busco componendas porque me da miedo la voluntad de Dios? Y otra cosa: rezar para conocer la voluntad de Dios para mí y para mi vida, qué decisión debo tomar ahora, cómo gestionar mis cosas, etc. O sea, oración para querer hacer la voluntad de Dios, y oración para conocer la voluntad de Dios. Y cuando conozco la voluntad de Dios, otra vez oración, por tercera vez: para hacerla, para cumplir esa voluntad que no es la mía, sino la de Él. ¡Y no es fácil!
Resumiendo, rezar para tener ganas de seguir la voluntad de Dios, rezar para conocer la voluntad de Dios y rezar —una vez conocida— para sacar adelante la voluntad de Dios. Pues que el Señor nos conceda la gracia, a todos, para que un día pueda decir de nosotros lo que dijo de aquel grupo, de esa gente que le seguía y que estaban sentados a su alrededor, como acabamos de escuchar en el Evangelio: Estos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre (Mc 3,35). Hacer la voluntad de Dios nos hace ser parte de la familia de Jesús, nos hace madre, padre, hermana, hermano..

Soy el cuarto hijo de una familia cristiana numerosa...

Héctor Franceschi 


Traducción de la Carta abierta al director del diario Corriere della Sera, y publicada en la edición italiana de aleteia.org.

Señor Director:
Soy el cuarto hijo de una familia cristiana numerosa. Somos diez hermanos, los dos últimos −huérfanos de una familia humilde− adoptados por mis padres cuando el octavo hijo estaba ya en la Universidad. Debo decirle que me sentí desolado cuando, en el Corriere della Sera del 20 de enero, leí el título entrecomillado del artículo de Gian Guido Vecchi«Serve una paternità responsabile. La famiglia ideale è quella con tre figli» (Hace falta una paternidad responsable. La familia ideal es la que tiene tres hijos). Me quedé sorprendido.
Como sabe usted bien, en el periodismo las palabras entre comillas significan palabras textuales. En todo caso, me sentí como "de sobra", como ese que no tendría por qué estar si la familia ideal fuese la de los tres hijos. ¡Ya no digamos de los hermanos y hermanas que vinieron después! Yo quiero mucho al PapaFrancisco y fui enseguida a buscar esas palabras en la entrevista para intentar comprender en qué sentido las había dicho el Papa, y me quedé asombrado del modo en que sus palabras han sido malinterpretadas en el título del artículo.
Si nos atenemos a lo que el mismo Dr. Vecchi recoge en su artículo, las palabras textuales del Papa fueron:«Tres hijos es el número que los expertos consideran importante para mantener la población. Cuando desciende, sucede lo que he oído decir −no sé si es verdad− que podría pasar en Italia en el 2024: no habrá dinero para pagar a los pensionistas». Valoren ustedes mismo si esas palabras dicen que tres es el número ideal o, en cambio, que por debajo de tres hijos no habrá recambio generacional, es decir, que tres es el número mínimo.
No sé ustedes, pero yo doy gracias a Dios todos los días por la generosidad de mis padres que, con grandes sacrificios, han criado nada menos que diez hijos, todos profesionales y hoy repartidos por el mundo: tres en Estados Unidos, uno en República Dominicana, otro en Kenia, donde ha creado una prestigiosa Facultad de Derecho, otros en Venezuela, nuestro país de origen, y yo en Roma desde hace más de veinte años, comprometido en la formación de juristas de todo el mundo. Entre los diez, los dos que me siguen y yo somos además sacerdotes, felices de nuestra vocación y al servicio de la Iglesia en tres países distintos.
La paternidad responsable de la que habla el Papa Francisco, como se deduce de sus mismas palabras en esa entrevista y en muchas otras ocasiones −véase el reciente Encuentro con familias numerosas en Roma y sus palabras en la Audiencia general del 21 de enero− no significa tener pocos hijos, sino tenerlos responsablemente, ya sean dos, tres o diez. No es el número lo que hace la diferencia, sino el modo en que los padres, incluso con grandes esfuerzos y sacrificios, sacan adelante la familia y cuidan del crecimiento y la educación de sus hijos, que son su primera empresa, lo más importante que tienen entre manos, más que un trabajo exitoso, una situación económica desahogada, una gran fama…, porque todo eso pasa; los hijos, en cambio, no, como he visto en mi familia, en la que ahora, con los padres ancianos, somos nosotros, a veces con sacrificios económicos y de tiempo y la necesidad de una organización coordinada, los que cuidamos de ellos, en el intento, que nunca será suficiente, de devolverles todo lo que nos han dado.
Además, como dice el mismo Pontífice −y esto no se menciona en los titulares−, la paternidad responsable hay que vivirla respetando la verdad de los actos conyugales, sin desnaturalizarlos con el uso de métodos anticonceptivos. No es solo una cuestión de moral de la Iglesia, sino algo que se refiere a la naturaleza y significado antropológico del acto conyugal, mediante el cual los esposos no solo expresan y refuerzan su unión, sino que se abren generosamente a otra dimensión intrínseca de esos actos, que es la de aceptar al otro cónyuge como potencial padre o madre de sus hijos.
Si usted me dice que la Iglesia también admite un método anticonceptivo, que es el de limitar los actos conyugales a los periodos infecundos cuando haya razones justas para retrasar la concepción de un hijo o no tener más, la respuesta se encuentra −y recomiendo su lectura− en la misma Encíclica Humanæ Vitæ, que el Papa Francisco califica como profética, y en la Familiaris Consortio de San Juan Pablo II. La diferencia entre los anticonceptivos y los periodos infecundos no es una diferencia de método, sino dos modos profundamente diversos de afrontar el amor conyugal: en el primer caso, se instrumentaliza el acto, cuando no la misma persona; en el segundo, se respetan los ritmos de la naturaleza y requiere conocer mejor al otro cónyuge, es necesario el autocontrol −la vida virtuosa, diría mejor−, y se debe pensar primero en el bien ajeno: del otro cónyuge y de la misma familia.
Como se habrán dado cuenta, para los medios de comunicación ya es un “dato cierto” que, para el Papa Francisco, la familia ideal es la de tres hijos, cuando no ha dicho nada de eso. Basta haber visto el Telediario de anoche 21 de enero, en el que entrevistan a “la familia católica ideal”, una de tres hijos. Estoy seguro de que son una buena familia católica, pero no por tener solo tres hijos. Son los cónyuges, siguiendo su conciencia bien formada y con generosidad −y muchas veces heroicidad− los que tendrán que valorar en su caso lo que Dios espera de ellos, porque, como ha recordado el mismo Papa Francisco, cada hijo es un don y una responsabilidad.
Termino, porque me he alargado demasiado, afirmando que en nuestra sociedad moderna, en la que muchos quieren tener la vida bajo control, dejando escapar a veces la posibilidad de ser sorprendidos por ella, se pierde toda auténtica esperanza para el futuro. Ante estas posturas, hacen falta familias que sepan arriesgarse, que tengan confianza en la vida, en ellos mismos y en sus hijos, que en las grandes familias a menudo llegan incluso a ser educadores de los hermanos y hermanas más pequeños y crecen en responsabilidad, al saber compartir, al ocuparse unos de otros. Además, si son creyentes, saben que la ayuda de Dios nunca les faltará. Es lo que yo he vivido en mi familia y visto en tantas otras familias, y que espero que muchos tengan el valor de vivir, de arriesgarse, porque quien no arriesga no vence.
Un cordial saludo,
Héctor Franceschi
Ordinario de Derecho Matrimonial Canónico
Pontificia Universidad de la Santa Cruz

El olvido del alma

 Ignacio Sánchez Cámara



  Una educación desalmada sólo puede conducir a una sociedad desalmada
Una sociedad que olvida o prescinde del alma es una sociedad desalmada. El centro de la vida de una sociedad es la educación. Una sociedad vale, en gran medida, lo que vale su hombre medio, es decir, su educación.
La educación, al menos desde Platón, consiste en el cuidado del alma. Aquí reside también el ser de Europa, según, entre otros, el filósofo polaco Jan Patôcka. Todo debate sobre la educación es estéril si se omite la referencia al alma y su cuidado.
Ningún problema técnico es relevante −desde la financiación a la calidad, desde la polémica entre la escuela pública o la privada…− si se omite la referencia al alma. Por cierto, en realidad toda educación es pública. Por cierto, lo que es público o privado es la titularidad de los centros.
La etimología nos orienta sobre la pista correcta. Educar es conducir, llevar, forjar… No hay educación sin finalidad, sin teleología, sin la representación de un ideal hacia el que se debe encauzar el camino del alma. Pero no se trata de forzar. Ni siquiera de formularla dogmáticamente. Bien decía Ortega y Gasset que quien pretenda enseñarnos una verdad, que no nos la diga, sino que nos muestre el camino para alcanzarla por nosotros mismos. La verdad nunca es cuestión de fuerza.
En su bello libro La infancia y el filósofoJorge Úbeda encuentra en la obra de Platón motivos para pensar de un modo nuevo la finitud y la temporalidad humanas. Y lo hace a través de una personal y pertinente interpretación de los dos diálogos en los que aparecen niños: Lisis y Cármides. La educación platónica consiste en el cuidado del alma. Y el alma es razón que desea y es también amor. La clave se encuentra en ese incesante deseo de amar y ser amado. Si se niega el alma, se niega la condición de la posibilidad de la educación.
La filosofía, según Platón, aspira al conocimiento de lo verdadero. Pero esto no es posible a través de los sentidos. Lo sensible es siempre opinable. Sólo el alma puede captar lo verdadero, pero para ello necesita abandonar la dirección y guía de los sentidos. La verdad es asunto del alma. Por eso la filosofía consiste en la purificación del cuerpo para alcanzar el pensamiento puro. Pero la separación del alma y el cuerpo es la muerte. En este sentido, la filosofía no puede ser sino tendencia hacia la muerte. La filosofía consiste para Platón también en una asimilación a lo divino, en proceso de perfeccionamiento que nos acerque a la Divinidad. Entonces, toda verdadera educación es religiosa.
Y todo pedagogo que niegue el alma o es un ignorante o un impostor.
El cuidado del alma sólo lo puede hacer uno mismo, pero no lo puede hacer solo. Para Platón la amistad deviene condición del propio cuidado del alma. Según Jorge Úbeda, al concebir la razón como deseo, Platón se encuentra con Emmanuel Levinas. Y no cabe sino compartir su afirmación: «A pesar de todo, la noción de alma me sigue pareciendo plenamente inspiradora y patentemente más descriptiva que la mente, el Yo, el Sujeto o el Dasein de los modernos y contemporáneos».
Decía, con verdad, Swift que la educación es la experiencia de la grandeza. De ahí que sus principales enemigos sean el relativismo, el igualitarismo y la politización. Ellos entrañan la destrucción de la educación. Si se niega la posibilidad de la experiencia de la grandeza, se niega la educación. Si se entroniza la mediocridad de la mano de un igualitarismo mal entendido, se destruye la educación. Si el poder asume su control, se destruye la educación. La politización es un grave mal que la convierte de fin en instrumento. Además, la política entraña el imperio del hombre común.
Es muy probable que el éxito educativo de Finlandia (al menos el relativo a los resultados tangibles) se deba a la valoración de la función social del profesor. Y no creo, desde luego, que se deba a la convicción finlandesa de que la educación consista en el cuidado del alma. Pero, al menos, se valora su función. ¿Qué no haría una sociedad convencida de que la educación consiste nada menos que en eso, en el cuidado del alma? Si no me equivoco, todo esto arroja alguna claridad sobre la crisis actual de la educación, generalmente reconocida. Pero lo que nos falta es, con frecuencia, el diagnóstico certero. No es tanto un problema de medios como de fines. Educar consiste en proponer un camino, acompañar, conducir. Eso significa que requiere una idea clara del hombre que hay que forjar. En suma, una idea acerca de la finalidad de la vida. Sin esto, sólo podrá consistir en acarrear técnicas y saberes más o menos prácticos. Pero lo más importante en la educación es siempre algo intensamente inútil. Precisamente porque no es un medio para obtener nada, sino un fin en sí.
La educación es la verdadera política. Platón distinguía entre la política socrática, entendida como pedagogía social, como educación del ciudadano, y la política sofística, que sólo busca halagar a los ciudadanos para obtener el poder. Las sociedades no pueden vivir sin minorías ejemplares que ejerzan la autoridad espiritual. Y estas minorías sólo pueden surgir a través de la educación. Pero resulta extremadamente difícil el imperio de la verdadera política. Para Platón la política democrática se asemeja a la situación de un médico y un pastelero juzgados por un tribunal de niños.
La etapa fundamental es la infancia. Después todo está ya ganado o perdido. Quizá no sea cierto que la infancia sea siempre una edad de oro. Nietzsche decía que debíamos poner en nuestras vidas la seriedad que pone el niño en sus juegos. Lo que da una superioridad al niño sobre el adulto es su manera de manejar el tiempo. El niño juega entregado al instante. Y, como Wittgenstein afirmó, vive eternamente quien vive el presente. La eternidad es el tiempo de la infancia. Sólo se libera del pasado quien vive en el presente. Sólo deja de temer al futuro quien vive en el presente. Pero la infancia también es conciencia de limitación y finitud. El hombre es un ser radicalmente menesteroso y dependiente. Entonces resulta extremadamente paradójico, más aún erróneo, considerar que el ideal y la plenitud humana consistan en bastarse a sí mismo. Ningún hombre se basta a sí mismo. Tampoco debería olvidar esto la educación.
La preparación para la profesión es muy importante, pero más aún lo es la preparación para la vida. Y esta preparación consiste en el cuidado del alma. El olvido del alma es la destrucción de la educación. Una educación desalmada sólo puede conducir a una sociedad desalmada.