8/24/16

Vigésimo segundo domingo del tiempo ordinario - Ciclo C

P. Antonio Rivero, L.C. 


Textos: Eclesiástico 3, 19-21.31.33; Hbr 12, 18-19.22-24a;Lc 14, 1.7-14
Idea principal: Todo seguidor de Jesús en el “banquete de la vida” debe ser humilde para ponerse en el último lugar y generoso, cuando invite a comer a los demás.
Síntesis del mensaje: No es fácil vivir los dos consejos que Cristo hoy nos invita a poner en práctica: primero, ponernos en el último lugar -¡qué locura!-, y después, invitar a comer, no a nuestros amigos y familiares, sino a los que no conocemos, -¡el colmo!- e incluso a quienes nos resultan antipáticos. Razones habrá tenido Jesús al darnos estos dos consejos que no son a primera vista naturales. Ya la 1ª lectura nos decía: “Hazte pequeño y alcanzarás el favor de Dios”.
Puntos de la idea principal:
En primer lugar, toda la liturgia de hoy es una invitación a vivir la virtud de la humildad. Virtud que antes de Cristo no era cotizada, al contrario, era infamia y defecto, porque los grecolatinos siempre buscaban la excelencia, el sobresalir, la “areté”. La palabra humildad proviene del latín humilitas, que significa “pegado a la tierra”. Es unavirtud moral contraria a la soberbia, que posee el ser humano en reconocer sus debilidades, cualidades y capacidades, y aprovecharlas para obrar en bien de los demás, sin decirlo. De este modo mantiene los pies en la tierra, sin vanidosas evasiones a las quimeras del orgullo. Santo Tomás estudia la humildad en la 2-2, 161, y dice: “La humildad significa cierto laudable rebajamiento de sí mismo, por convencimiento interior“. La humildad es una virtud derivada de la templanza por la que el hombre tiene facilidad para moderar el apetito desordenado de la propia excelencia, porque recibe luces para entender su pequeñez y su miseria, principalmente con relación a Dios. Humildad es ponernos en nuestro sitio exacto: soy pecador, redimido por Cristo. ¿De qué puedo presumir? Y poner a Dios en su lugar, el primero. Por eso, también la humildad es virtud derivada de la justicia, por la que damos a Dios lo que es de Dios: nuestras cualidades y talentos. La humildad es el cimiento de todo el edificio, como escribió santa Teresa en las Moradas Séptimas 4, 9. Sin humildad todas las demás virtudes se derrumban o son postizas.
En segundo lugar¿por qué tenemos que ponernos en el último lugar? Metámonos en el corazón de Jesús. Para evitarnos humillaciones en la vida – “oye, amigo, cede ese lugar a otro más importante que tú”-, Cristo nos aconseja humillarnos a nosotros mismos. A nosotros nos resulta difícil seguir este consejo de Cristo. Nos gusta ocupar siempre, en la medida que podemos, los puestos principales, ¿a quién no?. Está en nuestra naturaleza humana. No aceptamos de buena gana ser tan modestos que nos pongamos en el último lugar. Lo que hay detrás de este consejo de Jesús es esto:primero, que sólo Dios nos dé honor y gloria, y no los hombres;segundo, que sólo al humilde Dios le da sus gracias y lo quiere (1ª lectura), y finalmente, Cristo nos dice que para entrar en el banquete del Reino tenemos que ser humildes. Tenemos hambre y sed de honor y gloria personales; pero si cedemos a esta inclinación caemos en egoísmo, soberbia y vanidad, y no andaremos en la verdad, pues como decía santa Teresa de Jesús: “La humildad es andar en verdad; que lo es muy grande no tener cosa buena de nosotros, sino la miseria y ser nada”. Buscar nuestra gloria nos rebaja. Los grandes santos tuvieron que luchar también contra esta tendencia: santa Teresa de Jesús, san Ignacio de Loyola, por poner unos ejemplos. La humildad es una virtud que vino Jesús a enseñárnosla en persona, porque solos no podríamos aprender esta lección. Pero es la humildad la que definitivamente abre el corazón de Dios y el corazón de los hombres. Una persona soberbia y vanidosa cae mal en todas partes. La búsqueda de honores y sillones demuestra una actitud posesiva. Quien busca directamente honores, no los merece. Otro motivo para ser humildes: es que nos hace bien sobre todo a nosotros mismos, pues nos hace conocernos y aceptarnos mejor a nosotros mismos. El que es humilde, se ahora muchos disgustos y goza de una mayor paz y armonía interior y psicológica.
Finalmente¿por qué tenemos que invitar a comer a quienes no conocemos o son pobres, y ser generosos y espléndidos en nuestros dones y regalos? Metámonos en el corazón de Jesús. Cristo nos dio todo: su Iglesia, sus sacramentos, su vicario, su Madre, sus vestiduras, su evangelio, su testamento. No se quedó ni se reservó nada para Él. Fue siempre generoso. Lo normal es que cuando hacemos un banquete invitemos a parientes y amigos. Es la ley de la “reciprocidad comercial”. Ellos nos retribuirán después. Y Jesús nos dice que ahí no hay mérito, y propone la ley de la “generosidad gratuita”. Tenemos que buscar la recompensa divina, distinta de la recompensa humana que vicia las relaciones, inoculando el interés personal en una relación que debería ser generosa y gratuita. Invitar a los pobres, sí. En el Salmo de hoy nos dice que Dios prepara casa a los desvalidos y pobres. Ellos, los pobres, serán los mejores guardianes de nuestra humildad. Su indigencia los tiene habituados a considerarse vacíos y despojados, experimentando cada día la necesidad del auxilio ajeno para poder vivir, y así pueden enseñarnos con su ejemplo a practicar esta virtud tan valiosa pero tan ardua. Y no olvidemos lo que nos dice san Pablo: “Hay más alegría en dar que en recibir” (Hech 20, 35).

Para reflexionar: Meditemos este párrafo de santa Teresa de Jesús:Una vez estaba yo considerando por qué razón era nuestro Señor tan amigo de esta virtud de la humildad, y púsoseme delante a mi parecer sin considerarlo, sino de presto esto: que es porque Dios es suma Verdad, y la humildad es andar en verdad, que lo es muy grande no tener cosa buena de nosotros, sino la miseria y ser nada; y quien esto no entiende, anda en mentira. A quien más lo entienda agrada más a la suma Verdad, porque anda en ella. Plega a Dios, hermanas, nos haga merced de no salir jamás de este propio conocimiento, amén” (Moradas VI, 10, 7).

Para rezar: Señor Jesús, manso y humilde. Desde el polvo me sube y me domina esta sed de que todos me estimen, de que todos me quieran. Mi corazón es soberbio. Dame la gracia de la humildad, mi Señor manso y humilde de corazón. No sé de donde me vienen estos locos deseos de imponer mi voluntad, no ceder, sentirme más que otros… Hago lo que no quiero. Ten piedad, Señor, y dame la gracia de la humildad. La gracia de mantenerme sereno en los desprecios, olvidos e indiferencias de otros. Dame la gracia de sentirme verdaderamente feliz, cuando no figuro, no resalto ante los demás, con lo que digo, con lo que hago. Ayúdame, Señor, a pensar menos en mi y abrir espacios en mi corazón para que los puedas ocupar Tu y mis hermanos. En fin, mi Señor Jesucristo, dame la gracia de ir adquiriendo, poco a poco un corazón manso, humilde, paciente y bueno (P. Ignacio Larrañaga).