3/18/17

Una preparación hacia la Pascua

P. Raniero Cantalamessa, ofmcap
Cuaresma 2017
Primera predicación
El Espíritu Santo nos introduce en el misterio 
Del señorío de Cristo
 

1. «Él dará testimonio de mí»
Al leer la oración de la Misa del primer Domingo de Cuaresma una cosa me impresionó. En ella no se pide a Dios Padre que nos ayude a realizar una de las obras clásicas de la Cuaresma: el ayuno, la oración y la limosna. Se pide, en cambio, «crecer en el conocimiento del misterio de Cristo». Creo que esta es, de hecho, la obra más bella y agradable a Dios que podemos hacer, y con mis meditaciones querría contribuir a este fin.
Continuando la reflexión iniciada en la predicación de Adviento sobre el Espíritu Santo que debe impregnar toda la vida y el anuncio de la Iglesia («¡Teología del tercer artículo!»), en estas meditaciones cuaresmales nos proponemos remontarnos del tercer al segundo artículo del Credo. En otras palabras, trataremos de poner de relieve cómo el Espíritu Santo «nos introduce en la verdad plena» sobre Cristo y sobre su misterio pascual, es decir, sobre el ser y actuar del Salvador. Sobre el actuar de Cristo, en sintonía con el tiempo litúrgico de la Cuaresma, trataremos de profundizar el papel que el Espíritu Santo realiza en la muerte y resurrección de Cristo y, tras él, en nuestra muerte y en nuestra resurrección.
El segundo artículo del Credo, en su forma completa, suena así: 
«Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo unigénito de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos: Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado no creado, de la misma sustancia del Padre; por quien todo fue hecho».
Este artículo central del Credo refleja dos fases diferentes de la fe. La frase «Creo en un solo Señor Jesucristo», refleja la primerísima fe de la Iglesia, inmediatamente después de la Pascua. Lo que sigue en el artículo del Credo: «Hijo Unigénito de Dios…» refleja una fase posterior, más evolucionada, posterior a la controversia arriana y al concilio de Nicea. Dedicamos la presente meditación a la primera parte del artículo «Creo en un solo Señor Jesucristo», y vemos lo que el Nuevo Testamento nos dice en torno al Espíritu como autor del verdadero conocimiento de Cristo. 
San Pablo afirma que Jesucristo se manifiesta como «Hijo de Dios con potencia mediante el Espíritu de santificación» (Rom 1,4), es decir, por obra del Espíritu Santo. Llega a afirmar que «nadie puede decir: Jesús es el Señor, si no en el Espíritu Santo» (1 Cor 12,3), es decir, gracias a su iluminación interior. Atribuye al Espíritu Santo «la comprensión del misterio de Cristo» que se le ha dado a él, como a todos los santos apóstoles y profetas (cf. Ef 3,4-5); dice que los creyentes serán capaces de «comprender la amplitud, la longitud, la altura y la profundidad y conocer el amor de Cristo, que excede todo conocimiento» sólo si son «fortalecidos por el Espíritu» (Ef 3,16-19).
En el evangelio de Juan, Jesús mismo anuncia esta obra del Paráclito respecto de él. Él tomará de lo suyo y lo anunciará a los discípulos; les recordará todo lo que él ha dicho; los conducirá a la verdad plena sobre su relación con el Padre y le dará testimonio (cf. Jn 16,7-15). Más aún, precisamente esto será, de ahora en adelante, el criterio para reconocer si se trata del verdadero espíritu de Dios y no de otro espíritu: si impulsa a reconocer a Jesús venido en la carne (cf. 1 Jn 4,2-3).
lgunos creen que el énfasis actual sobre el Espíritu Santo puede ensombrecer la obra de Cristo, como si ésta fuera incompleta o perfectible. Es una incomprensión total. El Espíritu nunca dice «yo», nunca habla en primera persona, no pretende fundar una obra propia, sino que siempre hace referencia a Cristo. Él es el Camino, la Verdad, la Vida; ¡el Paráclito ayuda a hacer comprender todo esto! 
La venida del Espíritu Santo en Pentecostés se traduce en una repentina iluminación de toda la obra y persona de Cristo. Pedro concluye su discurso de Pentecostés con la solemne definición, hoy se diría «Urbi et Orbi»: «Sepa, pues, con certeza, toda la casa de Israel, que Dios ha constituido a ese Jesús que vosotros habéis crucificado, Señor (Kyrios) y Mesías» (Hch 2,36). A partir de ese día, la comunidad primitiva empezó a releer la vida de Jesús, su muerte y su resurrección, en forma diferente; todo pareció claro, como si un velo hubiera caído de sus ojos (cf. 2 Co 3,16). Aun viviendo codo con codo con él, sin el Espíritu no habían podido penetrar en la profundidad de su misterio. 
Hoy está en curso un acercamiento entre la teología ortodoxa y la teología católica sobre este tema de la relación entre Cristo y el Espíritu. El teólogo Johannes Zizioulas, en un congreso celebrado en Bolonia en 1980, por una parte expresaba sus reservas sobre la eclesiología del Vaticano II porque, según él, «el Espíritu Santo fue introducido en la eclesiología después de que se hubiera construido el edificio de la Iglesia sólo con material cristológico», y por otra, sin embargo, reconocía que también la teología ortodoxa tenía necesidad de repensar la relación entre cristología y neumatología, para no construir la eclesiología sólo sobre una base pneumatológica1. En otras palabras, a nosotros latinos nos impulsa profundizar el papel del Espíritu Santo en la vida interna de la Iglesia (que es lo que ocurrió después del Concilio) y a los hermanos ortodoxos el de Cristo y el de la presencia de la Iglesia en la historia.
2. Conocimiento objetivo y conocimiento subjetivo de Cristo
Volvamos pues al papel del Espíritu Santo en relación al conocimiento de Cristo. Se perfilan ya, en el marco del Nuevo Testamento, dos tipos de conocimiento de Cristo, o dos ámbitos en los que el Espíritu realiza su acción. Hay un conocimiento objetivo de Cristo, de su ser, de su misterio y de su persona, y hay un conocimiento más subjetiva, funcional e interior que tiene por objeto lo que Jesús «hace por mí», más que lo que él «es en sí mismo». 
En Pablo prevalece aún el interés por el conocimiento de lo que Cristo ha hecho por nosotros, por la obra de Cristo y en particular su misterio pascual; en Juan prevalece el interés por lo que Cristo es: el Logos eterno que estaba junto a Dios y ha venido en la carne, que es «una sola cosa con el Padre» (Jn 10,30). Pero estas dos tendencias aparecerán evidentes únicamente de los acontecimientos posteriores. Aludimos a ellas brevemente porque esto nos ayudará a captar cuál es el don que hace el Espíritu Santo, en este campo, hoy a la Iglesia. 
En la época patrística, el Espíritu Santo aparece, sobre todo, como garante de la tradición apostólica en torno a Jesús, contra las innovaciones de los gnósticos. A la Iglesia —afirma san Ireneo— se le ha sido confiado el Don de Dios que es el Espíritu; de él no participan cuantos se separan de la verdad predicada por la Iglesia con sus falsas doctrinas2. Las Iglesias apostólicas —argumenta Tertuliano— no pueden haber errado al predicar la verdad. Pensar lo contrario, significaría que «el Espíritu Santo, enviado por Cristo con esta finalidad, impetrado del Padre como maestro de verdad, él que es el Vicario de Cristo y su administrador, habría flaqueado en su oficio»3
En la época de las grandes controversias dogmáticas, el Espíritu Santo es visto como el custodio de la ortodoxia cristológica. En los Concilios, la Iglesia tiene la firme certeza de estar «inspirada» por el Espíritu al formular la verdad en torno a las dos naturalezas de Cristo, a la unidad de su persona, a la integridad de su humanidad. Por lo tanto, el acento está claramente en el conocimiento objetivo, dogmático, eclesial de Cristo. 
Esta tendencia sigue siendo predominante en teología, hasta la Reforma. Sin embargo, con una diferencia. Los dogmas que en el momento de formularse eran cuestiones vitales, fruto de viva participación, de toda la Iglesia, una vez sancionados y transmitidos, tienden a perder mordiente, a hacerse formales. «Dos naturalezas una persona», se convierte en una fórmula hermosa y hecha, más que el punto de llegada de un largo y sufrido proceso. Ciertamente no faltaron, en todo este tiempo, magníficas experiencias de un conocimiento de Cristo íntimo, personal, lleno de cálida devoción a Cristo, como las de san Bernardo y Francisco de Asís; pero éstas no influían mucho sobre la teología. También hoy se habla de ellas en la historia de la espiritualidad, no en la de la teología.
Los reformadores protestantes dan un vuelco a esta situación y dicen: «Conocer a Cristo significa reconocer sus beneficios, no indagar sobre sus naturalezas y los modos de la encarnación»4. El Cristo «para mí» salta al primer plano. Al conocimiento objetivo y dogmático, se opone un conocimiento subjetivo, íntimo; al testimonio exterior de la Iglesia y de las mismas Escrituras sobre Jesús, se antepone el «testimonio interno» que el Espíritu Santo hace a Jesús en el corazón de todo creyente. 
Cuando, más tarde, esta novedad teológica tienda, ella misma, en el protestantismo oficial, a convertirse en «ortodoxia muerta», surgirán periódicamente movimientos, como el pietismo en el ámbito luterano y el metodismo en el anglicano, para llevarla nuevamente a la vida. El ápice del conocimiento de Cristo coincide, en estos ambientes, con el momento en que, movido por el Espíritu Santo, el creyente toma conciencia de que Jesús murió «por él», precisamente por él, y lo reconoce como su Salvador personal:
«Por primera vez con todo el corazón yo creí;
creí con fe divina,
y el Espíritu Santo obtuve el poder
de llamar mío al Salvador.
Sentí la sangre de expiación de mi Señor
directamente aplicada a mi alma»5.
Completamos esta rápida mirada a la historia, aludiendo a una tercera fase en la manera de concebir la relación entre el Espíritu Santo y el conocimiento de Cristo: la que ha caracterizado los siglos de la Ilustración, de los que nosotros somos directos herederos. Vuelve a estar en auge un conocimiento objetivo, separado; sin embargo, no ya de tipo ontológico, como en la época antigua, sino histórico. En otras palabras, no interesa saber quién es en sí Jesucristo (la preexistencia, las naturalezas, la persona), sino quién ha sido en la realidad de la historia. ¡Es la época de la investigación en torno al llamado «Jesús histórico»!
En esta fase, el Espíritu Santo ya no desempeña ningún papel en el conocimiento de Cristo; está del todo ausente en ello. El «testimonio interno» del Espíritu Santo se identifica ahora con la razón y con el espíritu humano. El «testimonio exterior» es lo único importante, pero con ello ya no se entiende el testimonio apostólico de la Iglesia, sino únicamente el de la historia, comprobada con los distintos métodos críticos. El presupuesto común de este esfuerzo era que para encontrar al verdadero Jesús, hay que buscar fuera de la Iglesia, desatarlo «de las vendas del dogma eclesiástico»6.
Sabemos cuál fue el resultado de toda esta investigación del Jesús histórico: el fracaso, aunque esto no significa que no haya traído también muchos frutos positivos. A este respecto, todavía persiste un malentendido de fondo. Jesucristo —y después de él otros hombres, como san Francisco de Asís— no ha vivido simplemente en la historia, sino que ha creado una historia, y vive ahora en la historia que ha creado, como un sonido en la onda que ha provocado. El esfuerzo encarnizado de los historiadores racionalistas parece querer separarlo de la historia que ha creado, para restituirlo a la común y universal, como si se pudiera percibir mejor un sonido en su originalidad, separándolo de la onda que lo transporta. La historia que Jesús ha comenzado, o la onda que ha emitido, es la fe de la Iglesia animada por el Espíritu Santo y sólo a través de ella se remonta uno a su fuente. 
No se excluye con ello la legitimidad de la normal investigación histórica sobre él, pero esta debería ser más consciente de su límite y reconocer que no agota todo lo que se puede saber de Cristo. Como el acto más noble de la razón es reconocer que hay algo que la supera7, así el acto más honesto del historiador es reconocer que hay algo que no se alcanza con la sola historia.
3. El sublime conocimiento de Cristo
Al final de su obra clásica sobre la historia de la exégesis cristiana, Henri de Lubac llegaba a una conclusión bastante pesimista. A nosotros los modernos nos faltan —decía—, las condiciones para poder resucitar una lectura espiritual como la de los Padres; nos falta esa fe llena de empuje, ese sentido de la plenitud y de la unidad de las Escrituras que ellos tenían. Querer imitar hoy su audacia al leer la Biblia sería casi exponerse a la profanación porque nos falta el espíritu del que brotaban esas cosas8. Sin embargo, no cerraba del todo la puerta a la esperanza; en otra obra suya dice que «si se quiere reencontrar algo de lo que fue, en los primeros siglos de la Iglesia, la interpretación espiritual de las Escrituras, hay que reproducir en primer lugar un movimiento espiritual»9
Lo que De Lubac notaba a propósito de la inteligencia espiritual de las Escrituras, se aplica, con mucha mayor razón, al conocimiento espiritual de Cristo. No basta con escribir tratados de pneumatología nuevos y muy actualizados. Si falta el soporte de una experiencia vivida del Espíritu, análoga a la que acompañó, en el siglo IV, a la primera elaboración de la teología del Espíritu, lo que se dice permanecerá siempre en lo exterior del verdadero problema. Nos faltan las condiciones necesarias para elevarnos al nivel en el que obra el Paráclito: el impulso, la audacia y esa «sobria embriaguez del Espíritu», de la que hablan casi todos los grandes autores de aquel siglo. No se puede presentar a un Cristo en la unción del Espíritu, si no se vive, en cierto modo, en la misma unción.
Ahora bien, precisamente aquí se ha realizado la gran novedad deseada por el P. De Lubac. En el siglo pasado surgió, y ha ido ampliándose cada vez más, un «movimiento espiritual» que ha creado las bases para una renovación de la pneumatología a partir de la experiencia del Espíritu y de sus carismas. Hablo del fenómeno pentecostal y carismático. En sus primeros cincuenta años de vida, este movimiento, nacido como reacción a la tendencia racionalista y liberal de la Teología (como el pietismo y el metodismo mencionados más arriba), ignoró deliberadamente la teología y fue, a su vez, ignorado (¡e incluso ridiculizado!) por la teología. 
Pero cuando, hacia la mitad del siglo pasado, penetró en las Iglesias tradicionales que tenían una amplia instrumentación teológica y recibió una acogida de fondo por parte de las respectivas jerarquías, la teología ya no ha podido ignorarlo. En un volumen titulado El redescubrimiento del Espíritu. Experiencia y teología del Espíritu Santo, los más conocidos teólogos del momento, católicos y protestantes, examinaron el significado del fenómeno pentecostal y carismático para la renovación de la doctrina del Espíritu Santo10.
Todo esto nos interesa, en este momento, sólo desde el punto de vista del conocimiento de Cristo. ¿Qué conocimiento de Cristo va surgiendo en esta nueva atmósfera espiritual y teológica? El hecho más significativo no es el descubrimiento de nuevas perspectivas y nuevas metodologías sugeridas por la filosofía del momento (estructuralismo, análisis lingüístico, etc.), sino el redescubrimiento de un dato bíblico elemental: ¡Que Jesucristo es el Señor! El señorío de Cristo es un mundo nuevo en el cual se entra sólo «por obra del Espíritu Santo».
San Pablo habla de un conocimiento de Cristo de grado «superior», o, incluso, «sublime», que consiste en conocerlo y proclamarlo precisamente como «Señor» (cf. Flp 3,8). Es la proclamación que, unida a la fe en la resurrección de Cristo, hace de una persona un salvado: «Si con tu boca proclamas que “¡Jesús es el Señor!”, y con el corazón crees que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo» (Rom 10,9). Ahora bien, este conocimiento sólo lo hace posible el Espíritu Santo: «Nadie puede decir: “¡Jesús es el Señor!”, si no bajo la acción del Espíritu Santo» (1 Cor 12,3). Cada uno, por supuesto, puede decir con los labios aquellas palabras, incluso sin el Espíritu Santo, pero no sería entonces la gran cosa que acabamos de decir; no haría de la persona un salvado. 
¿Qué hay de especial en esta afirmación que la hace tan decisiva? Se puede explicar la cosa desde distintos puntos de vista, objetivos o subjetivos. La fuerza objetiva de la frase: «Jesús es el Señor» está en el hecho de que hace presente la historia y en particular el misterio pascual. Es la conclusión que brota de dos acontecimientos: Cristo murió por nuestros pecados; ha resucitado para nuestra justificación; por eso es el Señor. «Para esto Cristo murió y volvió a la vida: para ser el Señor de los muertos y de los vivos» (Rom 14,9). Los acontecimientos que la han preparado se han encerrado en esta conclusión y en ella se hacen presentes y operantes. En este caso la palabra es realmente «la casa del ser11». La proclamación: «Jesús es Señor» es la semilla desde la cual se ha desarrollado todo el kerigma y el anuncio cristiano ulterior. 
Desde el punto de vista subjetivo —es decir, por lo que depende de nosotros— la fuerza de esa proclamación está en el hecho de que supone también una decisión. Quien la pronuncia decide sobre el sentido de su vida. Es como si dijera: «Tú eres mi Señor; yo me someto a ti, yo te reconozco libremente como mi salvador, mi jefe, mi maestro, aquel que tiene todos los derechos sobre mí». Yo pertenezco a ti más que a mí mismo, porque tú me has comprado a caro precio (cf. 1 Cor 6,19ss).
El aspecto de decisión inherente a la proclamación de Jesús «Señor» asume hoy una actualidad particular. Algunos creen que es posible, e incluso necesario, renunciar a la tesis de la unicidad de Cristo, para favorecer el diálogo entre las diversas religiones. Ahora bien, proclamar a Jesús «Señor» significa precisamente proclamar su unicidad. No en vano el artículo nos hace decir: «Creo en un solo Señor Jesucristo». San Pablo escribe:
«Pues aun cuando se les dé el nombre de dioses, bien en el cielo bien en la tierra, de forma que hay multitud de dioses y de señores, para nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas y para el cual somos; y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y por el cual somos nosotros» (1 Cor 8,5-6).
El Apóstol escribía estas palabras en el momento en que la fe cristiana se asomaba, pequeña y recién nacida, a un mundo dominado por cultos y religiones potentes y prestigiosas. El valor que hoy es necesario para creer que Jesús es «el único Señor» es nada en comparación con el que hacía falta entonces. Pero el «poder del Espíritu» no se concede más que a quien proclama a Jesús Señor, en esta acepción fuerte de los orígenes. Es un dato de experiencia. Sólo después de que un teólogo o un anunciador ha decidido apostar todo sobre Jesucristo «único Señor», lo que se dice todo, incluso a costa de ser «expulsado de la sinagoga», sólo entonces experimenta una certeza y un poder nuevos en su vida.
4. Del Jesús «personaje» al Jesús «persona»
Este redescubrimiento luminoso de Jesús como Señor es, decía, la novedad y la gracia que Dios está concediendo en nuestros tiempos, a su Iglesia. Me he dado cuenta de que cuando interrogaba a la tradición sobre todos los demás temas y palabras de la Escritura, los testimonios de los Padres se agolpaban en la mente; cuando he probado a interrogarla sobre este punto, permanecía casi muda. Ya en el siglo III, el título de Señor no es comprendido ya en su significado kerigmático; fuera del ámbito religioso judío, no era tan significativo para expresar suficientemente la unicidad de Cristo. Orígenes considera «Señor» (Kyrios) el título propio de quien está todavía en la fase del temor; le corresponde, según él, el título de «siervo», mientras que a «Maestro» le corresponde el de «discípulo» y amigo12.
Se sigue ciertamente hablando de Jesús «Señor», pero se ha convertido en un nombre de Cristo como los demás, incluso muy a menudo en uno de los elementos del nombre completo de Cristo: «Nuestro Señor Jesucristo». Pero una cosa es decir: «Nuestro Señor Jesucristo» y otra decir: «¡Jesucristo es nuestro Señor!». Un índice de este cambio es el modo en que fue traducido en la Vulgata el texto de Filipenses 2,11: «at omnis lengua confiteatur quia Dominus noster Iesus Christus in gloria est Dei Patris», «toda lengua proclame que el Señor nuestro Jesucristo está en la gloria de Dios Padre». Pero una cosa es decir «nuestro Señor Jesucristo está en la gloria de Dios Padre» y otra decir: «Jesucristo es nuestro Señor para gloria de Dios Padre». De este modo, que es el de las traducciones hoy en curso, no se pronuncia sólo un nombre, sino que se hace una profesión de fe.
¿Dónde está, en todo esto, el salto cualitativo que el Espíritu Santo nos hace hacer en el conocimiento de Cristo? Está en el hecho de que la proclamación de Jesús Señor es la puerta que consiente el conocimiento de Cristo ¡resucitado y vivo! No ya un Cristo personaje, sino persona; no ya un conjunto de tesis, de dogmas (y de correspondientes herejías), ya no sólo objeto de culto y de memoria, aunque sea la litúrgica y eucarística, sino persona viviente y siempre presente en espíritu.
Este conocimiento espiritual y existencial de Jesús como Señor, no lleva a descuidar el conocimiento objetivo, dogmático y eclesial de Cristo, sino que lo revitaliza. Gracias al Espíritu Santo, dice san Ireneo, la verdad revelada, «como un depósito valioso contenido en un vaso de valor, rejuvenece siempre y hace rejuvenecer también al vaso que la contiene»13. A uno de estos dogmas, el que constituye la segunda parte de nuestro artículo del Credo: «engendrado, no creado, de la misma sustancia del Padre», dedicaremos, si Dios quiere, nuestra próxima meditación.
No sabría indicar una resolución práctica mejor a tomar al término de estas reflexiones que la que se lee al comienzo de la Exhortación Apostólica del papa Francisco Evangelii gaudium
«Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso. No hay razón para que alguien piense que esta invitación no es para él» (n.3).



P. Raniero Cantalamessa
Cuaresma 2017 – Segunda predicación
El Espíritu Santo nos introduce 
En el misterio de la divinidad de Cristo

1. La fe de Nicea
Proseguimos nuestra reflexión sobre el papel del Espíritu Santo en el conocimiento de Cristo. A este respecto no se puede callar una confirmación en curso hoy en el mundo. Existe desde hace tiempo un movimiento llamado «Judíos mesiánicos», es decir, judeo-cristianos. (¡«Cristo» y «cristiano» no son más que la traducción griega del hebreo Mesías y mesiánico!). Una estimación por defecto habla de 150.000 adheridos, separados en grupos y asociaciones diferentes entre sí, difundidos sobre todo en los Estados Unidos, Israel y en varias naciones europeas.
Son judíos que creen que Jesús, Yeshua, es el Mesías prometido, el Salvador y el Hijo de Dios, pero en absoluto no quieren renunciar a su identidad y tradición judía. No se adhieren oficialmente a ninguna de las Iglesias cristianas tradicionales porque quieren vincularse y hacer revivir la primitiva Iglesia de los judeo-cristianos, cuya experiencia fue interrumpida bruscamente por conocidos sucesos traumáticos.
La Iglesia católica y las otras Iglesias siempre se han abstenido de promover, e incluso mencionar, este movimiento por razones obvias de diálogo con el judaísmo oficial. Yo mismo nunca he hablado de ello. Pero ahora se está abriendo camino la convicción de que no es justo seguir ignorándolos o, peor aún, dejarlos en el ostracismo por una y otra parte. Hace poco ha salido en Alemania un estudio de varios teólogos sobre el fenómeno1. Si hablo de ello en este lugar es por un motivo concreto, que tiene que ver con el tema de estas meditaciones. En una investigación sobre los factores y las circunstancias que estuvieron en el origen de su fe en Jesús, más del 60% de los interesados respondió: «La acción interior del Espíritu Santo»; en segundo lugar está la lectura de la Biblia y en el tercero, los contactos personales2. Es una confirmación de la vida de que el Espíritu Santo es aquel que da el verdadero e íntimo conocimiento de Cristo.
Reanudamos pues el hilo de nuestras consideraciones históricas. Mientras la fe cristiana permaneció restringida al ámbito bíblico y judío, la proclamación de Jesús como Señor («Creo en un solo Señor Jesucristo»), cumplía todas las exigencias de la fe cristiana y justificaba el culto de Jesús «como Dios». En efecto, Señor, Adonai, era para Israel un título inequívoco; pertenece exclusivamente a Dios. Llamar a Jesús Señor, equivale, por ello, a proclamarlo Dios. Tenemos una prueba cierta del papel desarrollado por el título Kyrios en los primeros días de la Iglesia como expresión del culto divino reservado a Cristo. En su versión aramea Mara-atha (el Señor viene) o Maràna-tha (¡Ven Señor!), san Pablo testimonia el título como fórmula ya en uso en la liturgia (1 Cor 16,22) y es una de las pocas palabras conservadas hasta hoy en la lengua de la primitiva comunidad 3.
Al mártir san Policarpo que era conducido ante el juez romano, el jefe de los guardias le hace entender que es suficiente que diga: «¡César es el Señor!» (Kyrios Kaisar) para ser puesto en libertad. Policarpo4 —lo sabemos por el relato de un testigo ocular enviado a las iglesias de la región— se niega para no traicionar su fe en el único Señor y sube a la hoguera bendiciendo a Cristo. El título de Señor bastaba para afirmar la propia fe de Cristo. 
Sin embargo, apenas se asomó el cristianismo sobre el mundo greco romano circundante, el título de Señor, Kyrios, ya no bastaba. El mundo pagano conocía muchos y distintos «señores», primero entre todos, precisamente, el emperador romano. Había que encontrar otro modo para garantizar la plena fe en Cristo y su culto divino. La crisis arriana ofreció la ocasión para ello. 
Esto nos introduce en la segunda parte del artículo sobre Jesús, la que fue añadida al símbolo de fe en el concilio de Nicea del 325: 
«Nacido del Padre antes de todos los siglos: 
Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, 
engendrado, no creado, 
de la misma sustancia (homoousiosdel Padre». 
El Obispo de Alejandría, Atanasio, campeón indiscutible de la fe nicena, está muy convencido de que no es él, ni la Iglesia de su tiempo, quien descubre la divinidad de Cristo. Toda su obra consistirá, por el contrario, en mostrar que esta ha sido siempre la fe de la Iglesia; que la verdad no es nueva, que la herejía es contraria. Su convicción, a este respecto, encuentra una confirmación histórica indiscutible en la carta que Plinio el Joven, gobernador de Bitinia, escribió al emperador Trajano alrededor del año 111 d.C. La única noticia cierta que dice que posee respecto de los cristianos es que «suelen reunirse antes del alba, en un día establecido de la semana, y cantar a Cristo como a Dios» («carmenque Christo quasi Deo dicere»)5.
La fe en la divinidad de Cristo ya existía, pues, y sólo ignorando completamente la historia alguien ha podido afirmar que la divinidad de Cristo es un dogma querido e impuesto por el Emperador Constantino en el concilio de Nicea. La aportación de los padres de Nicea y en particular la de de Atanasio, fue, más nada, la de eliminar los obstáculos que habían impedido hasta entonces un reconocimiento pleno y sin reticencias de la divinidad de Cristo en las discusiones teológicas. 
Uno de tales obstáculos era la costumbre griega de definir la esencia divina con el término agennetos, engendrado. ¿Cómo proclamar que el Verbo es Dios verdadero, desde el momento en que es Hijo, es decir, engendrado por el Padre? Para Arrio era fácil establecer la equivalencia: engendrado, igual a hecho, es decir, pasar gennetos a genetos, y concluir con la célebre frase que hizo estallar el caso: «¡Hubo un tiempo en que no existía!» (en ote ouk en). Esto equivalía a hacer de Cristo una criatura, aunque no «como las demás criaturas». Atanasio resuelve la controversia con una observación elemental: «El término agenetos fue inventado por los griegos porque no conocían todavía al Hijo»6 y defendió a capa y espada la expresión «engendrado, pero no hecho», genitus no factus, de Nicea, 
Otro obstáculo cultural para el pleno reconocimiento de la divinidad de Cristo, sobre el cual Arrio podía apoyar su tesis, era la doctrina de una divinidad intermedia, el deuteros theos, antepuesto a la creación del mundo. Desde Platón en adelante, la creación se había convertido en un dato común a muchos sistemas religiosos y filosóficos de la antigüedad. La tentación de asimilar el Hijo, «por medio del cual fueron creadas todas las cosas», a esta entidad intermedia había permanecido creciente en la especulación cristiana (apologistas, Orígenes), aunque ajena a la vida interna de la Iglesia. De ello resultaba un esquema tripartito del ser: en la cumbre, el Padre no engendrado; después de él, el Hijo (y más tarde también el Espíritu Santo); en tercer lugar, las criaturas.
La definición del «genitus no factus» y del homoousios, elimina este obstáculo y obra la catarsis cristiana del universo metafísico de los griegos. Con tal definición, se traza una sola línea de demarcación en la escala del ser. Existen dos únicos modos de ser: el del Creador y el de las criaturas, y el Hijo se sitúa en la parte del primero, no de las segundas. 
Queriendo encerrar en una frase el significado perenne de la definición de Nicea, podríamos formularla así: en cada época y cultura, Cristo debe ser proclamado «Dios», no en alguna acepción derivada o secundaria, sino en la acepción más fuerte que la palabra «Dios» tiene en dicha cultura.
Es importante saber qué motiva a Atanasio y a los demás teólogos ortodoxos en la batalla, es decir, de dónde les viene una certeza tan absoluta. No de la especulación, sino de la vida; más concretamente, de la reflexión sobre la experiencia que la Iglesia, gracias a la acción del Espíritu Santo, hace de la salvación en Cristo Jesús. 
El argumento soteriológico no nace con la controversia arriana; está presente en todas las grandes controversias cristológicas antiguas, desde la antignóstica hasta la antimonoteleta. En su formulación clásica reza así: «Lo que no es asumido, no es salvado» («Quod non est assumptum non est sanatum»)7. En el uso que hace Atanasio de ella, se puede entender así: «Lo que no es asumido por Dios no es salvado», donde toda la fuerza está en ese breve añadido «por Dios». La salvación exige que el hombre no sea asumido por un intermediario cualquiera, sino por Dios mismo: «Si el Hijo es una criatura —escribe Atanasio— el hombre seguiría siendo mortal, al no estar unido a Dios», y también: «El hombre no estaría divinizado, si el Verbo que se hizo carne no fuera de la misma naturaleza del Padre»8.
Pero hay que hacer una precisión importante. La divinidad de Cristo no es un «postulado» práctico, como para Kant lo es la existencia misma de Dios9. No es un postulado, sino la explicación de un dato de hecho. Sería un postulado —y por tanto una deducción teológica humana—- si se partiera de una cierta idea de salvación y de ella se dedujera la divinidad de Cristo como la única capaz de obrar dicha salvación; por el contrario, es la explicación de un dato si se parte, como hace Atanasio, de una experiencia de salvación y se demuestra que ella no podría existir si Cristo no fuera Dios. En otras palabras, la divinidad de Cristo no se basa en la salvación, sino la salvación en la divinidad de Cristo.
2. «Vosotros, ¿quién decís que soy yo?»
Pero es tiempo de venir a nosotros e intentar ver qué podemos aprender hoy de la épica batalla sostenida en su tiempo por la ortodoxia. La divinidad de Cristo es la piedra angular que sostiene los dos misterios principales de la fe cristiana: la Trinidad y la Encarnación. Ellos son como dos puertas que se abren y se cierran a la vez. Existen edificios o estructuras metálicas hechos de tal modo que si se toca un cierto punto, o se quita una cierta piedra, todo se derrumba. Así es el edificio de la fe cristiana, y su piedra angular es la divinidad de Cristo. Quitado esta, todo se disgrega y antes que nada la Trinidad. Si el Hijo no es Dios, ¿por quién está formada la Trinidad? Ya lo había denunciado con claridad san Atanasio, escribiendo contra los arrianos: 
«Si el Verbo no existe junto con el Padre desde toda la eternidad, entonces no existe una Trinidad eterna, sino que fue la unidad y luego, con el paso del tiempo, por adición, comenzó a existir la Trinidad»10
San Agustín decía: «No es gran cosa creer que Jesús ha muerto; esto lo creen también los paganos, los judíos y los réprobos; todos lo creen. Pero es algo verdaderamente grande creer que Él ha resucitado. La fe de los cristianos es la resurrección de Cristo»11. Además de sobre la muerte y la resurrección, lo mismo se debe decir de la humanidad y divinidad de Cristo, cuyas respectivas manifestaciones son muerte y resurrección. Todos creen que Jesús sea hombre; lo que diferencia a creyentes y no creyentes es creer que él es Dios. ¡La fe de los cristianos es la divinidad de Cristo! 
Debemos plantearnos una pregunta seria. ¿Qué lugar ocupa Jesucristo en nuestra sociedad y en la misma fe de los cristianos? Pienso que se puede hablar, a este respecto, de una presencia-ausencia de Cristo. A un cierto nivel —el del espectáculo y los medios de comunicación social en general— Jesucristo está muy presente. En una serie interminable de relatos, películas y libros, los escritores manipulan la figura de Cristo, a veces bajo el pretexto de nuevos documentos históricos imaginarios sobre él. Se ha convertido en una moda, un género literario. Se especula sobre la amplia resonancia que tiene el nombre de Jesús y sobre lo que él representa para gran parte de la humanidad, para asegurarse una gran publicidad a bajo coste. Yo llamo a todo esto parasitismo literario.
Desde cierto punto de vista podemos decir, pues, que Jesucristo está muy presente en nuestra cultura. Pero si miramos al ámbito de la fe, al cual pertenece en primer lugar, observamos, por el contrario, una inquietante ausencia, cuando no incluso rechazo de su persona. ¿En qué creen, en realidad, los que se definen como «creyentes» en Europa y en otros lugares? La mayoría de las veces creen en la existencia de un Ser supremo, de un Creador; creen que existe un «más allá». Sin embargo, esta es una fe deísta, no todavía una fe cristiana. Diferentes indagaciones sociológicas constatan este dato de hecho también en países y regiones de antigua tradición cristiana. Jesucristo está prácticamente ausente en este tipo de religiosidad. 
También el diálogo entre ciencia y fe lleva, sin quererlo, a poner a Cristo entre paréntesis. En efecto, tiene por objeto a Dios, el Creador. La persona histórica de Jesús de Nazaret no tiene en ese diálogo ningún puesto. Pasa lo mismo también en el diálogo con la filosofía a la que le gusta ocuparse de conceptos metafísicos, y no de realidades históricas, por no hablar del diálogo interreligioso en el que se discute de paz, ecologismo, pero ciertamente no de Jesús. 
Basta una simple mirada al Nuevo Testamento para entender lo lejos que estamos, en este caso, del significado original de la palabra «fe» en el Nuevo Testamento. Para Pablo, la fe que justifica a los pecadores y confiere el Espíritu Santo (Gál 3,2), en otras palabras, la fe que salva, es la fe en Jesucristo, en su misterio pascual de muerte y resurrección. 
Ya durante la vida terrena de Jesús, la palabra fe indica fe en él. Cuando Jesús dice: «Tu fe te ha salvado», al reprochar a los Apóstoles llamándolos «hombres de poca fe», no se refiere a la fe genérica en Dios que se daba por descontada entre los judíos; ¡Habla de fe en Él! Esto desmiente por sí solo la tesis según la cual la fe en Cristo empieza sólo con la Pascua y antes sólo existe el «Jesús de la historia». El Jesús de la historia es ya uno que postula fe en Él y si los discípulos le han seguido es precisamente porque tenían una cierta fe en él, aunque muy imperfecta antes de la venida del Espíritu Santo en Pentecostés.
Debemos dejarnos investir en pleno rostro, pues, por la pregunta que Jesús dirigió un día a sus discípulos, después de que estos le han referido las opiniones de la gente en torno a él: «Pero vosotros, ¿quién creéis que soy yo?», y por la aún más personal: «¿Crees tú?» ¿Crees realmente? ¿Crees con todo el corazón? San Pablo dice que «con el corazón se cree para obtener la justicia y con la boca se hace la profesión de fe para tener la salvación» (Rom 10,10). «De las raíces del corazón es de donde sube la fe», exclama san Agustín12.
En el pasado, el segundo momento de este proceso —es decir, la profesión de la recta fe, la ortodoxia —ha tomado a veces tanto relieve que ha dejado en la sombra a ese primer momento que es el más importante y que se desarrolla en las profundidades recónditas del corazón. Casi todos los tratados «Sobre la fe» (De fide) escritos en la antigüedad, se ocupan de las cosas que hay que creer, y no del acto de creer. 
3. ¿Quién es el que vence al mundo? 
Tenemos que recrear las condiciones para una fe en la divinidad de Cristo sin reservas y sin reticencias. Reproducir el impulso de fe del que nació la fórmula de fe. El cuerpo de la Iglesia ha producido una vez un esfuerzo supremo, con el que se ha elevado, en la fe, por encima de todos los sistemas humanos y de todas las resistencias de la razón. Más adelante, quedó el fruto de este esfuerzo. La marea se elevó una vez a un nivel máximo y dejó su signo sobre la roca. Este signo es la definición de Nicea que proclamamos en el Credo. Sin embargo, es preciso que se repita el levantamiento, no basta con el signo. No basta con repetir el Credo de Nicea; hay que renovar el impulso de fe que se tuvo entonces en la divinidad de Cristo y del que no ha habido otro igual a lo largo de los siglos. De él hay necesidad nuevamente. 
Hay necesidad de ello ante todo de cara a una nueva evangelización. San Juan, en su Primera Carta, escribe: «Quién es el que vence al mundo si no quien cree que Jesús es el Hijo de Dios? (1 Jn 5,4-5). Debemos entender bien qué quiere decir «vencer al mundo». No quiere decir conseguir más éxito, dominar la escena política y cultural. Este sería más bien lo contrario: no vencer al mundo, sino mundanizarse. Lamentablemente no han faltado épocas en que se ha caído, sin darse cuenta de ello, en este equívoco. Piénsese en las teorías de las dos espadas o del triple reino del Soberano Pontífice, aunque siempre debemos estar atentos a no juzgar el pasado con los criterios y las certezas del presente. Desde el punto de vista temporal, ocurre más bien lo contrario, y Jesús lo declara anticipadamente a sus discípulos: «Vosotros lloraréis, pero el mundo se alegrará» (Jn 16,20). 
Queda excluido, pues, todo triunfalismo. Se trata de una victoria de un tipo muy distinto: de una victoria sobre lo que también el mundo odia y no acepta de sí mismo: la temporalidad, la caducidad, el mal, la muerte. En efecto, esto es lo que significa, en su acepción negativa, la palabra «mundo» (kosmos) en el evangelio. En este sentido Jesús dice: «Tened ánimo: yo he vencido al mundo» (Jn 16, 33). 
¿Cómo ha vencido Jesús al mundo? Ciertamente no apaleando a los enemigos con «diez legiones de ángeles», sino, como dice san Pablo «venciendo a la enemistad» (cf. Ef 2,16), es decir, todo lo que separa al hombre de Dios, el hombre del hombre, a un pueblo de otro pueblo. Para que no hubiera dudas sobre la naturaleza de esta victoria sobre el mundo, ésta es inaugurada con un triunfo muy especial, el de la cruz.
Jesús dijo: «Yo soy la luz del mundo, quien me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12). Son las palabras más frecuentemente reproducidas en la página del libro que el Pantocrátor tiene abierto entre las manos en los mosaicos antiguos, como en el famoso de la catedral de Cefalù. De él el evangelista afirma: «En él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres» (Jn 1,4). Luz y Vida, Phos Zoè: estas dos palabras tienen en griego la letra central (una omega) en común y a menudo se encuentran cruzadas, escritas una horizontalmente y la otra verticalmente, formando un monograma de Cristo poderoso y muy difundido.
¿Qué desea el hombre con más intensidad si no estas dos cosas: luz y vida? De un gran espíritu moderno, Goethe, se sabe que murió susurrando: «¡Más luz!». Quizás él se refería a la luz natural que quería que entrara en mayor medida en su habitación, pero a la frase siempre se le ha atribuido, justamente, un significado metafórico y espiritual. Un amigo mío que ha vuelto a la fe en Cristo, después de haber atravesado todas las experiencias religiosas posibles e imaginables, ha contado su historia en un libro titulado «Mendigo de luz». El momento crucial fue cuando, en medio de una meditación profunda, sintió que retumbaba en su mente, sin poderlas acallar, las palabras de Cristo: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida»13. En la línea de lo que el apóstol Pablo dijo a los atenienses en el Areópago, nosotros estamos llamados a decir con toda humildad al mundo de hoy: «Lo que buscáis, yendo a tientas, nosotros os lo anunciamos» (cf. Hch 17,23.27). 
«Dadme un punto de apoyo —habría exclamado el inventor de la palanca, Arquímedes— y yo levantaré el mundo». Quien cree en la divinidad de Cristo es uno que ha encontrado este punto de apoyo. «Cayó la lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y se abatieron en aquella casa, pero no cayó, porque estaba fundada sobre roca» (Mt 7,25).
4. «¡Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis!»
Pero no podemos terminar nuestra reflexión sin recoger también el llamamiento que contiene, no sólo de cara a la evangelización, sino también de nuestra vida y testimonio personal. En el drama de Claudel «El padre humillado», ambientado en Roma en la época del beato Pío IX, hay una escena muy sugestiva. Una muchacha judía, bellísima pero ciega, pasea por la tarde en el jardín de una villa romana, con el sobrino del papa Orian enamorado de ella. Jugando son el doble significado de la luz, el físico y el de la fe, en un cierto momento, «en voz baja y con ardor», le dice ella a su amigo cristiano: 
«Pero vosotros que veis, ¿qué hacéis vosotros con la luz? […] 
Vosotros que decís que vivís, qué hacéis con la vida?»14
Es una pregunta que no podemos dejar caer en el vacío: ¿qué hacemos, nosotros cristianos, con nuestra fe en Cristo? Más aún, ¿qué hago yo de mi fe en Cristo? Jesús un día dijo a sus discípulos: «Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis» (Lc 10,23; Mt 13,16). Es una de esas afirmaciones con las que Jesús, en varias ocasiones, trata de ayudar a sus discípulos a que descubran por sí solos su verdadera identidad, no pudiendo revelarla de forma directa a causa de su falta de preparación para acogerla.
Nosotros sabemos que las palabras de Jesús son palabras que «no pasarán jamás» (Mt 24, 35), es decir, son palabras vivas, dirigidas a cualquiera que las escucha con fe, en cualquier momento y lugar de la historia. A nosotros, por eso, nos dice aquí y ahora: «¡Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis!». Si nunca hemos reflexionado seriamente sobre lo afortunados que somos nosotros que creemos en Cristo, quizás es la ocasión para hacerlo. 
¿Por qué «dichosos», si los cristianos no tienen ciertamente más motivo que los demás para alegrarse en este mundo e incluso en muchas regiones de la tierra están continuamente expuestos a la muerte, precisamente por su fe en Cristo? La respuesta no la da él mismo: «¡Porque veis!». Porque conocéis el sentido de la vida y de la muerte, porque «vuestro es el reino de los cielos». No en el sentido de «vuestro y de nadie más» (sabemos que el reino de los cielos, en su perspectiva escatológica, se extiende mucho más allá de los confines de la Iglesia); «vuestro» en el sentido de que vosotros sois ya parte de él, disfrutáis de sus primicias. ¡Vosotros me tenéis a mí!
La frase más hermosa que una esposa puede decir al esposo, y viceversa, es: «¡Me has hecho feliz!» Jesús merece que su esposa, la Iglesia, se lo diga desde lo hondo del corazón. Yo se lo digo y os invito a vosotros, venerables Padres, hermanos y hermanas, a hacer lo mismo. Hoy mismo, para que no lo olvidemos.