4/07/17

Predicaciones de Cuaresma en el Vaticano

 P. Raniero Cantalamessa, ofmcap
 
Cuaresma 2017
Primera predicación

El Espíritu Santo nos introduce en el misterio 
Del señorío de Cristo
 
1. «Él dará testimonio de mí»
Al leer la oración de la Misa del primer Domingo de Cuaresma una cosa me impresionó. En ella no se pide a Dios Padre que nos ayude a realizar una de las obras clásicas de la Cuaresma: el ayuno, la oración y la limosna. Se pide, en cambio, «crecer en el conocimiento del misterio de Cristo». Creo que esta es, de hecho, la obra más bella y agradable a Dios que podemos hacer, y con mis meditaciones querría contribuir a este fin.
Continuando la reflexión iniciada en la predicación de Adviento sobre el Espíritu Santo que debe impregnar toda la vida y el anuncio de la Iglesia («¡Teología del tercer artículo!»), en estas meditaciones cuaresmales nos proponemos remontarnos del tercer al segundo artículo del Credo. En otras palabras, trataremos de poner de relieve cómo el Espíritu Santo «nos introduce en la verdad plena» sobre Cristo y sobre su misterio pascual, es decir, sobre el ser y actuar del Salvador. Sobre el actuar de Cristo, en sintonía con el tiempo litúrgico de la Cuaresma, trataremos de profundizar el papel que el Espíritu Santo realiza en la muerte y resurrección de Cristo y, tras él, en nuestra muerte y en nuestra resurrección.
El segundo artículo del Credo, en su forma completa, suena así: 
«Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo unigénito de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos: Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado no creado, de la misma sustancia del Padre; por quien todo fue hecho».
Este artículo central del Credo refleja dos fases diferentes de la fe. La frase «Creo en un solo Señor Jesucristo», refleja la primerísima fe de la Iglesia, inmediatamente después de la Pascua. Lo que sigue en el artículo del Credo: «Hijo Unigénito de Dios…» refleja una fase posterior, más evolucionada, posterior a la controversia arriana y al concilio de Nicea. Dedicamos la presente meditación a la primera parte del artículo «Creo en un solo Señor Jesucristo», y vemos lo que el Nuevo Testamento nos dice en torno al Espíritu como autor del verdadero conocimiento de Cristo. 
San Pablo afirma que Jesucristo se manifiesta como «Hijo de Dios con potencia mediante el Espíritu de santificación» (Rom 1,4), es decir, por obra del Espíritu Santo. Llega a afirmar que «nadie puede decir: Jesús es el Señor, si no en el Espíritu Santo» (1 Cor 12,3), es decir, gracias a su iluminación interior. Atribuye al Espíritu Santo «la comprensión del misterio de Cristo» que se le ha dado a él, como a todos los santos apóstoles y profetas (cf. Ef 3,4-5); dice que los creyentes serán capaces de «comprender la amplitud, la longitud, la altura y la profundidad y conocer el amor de Cristo, que excede todo conocimiento» sólo si son «fortalecidos por el Espíritu» (Ef 3,16-19).
En el evangelio de Juan, Jesús mismo anuncia esta obra del Paráclito respecto de él. Él tomará de lo suyo y lo anunciará a los discípulos; les recordará todo lo que él ha dicho; los conducirá a la verdad plena sobre su relación con el Padre y le dará testimonio (cf. Jn 16,7-15). Más aún, precisamente esto será, de ahora en adelante, el criterio para reconocer si se trata del verdadero espíritu de Dios y no de otro espíritu: si impulsa a reconocer a Jesús venido en la carne (cf. 1 Jn 4,2-3).
lgunos creen que el énfasis actual sobre el Espíritu Santo puede ensombrecer la obra de Cristo, como si ésta fuera incompleta o perfectible. Es una incomprensión total. El Espíritu nunca dice «yo», nunca habla en primera persona, no pretende fundar una obra propia, sino que siempre hace referencia a Cristo. Él es el Camino, la Verdad, la Vida; ¡el Paráclito ayuda a hacer comprender todo esto! 
La venida del Espíritu Santo en Pentecostés se traduce en una repentina iluminación de toda la obra y persona de Cristo. Pedro concluye su discurso de Pentecostés con la solemne definición, hoy se diría «Urbi et Orbi»: «Sepa, pues, con certeza, toda la casa de Israel, que Dios ha constituido a ese Jesús que vosotros habéis crucificado, Señor (Kyrios) y Mesías» (Hch 2,36). A partir de ese día, la comunidad primitiva empezó a releer la vida de Jesús, su muerte y su resurrección, en forma diferente; todo pareció claro, como si un velo hubiera caído de sus ojos (cf. 2 Co 3,16). Aun viviendo codo con codo con él, sin el Espíritu no habían podido penetrar en la profundidad de su misterio. 
Hoy está en curso un acercamiento entre la teología ortodoxa y la teología católica sobre este tema de la relación entre Cristo y el Espíritu. El teólogo Johannes Zizioulas, en un congreso celebrado en Bolonia en 1980, por una parte expresaba sus reservas sobre la eclesiología del Vaticano II porque, según él, «el Espíritu Santo fue introducido en la eclesiología después de que se hubiera construido el edificio de la Iglesia sólo con material cristológico», y por otra, sin embargo, reconocía que también la teología ortodoxa tenía necesidad de repensar la relación entre cristología y neumatología, para no construir la eclesiología sólo sobre una base pneumatológica1. En otras palabras, a nosotros latinos nos impulsa profundizar el papel del Espíritu Santo en la vida interna de la Iglesia (que es lo que ocurrió después del Concilio) y a los hermanos ortodoxos el de Cristo y el de la presencia de la Iglesia en la historia.

2. Conocimiento objetivo y conocimiento subjetivo de Cristo
Volvamos pues al papel del Espíritu Santo en relación al conocimiento de Cristo. Se perfilan ya, en el marco del Nuevo Testamento, dos tipos de conocimiento de Cristo, o dos ámbitos en los que el Espíritu realiza su acción. Hay un conocimiento objetivo de Cristo, de su ser, de su misterio y de su persona, y hay un conocimiento más subjetiva, funcional e interior que tiene por objeto lo que Jesús «hace por mí», más que lo que él «es en sí mismo». 
En Pablo prevalece aún el interés por el conocimiento de lo que Cristo ha hecho por nosotros, por la obra de Cristo y en particular su misterio pascual; en Juan prevalece el interés por lo que Cristo es: el Logos eterno que estaba junto a Dios y ha venido en la carne, que es «una sola cosa con el Padre» (Jn 10,30). Pero estas dos tendencias aparecerán evidentes únicamente de los acontecimientos posteriores. Aludimos a ellas brevemente porque esto nos ayudará a captar cuál es el don que hace el Espíritu Santo, en este campo, hoy a la Iglesia. 
En la época patrística, el Espíritu Santo aparece, sobre todo, como garante de la tradición apostólica en torno a Jesús, contra las innovaciones de los gnósticos. A la Iglesia —afirma san Ireneo— se le ha sido confiado el Don de Dios que es el Espíritu; de él no participan cuantos se separan de la verdad predicada por la Iglesia con sus falsas doctrinas2. Las Iglesias apostólicas —argumenta Tertuliano— no pueden haber errado al predicar la verdad. Pensar lo contrario, significaría que «el Espíritu Santo, enviado por Cristo con esta finalidad, impetrado del Padre como maestro de verdad, él que es el Vicario de Cristo y su administrador, habría flaqueado en su oficio»3
En la época de las grandes controversias dogmáticas, el Espíritu Santo es visto como el custodio de la ortodoxia cristológica. En los Concilios, la Iglesia tiene la firme certeza de estar «inspirada» por el Espíritu al formular la verdad en torno a las dos naturalezas de Cristo, a la unidad de su persona, a la integridad de su humanidad. Por lo tanto, el acento está claramente en el conocimiento objetivo, dogmático, eclesial de Cristo. 
Esta tendencia sigue siendo predominante en teología, hasta la Reforma. Sin embargo, con una diferencia. Los dogmas que en el momento de formularse eran cuestiones vitales, fruto de viva participación, de toda la Iglesia, una vez sancionados y transmitidos, tienden a perder mordiente, a hacerse formales. «Dos naturalezas una persona», se convierte en una fórmula hermosa y hecha, más que el punto de llegada de un largo y sufrido proceso. Ciertamente no faltaron, en todo este tiempo, magníficas experiencias de un conocimiento de Cristo íntimo, personal, lleno de cálida devoción a Cristo, como las de san Bernardo y Francisco de Asís; pero éstas no influían mucho sobre la teología. También hoy se habla de ellas en la historia de la espiritualidad, no en la de la teología.
Los reformadores protestantes dan un vuelco a esta situación y dicen: «Conocer a Cristo significa reconocer sus beneficios, no indagar sobre sus naturalezas y los modos de la encarnación»4. El Cristo «para mí» salta al primer plano. Al conocimiento objetivo y dogmático, se opone un conocimiento subjetivo, íntimo; al testimonio exterior de la Iglesia y de las mismas Escrituras sobre Jesús, se antepone el «testimonio interno» que el Espíritu Santo hace a Jesús en el corazón de todo creyente. 
Cuando, más tarde, esta novedad teológica tienda, ella misma, en el protestantismo oficial, a convertirse en «ortodoxia muerta», surgirán periódicamente movimientos, como el pietismo en el ámbito luterano y el metodismo en el anglicano, para llevarla nuevamente a la vida. El ápice del conocimiento de Cristo coincide, en estos ambientes, con el momento en que, movido por el Espíritu Santo, el creyente toma conciencia de que Jesús murió «por él», precisamente por él, y lo reconoce como su Salvador personal:

«Por primera vez con todo el corazón yo creí;
creí con fe divina,
y el Espíritu Santo obtuve el poder
de llamar mío al Salvador.
Sentí la sangre de expiación de mi Señor
directamente aplicada a mi alma»5.

Completamos esta rápida mirada a la historia, aludiendo a una tercera fase en la manera de concebir la relación entre el Espíritu Santo y el conocimiento de Cristo: la que ha caracterizado los siglos de la Ilustración, de los que nosotros somos directos herederos. Vuelve a estar en auge un conocimiento objetivo, separado; sin embargo, no ya de tipo ontológico, como en la época antigua, sino histórico. En otras palabras, no interesa saber quién es en sí Jesucristo (la preexistencia, las naturalezas, la persona), sino quién ha sido en la realidad de la historia. ¡Es la época de la investigación en torno al llamado «Jesús histórico»!
En esta fase, el Espíritu Santo ya no desempeña ningún papel en el conocimiento de Cristo; está del todo ausente en ello. El «testimonio interno» del Espíritu Santo se identifica ahora con la razón y con el espíritu humano. El «testimonio exterior» es lo único importante, pero con ello ya no se entiende el testimonio apostólico de la Iglesia, sino únicamente el de la historia, comprobada con los distintos métodos críticos. El presupuesto común de este esfuerzo era que para encontrar al verdadero Jesús, hay que buscar fuera de la Iglesia, desatarlo «de las vendas del dogma eclesiástico»6.
Sabemos cuál fue el resultado de toda esta investigación del Jesús histórico: el fracaso, aunque esto no significa que no haya traído también muchos frutos positivos. A este respecto, todavía persiste un malentendido de fondo. Jesucristo —y después de él otros hombres, como san Francisco de Asís— no ha vivido simplemente en la historia, sino que ha creado una historia, y vive ahora en la historia que ha creado, como un sonido en la onda que ha provocado. El esfuerzo encarnizado de los historiadores racionalistas parece querer separarlo de la historia que ha creado, para restituirlo a la común y universal, como si se pudiera percibir mejor un sonido en su originalidad, separándolo de la onda que lo transporta. La historia que Jesús ha comenzado, o la onda que ha emitido, es la fe de la Iglesia animada por el Espíritu Santo y sólo a través de ella se remonta uno a su fuente. 
No se excluye con ello la legitimidad de la normal investigación histórica sobre él, pero esta debería ser más consciente de su límite y reconocer que no agota todo lo que se puede saber de Cristo. Como el acto más noble de la razón es reconocer que hay algo que la supera7, así el acto más honesto del historiador es reconocer que hay algo que no se alcanza con la sola historia.

3. El sublime conocimiento de Cristo
Al final de su obra clásica sobre la historia de la exégesis cristiana, Henri de Lubac llegaba a una conclusión bastante pesimista. A nosotros los modernos nos faltan —decía—, las condiciones para poder resucitar una lectura espiritual como la de los Padres; nos falta esa fe llena de empuje, ese sentido de la plenitud y de la unidad de las Escrituras que ellos tenían. Querer imitar hoy su audacia al leer la Biblia sería casi exponerse a la profanación porque nos falta el espíritu del que brotaban esas cosas8. Sin embargo, no cerraba del todo la puerta a la esperanza; en otra obra suya dice que «si se quiere reencontrar algo de lo que fue, en los primeros siglos de la Iglesia, la interpretación espiritual de las Escrituras, hay que reproducir en primer lugar un movimiento espiritual»9
Lo que De Lubac notaba a propósito de la inteligencia espiritual de las Escrituras, se aplica, con mucha mayor razón, al conocimiento espiritual de Cristo. No basta con escribir tratados de pneumatología nuevos y muy actualizados. Si falta el soporte de una experiencia vivida del Espíritu, análoga a la que acompañó, en el siglo IV, a la primera elaboración de la teología del Espíritu, lo que se dice permanecerá siempre en lo exterior del verdadero problema. Nos faltan las condiciones necesarias para elevarnos al nivel en el que obra el Paráclito: el impulso, la audacia y esa «sobria embriaguez del Espíritu», de la que hablan casi todos los grandes autores de aquel siglo. No se puede presentar a un Cristo en la unción del Espíritu, si no se vive, en cierto modo, en la misma unción.
Ahora bien, precisamente aquí se ha realizado la gran novedad deseada por el P. De Lubac. En el siglo pasado surgió, y ha ido ampliándose cada vez más, un «movimiento espiritual» que ha creado las bases para una renovación de la pneumatología a partir de la experiencia del Espíritu y de sus carismas. Hablo del fenómeno pentecostal y carismático. En sus primeros cincuenta años de vida, este movimiento, nacido como reacción a la tendencia racionalista y liberal de la Teología (como el pietismo y el metodismo mencionados más arriba), ignoró deliberadamente la teología y fue, a su vez, ignorado (¡e incluso ridiculizado!) por la teología. 
Pero cuando, hacia la mitad del siglo pasado, penetró en las Iglesias tradicionales que tenían una amplia instrumentación teológica y recibió una acogida de fondo por parte de las respectivas jerarquías, la teología ya no ha podido ignorarlo. En un volumen titulado El redescubrimiento del Espíritu. Experiencia y teología del Espíritu Santo, los más conocidos teólogos del momento, católicos y protestantes, examinaron el significado del fenómeno pentecostal y carismático para la renovación de la doctrina del Espíritu Santo10.
Todo esto nos interesa, en este momento, sólo desde el punto de vista del conocimiento de Cristo. ¿Qué conocimiento de Cristo va surgiendo en esta nueva atmósfera espiritual y teológica? El hecho más significativo no es el descubrimiento de nuevas perspectivas y nuevas metodologías sugeridas por la filosofía del momento (estructuralismo, análisis lingüístico, etc.), sino el redescubrimiento de un dato bíblico elemental: ¡Que Jesucristo es el Señor! El señorío de Cristo es un mundo nuevo en el cual se entra sólo «por obra del Espíritu Santo».
San Pablo habla de un conocimiento de Cristo de grado «superior», o, incluso, «sublime», que consiste en conocerlo y proclamarlo precisamente como «Señor» (cf. Flp 3,8). Es la proclamación que, unida a la fe en la resurrección de Cristo, hace de una persona un salvado: «Si con tu boca proclamas que “¡Jesús es el Señor!”, y con el corazón crees que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo» (Rom 10,9). Ahora bien, este conocimiento sólo lo hace posible el Espíritu Santo: «Nadie puede decir: “¡Jesús es el Señor!”, si no bajo la acción del Espíritu Santo» (1 Cor 12,3). Cada uno, por supuesto, puede decir con los labios aquellas palabras, incluso sin el Espíritu Santo, pero no sería entonces la gran cosa que acabamos de decir; no haría de la persona un salvado. 
¿Qué hay de especial en esta afirmación que la hace tan decisiva? Se puede explicar la cosa desde distintos puntos de vista, objetivos o subjetivos. La fuerza objetiva de la frase: «Jesús es el Señor» está en el hecho de que hace presente la historia y en particular el misterio pascual. Es la conclusión que brota de dos acontecimientos: Cristo murió por nuestros pecados; ha resucitado para nuestra justificación; por eso es el Señor. «Para esto Cristo murió y volvió a la vida: para ser el Señor de los muertos y de los vivos» (Rom 14,9). Los acontecimientos que la han preparado se han encerrado en esta conclusión y en ella se hacen presentes y operantes. En este caso la palabra es realmente «la casa del ser11». La proclamación: «Jesús es Señor» es la semilla desde la cual se ha desarrollado todo el kerigma y el anuncio cristiano ulterior. 
Desde el punto de vista subjetivo —es decir, por lo que depende de nosotros— la fuerza de esa proclamación está en el hecho de que supone también una decisión. Quien la pronuncia decide sobre el sentido de su vida. Es como si dijera: «Tú eres mi Señor; yo me someto a ti, yo te reconozco libremente como mi salvador, mi jefe, mi maestro, aquel que tiene todos los derechos sobre mí». Yo pertenezco a ti más que a mí mismo, porque tú me has comprado a caro precio (cf. 1 Cor 6,19ss).
El aspecto de decisión inherente a la proclamación de Jesús «Señor» asume hoy una actualidad particular. Algunos creen que es posible, e incluso necesario, renunciar a la tesis de la unicidad de Cristo, para favorecer el diálogo entre las diversas religiones. Ahora bien, proclamar a Jesús «Señor» significa precisamente proclamar su unicidad. No en vano el artículo nos hace decir: «Creo en un solo Señor Jesucristo». San Pablo escribe:
«Pues aun cuando se les dé el nombre de dioses, bien en el cielo bien en la tierra, de forma que hay multitud de dioses y de señores, para nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas y para el cual somos; y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y por el cual somos nosotros» (1 Cor 8,5-6).
El Apóstol escribía estas palabras en el momento en que la fe cristiana se asomaba, pequeña y recién nacida, a un mundo dominado por cultos y religiones potentes y prestigiosas. El valor que hoy es necesario para creer que Jesús es «el único Señor» es nada en comparación con el que hacía falta entonces. Pero el «poder del Espíritu» no se concede más que a quien proclama a Jesús Señor, en esta acepción fuerte de los orígenes. Es un dato de experiencia. Sólo después de que un teólogo o un anunciador ha decidido apostar todo sobre Jesucristo «único Señor», lo que se dice todo, incluso a costa de ser «expulsado de la sinagoga», sólo entonces experimenta una certeza y un poder nuevos en su vida.

4. Del Jesús «personaje» al Jesús «persona»
Este redescubrimiento luminoso de Jesús como Señor es, decía, la novedad y la gracia que Dios está concediendo en nuestros tiempos, a su Iglesia. Me he dado cuenta de que cuando interrogaba a la tradición sobre todos los demás temas y palabras de la Escritura, los testimonios de los Padres se agolpaban en la mente; cuando he probado a interrogarla sobre este punto, permanecía casi muda. Ya en el siglo III, el título de Señor no es comprendido ya en su significado kerigmático; fuera del ámbito religioso judío, no era tan significativo para expresar suficientemente la unicidad de Cristo. Orígenes considera «Señor» (Kyrios) el título propio de quien está todavía en la fase del temor; le corresponde, según él, el título de «siervo», mientras que a «Maestro» le corresponde el de «discípulo» y amigo12.
Se sigue ciertamente hablando de Jesús «Señor», pero se ha convertido en un nombre de Cristo como los demás, incluso muy a menudo en uno de los elementos del nombre completo de Cristo: «Nuestro Señor Jesucristo». Pero una cosa es decir: «Nuestro Señor Jesucristo» y otra decir: «¡Jesucristo es nuestro Señor!». Un índice de este cambio es el modo en que fue traducido en la Vulgata el texto de Filipenses 2,11: «at omnis lengua confiteatur quia Dominus noster Iesus Christus in gloria est Dei Patris», «toda lengua proclame que el Señor nuestro Jesucristo está en la gloria de Dios Padre». Pero una cosa es decir «nuestro Señor Jesucristo está en la gloria de Dios Padre» y otra decir: «Jesucristo es nuestro Señor para gloria de Dios Padre». De este modo, que es el de las traducciones hoy en curso, no se pronuncia sólo un nombre, sino que se hace una profesión de fe.
¿Dónde está, en todo esto, el salto cualitativo que el Espíritu Santo nos hace hacer en el conocimiento de Cristo? Está en el hecho de que la proclamación de Jesús Señor es la puerta que consiente el conocimiento de Cristo ¡resucitado y vivo! No ya un Cristo personaje, sino persona; no ya un conjunto de tesis, de dogmas (y de correspondientes herejías), ya no sólo objeto de culto y de memoria, aunque sea la litúrgica y eucarística, sino persona viviente y siempre presente en espíritu.
Este conocimiento espiritual y existencial de Jesús como Señor, no lleva a descuidar el conocimiento objetivo, dogmático y eclesial de Cristo, sino que lo revitaliza. Gracias al Espíritu Santo, dice san Ireneo, la verdad revelada, «como un depósito valioso contenido en un vaso de valor, rejuvenece siempre y hace rejuvenecer también al vaso que la contiene»13. A uno de estos dogmas, el que constituye la segunda parte de nuestro artículo del Credo: «engendrado, no creado, de la misma sustancia del Padre», dedicaremos, si Dios quiere, nuestra próxima meditación.
No sabría indicar una resolución práctica mejor a tomar al término de estas reflexiones que la que se lee al comienzo de la Exhortación Apostólica del papa Francisco Evangelii gaudium
«Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso. No hay razón para que alguien piense que esta invitación no es para él» (n.3).

II predicación:
El Espíritu Santo nos introduce 
En el misterio de la divinidad de Cristo

1. La fe de Nicea
Proseguimos nuestra reflexión sobre el papel del Espíritu Santo en el conocimiento de Cristo. A este respecto no se puede callar una confirmación en curso hoy en el mundo. Existe desde hace tiempo un movimiento llamado «Judíos mesiánicos», es decir, judeo-cristianos. (¡«Cristo» y «cristiano» no son más que la traducción griega del hebreo Mesías y mesiánico!). Una estimación por defecto habla de 150.000 adheridos, separados en grupos y asociaciones diferentes entre sí, difundidos sobre todo en los Estados Unidos, Israel y en varias naciones europeas.
Son judíos que creen que Jesús, Yeshua, es el Mesías prometido, el Salvador y el Hijo de Dios, pero en absoluto no quieren renunciar a su identidad y tradición judía. No se adhieren oficialmente a ninguna de las Iglesias cristianas tradicionales porque quieren vincularse y hacer revivir la primitiva Iglesia de los judeo-cristianos, cuya experiencia fue interrumpida bruscamente por conocidos sucesos traumáticos.
La Iglesia católica y las otras Iglesias siempre se han abstenido de promover, e incluso mencionar, este movimiento por razones obvias de diálogo con el judaísmo oficial. Yo mismo nunca he hablado de ello. Pero ahora se está abriendo camino la convicción de que no es justo seguir ignorándolos o, peor aún, dejarlos en el ostracismo por una y otra parte. Hace poco ha salido en Alemania un estudio de varios teólogos sobre el fenómeno1. Si hablo de ello en este lugar es por un motivo concreto, que tiene que ver con el tema de estas meditaciones. En una investigación sobre los factores y las circunstancias que estuvieron en el origen de su fe en Jesús, más del 60% de los interesados respondió: «La acción interior del Espíritu Santo»; en segundo lugar está la lectura de la Biblia y en el tercero, los contactos personales2. Es una confirmación de la vida de que el Espíritu Santo es aquel que da el verdadero e íntimo conocimiento de Cristo.
Reanudamos pues el hilo de nuestras consideraciones históricas. Mientras la fe cristiana permaneció restringida al ámbito bíblico y judío, la proclamación de Jesús como Señor («Creo en un solo Señor Jesucristo»), cumplía todas las exigencias de la fe cristiana y justificaba el culto de Jesús «como Dios». En efecto, Señor, Adonai, era para Israel un título inequívoco; pertenece exclusivamente a Dios. Llamar a Jesús Señor, equivale, por ello, a proclamarlo Dios. Tenemos una prueba cierta del papel desarrollado por el título Kyrios en los primeros días de la Iglesia como expresión del culto divino reservado a Cristo. En su versión aramea Mara-atha (el Señor viene) o Maràna-tha (¡Ven Señor!), san Pablo testimonia el título como fórmula ya en uso en la liturgia (1 Cor 16,22) y es una de las pocas palabras conservadas hasta hoy en la lengua de la primitiva comunidad 3.
Al mártir san Policarpo que era conducido ante el juez romano, el jefe de los guardias le hace entender que es suficiente que diga: «¡César es el Señor!» (Kyrios Kaisar) para ser puesto en libertad. Policarpo4 —lo sabemos por el relato de un testigo ocular enviado a las iglesias de la región— se niega para no traicionar su fe en el único Señor y sube a la hoguera bendiciendo a Cristo. El título de Señor bastaba para afirmar la propia fe de Cristo. 
Sin embargo, apenas se asomó el cristianismo sobre el mundo greco romano circundante, el título de Señor, Kyrios, ya no bastaba. El mundo pagano conocía muchos y distintos «señores», primero entre todos, precisamente, el emperador romano. Había que encontrar otro modo para garantizar la plena fe en Cristo y su culto divino. La crisis arriana ofreció la ocasión para ello. 
Esto nos introduce en la segunda parte del artículo sobre Jesús, la que fue añadida al símbolo de fe en el concilio de Nicea del 325: 
«Nacido del Padre antes de todos los siglos: 
Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, 
engendrado, no creado, 
de la misma sustancia (homoousiosdel Padre». 
El Obispo de Alejandría, Atanasio, campeón indiscutible de la fe nicena, está muy convencido de que no es él, ni la Iglesia de su tiempo, quien descubre la divinidad de Cristo. Toda su obra consistirá, por el contrario, en mostrar que esta ha sido siempre la fe de la Iglesia; que la verdad no es nueva, que la herejía es contraria. Su convicción, a este respecto, encuentra una confirmación histórica indiscutible en la carta que Plinio el Joven, gobernador de Bitinia, escribió al emperador Trajano alrededor del año 111 d.C. La única noticia cierta que dice que posee respecto de los cristianos es que «suelen reunirse antes del alba, en un día establecido de la semana, y cantar a Cristo como a Dios» («carmenque Christo quasi Deo dicere»)5.
La fe en la divinidad de Cristo ya existía, pues, y sólo ignorando completamente la historia alguien ha podido afirmar que la divinidad de Cristo es un dogma querido e impuesto por el Emperador Constantino en el concilio de Nicea. La aportación de los padres de Nicea y en particular la de de Atanasio, fue, más nada, la de eliminar los obstáculos que habían impedido hasta entonces un reconocimiento pleno y sin reticencias de la divinidad de Cristo en las discusiones teológicas. 
Uno de tales obstáculos era la costumbre griega de definir la esencia divina con el término agennetos, engendrado. ¿Cómo proclamar que el Verbo es Dios verdadero, desde el momento en que es Hijo, es decir, engendrado por el Padre? Para Arrio era fácil establecer la equivalencia: engendrado, igual a hecho, es decir, pasar gennetos a genetos, y concluir con la célebre frase que hizo estallar el caso: «¡Hubo un tiempo en que no existía!» (en ote ouk en). Esto equivalía a hacer de Cristo una criatura, aunque no «como las demás criaturas». Atanasio resuelve la controversia con una observación elemental: «El término agenetos fue inventado por los griegos porque no conocían todavía al Hijo»6 y defendió a capa y espada la expresión «engendrado, pero no hecho», genitus no factus, de Nicea, 
Otro obstáculo cultural para el pleno reconocimiento de la divinidad de Cristo, sobre el cual Arrio podía apoyar su tesis, era la doctrina de una divinidad intermedia, el deuteros theos, antepuesto a la creación del mundo. Desde Platón en adelante, la creación se había convertido en un dato común a muchos sistemas religiosos y filosóficos de la antigüedad. La tentación de asimilar el Hijo, «por medio del cual fueron creadas todas las cosas», a esta entidad intermedia había permanecido creciente en la especulación cristiana (apologistas, Orígenes), aunque ajena a la vida interna de la Iglesia. De ello resultaba un esquema tripartito del ser: en la cumbre, el Padre no engendrado; después de él, el Hijo (y más tarde también el Espíritu Santo); en tercer lugar, las criaturas.
La definición del «genitus no factus» y del homoousios, elimina este obstáculo y obra la catarsis cristiana del universo metafísico de los griegos. Con tal definición, se traza una sola línea de demarcación en la escala del ser. Existen dos únicos modos de ser: el del Creador y el de las criaturas, y el Hijo se sitúa en la parte del primero, no de las segundas. 
Queriendo encerrar en una frase el significado perenne de la definición de Nicea, podríamos formularla así: en cada época y cultura, Cristo debe ser proclamado «Dios», no en alguna acepción derivada o secundaria, sino en la acepción más fuerte que la palabra «Dios» tiene en dicha cultura.
Es importante saber qué motiva a Atanasio y a los demás teólogos ortodoxos en la batalla, es decir, de dónde les viene una certeza tan absoluta. No de la especulación, sino de la vida; más concretamente, de la reflexión sobre la experiencia que la Iglesia, gracias a la acción del Espíritu Santo, hace de la salvación en Cristo Jesús. 
El argumento soteriológico no nace con la controversia arriana; está presente en todas las grandes controversias cristológicas antiguas, desde la antignóstica hasta la antimonoteleta. En su formulación clásica reza así: «Lo que no es asumido, no es salvado» («Quod non est assumptum non est sanatum»)7. En el uso que hace Atanasio de ella, se puede entender así: «Lo que no es asumido por Dios no es salvado», donde toda la fuerza está en ese breve añadido «por Dios». La salvación exige que el hombre no sea asumido por un intermediario cualquiera, sino por Dios mismo: «Si el Hijo es una criatura —escribe Atanasio— el hombre seguiría siendo mortal, al no estar unido a Dios», y también: «El hombre no estaría divinizado, si el Verbo que se hizo carne no fuera de la misma naturaleza del Padre»8.
Pero hay que hacer una precisión importante. La divinidad de Cristo no es un «postulado» práctico, como para Kant lo es la existencia misma de Dios9. No es un postulado, sino la explicación de un dato de hecho. Sería un postulado —y por tanto una deducción teológica humana—- si se partiera de una cierta idea de salvación y de ella se dedujera la divinidad de Cristo como la única capaz de obrar dicha salvación; por el contrario, es la explicación de un dato si se parte, como hace Atanasio, de una experiencia de salvación y se demuestra que ella no podría existir si Cristo no fuera Dios. En otras palabras, la divinidad de Cristo no se basa en la salvación, sino la salvación en la divinidad de Cristo.

2. «Vosotros, ¿quién decís que soy yo?»
Pero es tiempo de venir a nosotros e intentar ver qué podemos aprender hoy de la épica batalla sostenida en su tiempo por la ortodoxia. La divinidad de Cristo es la piedra angular que sostiene los dos misterios principales de la fe cristiana: la Trinidad y la Encarnación. Ellos son como dos puertas que se abren y se cierran a la vez. Existen edificios o estructuras metálicas hechos de tal modo que si se toca un cierto punto, o se quita una cierta piedra, todo se derrumba. Así es el edificio de la fe cristiana, y su piedra angular es la divinidad de Cristo. Quitado esta, todo se disgrega y antes que nada la Trinidad. Si el Hijo no es Dios, ¿por quién está formada la Trinidad? Ya lo había denunciado con claridad san Atanasio, escribiendo contra los arrianos: 
«Si el Verbo no existe junto con el Padre desde toda la eternidad, entonces no existe una Trinidad eterna, sino que fue la unidad y luego, con el paso del tiempo, por adición, comenzó a existir la Trinidad»10
San Agustín decía: «No es gran cosa creer que Jesús ha muerto; esto lo creen también los paganos, los judíos y los réprobos; todos lo creen. Pero es algo verdaderamente grande creer que Él ha resucitado. La fe de los cristianos es la resurrección de Cristo»11. Además de sobre la muerte y la resurrección, lo mismo se debe decir de la humanidad y divinidad de Cristo, cuyas respectivas manifestaciones son muerte y resurrección. Todos creen que Jesús sea hombre; lo que diferencia a creyentes y no creyentes es creer que él es Dios. ¡La fe de los cristianos es la divinidad de Cristo! 
Debemos plantearnos una pregunta seria. ¿Qué lugar ocupa Jesucristo en nuestra sociedad y en la misma fe de los cristianos? Pienso que se puede hablar, a este respecto, de una presencia-ausencia de Cristo. A un cierto nivel —el del espectáculo y los medios de comunicación social en general— Jesucristo está muy presente. En una serie interminable de relatos, películas y libros, los escritores manipulan la figura de Cristo, a veces bajo el pretexto de nuevos documentos históricos imaginarios sobre él. Se ha convertido en una moda, un género literario. Se especula sobre la amplia resonancia que tiene el nombre de Jesús y sobre lo que él representa para gran parte de la humanidad, para asegurarse una gran publicidad a bajo coste. Yo llamo a todo esto parasitismo literario.
Desde cierto punto de vista podemos decir, pues, que Jesucristo está muy presente en nuestra cultura. Pero si miramos al ámbito de la fe, al cual pertenece en primer lugar, observamos, por el contrario, una inquietante ausencia, cuando no incluso rechazo de su persona. ¿En qué creen, en realidad, los que se definen como «creyentes» en Europa y en otros lugares? La mayoría de las veces creen en la existencia de un Ser supremo, de un Creador; creen que existe un «más allá». Sin embargo, esta es una fe deísta, no todavía una fe cristiana. Diferentes indagaciones sociológicas constatan este dato de hecho también en países y regiones de antigua tradición cristiana. Jesucristo está prácticamente ausente en este tipo de religiosidad. 
También el diálogo entre ciencia y fe lleva, sin quererlo, a poner a Cristo entre paréntesis. En efecto, tiene por objeto a Dios, el Creador. La persona histórica de Jesús de Nazaret no tiene en ese diálogo ningún puesto. Pasa lo mismo también en el diálogo con la filosofía a la que le gusta ocuparse de conceptos metafísicos, y no de realidades históricas, por no hablar del diálogo interreligioso en el que se discute de paz, ecologismo, pero ciertamente no de Jesús. 
Basta una simple mirada al Nuevo Testamento para entender lo lejos que estamos, en este caso, del significado original de la palabra «fe» en el Nuevo Testamento. Para Pablo, la fe que justifica a los pecadores y confiere el Espíritu Santo (Gál 3,2), en otras palabras, la fe que salva, es la fe en Jesucristo, en su misterio pascual de muerte y resurrección. 
Ya durante la vida terrena de Jesús, la palabra fe indica fe en él. Cuando Jesús dice: «Tu fe te ha salvado», al reprochar a los Apóstoles llamándolos «hombres de poca fe», no se refiere a la fe genérica en Dios que se daba por descontada entre los judíos; ¡Habla de fe en Él! Esto desmiente por sí solo la tesis según la cual la fe en Cristo empieza sólo con la Pascua y antes sólo existe el «Jesús de la historia». El Jesús de la historia es ya uno que postula fe en Él y si los discípulos le han seguido es precisamente porque tenían una cierta fe en él, aunque muy imperfecta antes de la venida del Espíritu Santo en Pentecostés.
Debemos dejarnos investir en pleno rostro, pues, por la pregunta que Jesús dirigió un día a sus discípulos, después de que estos le han referido las opiniones de la gente en torno a él: «Pero vosotros, ¿quién creéis que soy yo?», y por la aún más personal: «¿Crees tú?» ¿Crees realmente? ¿Crees con todo el corazón? San Pablo dice que «con el corazón se cree para obtener la justicia y con la boca se hace la profesión de fe para tener la salvación» (Rom 10,10). «De las raíces del corazón es de donde sube la fe», exclama san Agustín12.
En el pasado, el segundo momento de este proceso —es decir, la profesión de la recta fe, la ortodoxia —ha tomado a veces tanto relieve que ha dejado en la sombra a ese primer momento que es el más importante y que se desarrolla en las profundidades recónditas del corazón. Casi todos los tratados «Sobre la fe» (De fide) escritos en la antigüedad, se ocupan de las cosas que hay que creer, y no del acto de creer. 

3. ¿Quién es el que vence al mundo? 
Tenemos que recrear las condiciones para una fe en la divinidad de Cristo sin reservas y sin reticencias. Reproducir el impulso de fe del que nació la fórmula de fe. El cuerpo de la Iglesia ha producido una vez un esfuerzo supremo, con el que se ha elevado, en la fe, por encima de todos los sistemas humanos y de todas las resistencias de la razón. Más adelante, quedó el fruto de este esfuerzo. La marea se elevó una vez a un nivel máximo y dejó su signo sobre la roca. Este signo es la definición de Nicea que proclamamos en el Credo. Sin embargo, es preciso que se repita el levantamiento, no basta con el signo. No basta con repetir el Credo de Nicea; hay que renovar el impulso de fe que se tuvo entonces en la divinidad de Cristo y del que no ha habido otro igual a lo largo de los siglos. De él hay necesidad nuevamente. 
Hay necesidad de ello ante todo de cara a una nueva evangelización. San Juan, en su Primera Carta, escribe: «Quién es el que vence al mundo si no quien cree que Jesús es el Hijo de Dios? (1 Jn 5,4-5). Debemos entender bien qué quiere decir «vencer al mundo». No quiere decir conseguir más éxito, dominar la escena política y cultural. Este sería más bien lo contrario: no vencer al mundo, sino mundanizarse. Lamentablemente no han faltado épocas en que se ha caído, sin darse cuenta de ello, en este equívoco. Piénsese en las teorías de las dos espadas o del triple reino del Soberano Pontífice, aunque siempre debemos estar atentos a no juzgar el pasado con los criterios y las certezas del presente. Desde el punto de vista temporal, ocurre más bien lo contrario, y Jesús lo declara anticipadamente a sus discípulos: «Vosotros lloraréis, pero el mundo se alegrará» (Jn 16,20). 
Queda excluido, pues, todo triunfalismo. Se trata de una victoria de un tipo muy distinto: de una victoria sobre lo que también el mundo odia y no acepta de sí mismo: la temporalidad, la caducidad, el mal, la muerte. En efecto, esto es lo que significa, en su acepción negativa, la palabra «mundo» (kosmos) en el evangelio. En este sentido Jesús dice: «Tened ánimo: yo he vencido al mundo» (Jn 16, 33). 
¿Cómo ha vencido Jesús al mundo? Ciertamente no apaleando a los enemigos con «diez legiones de ángeles», sino, como dice san Pablo «venciendo a la enemistad» (cf. Ef 2,16), es decir, todo lo que separa al hombre de Dios, el hombre del hombre, a un pueblo de otro pueblo. Para que no hubiera dudas sobre la naturaleza de esta victoria sobre el mundo, ésta es inaugurada con un triunfo muy especial, el de la cruz.
Jesús dijo: «Yo soy la luz del mundo, quien me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12). Son las palabras más frecuentemente reproducidas en la página del libro que el Pantocrátor tiene abierto entre las manos en los mosaicos antiguos, como en el famoso de la catedral de Cefalù. De él el evangelista afirma: «En él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres» (Jn 1,4). Luz y Vida, Phos Zoè: estas dos palabras tienen en griego la letra central (una omega) en común y a menudo se encuentran cruzadas, escritas una horizontalmente y la otra verticalmente, formando un monograma de Cristo poderoso y muy difundido.
¿Qué desea el hombre con más intensidad si no estas dos cosas: luz y vida? De un gran espíritu moderno, Goethe, se sabe que murió susurrando: «¡Más luz!». Quizás él se refería a la luz natural que quería que entrara en mayor medida en su habitación, pero a la frase siempre se le ha atribuido, justamente, un significado metafórico y espiritual. Un amigo mío que ha vuelto a la fe en Cristo, después de haber atravesado todas las experiencias religiosas posibles e imaginables, ha contado su historia en un libro titulado «Mendigo de luz». El momento crucial fue cuando, en medio de una meditación profunda, sintió que retumbaba en su mente, sin poderlas acallar, las palabras de Cristo: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida»13. En la línea de lo que el apóstol Pablo dijo a los atenienses en el Areópago, nosotros estamos llamados a decir con toda humildad al mundo de hoy: «Lo que buscáis, yendo a tientas, nosotros os lo anunciamos» (cf. Hch 17,23.27). 
«Dadme un punto de apoyo —habría exclamado el inventor de la palanca, Arquímedes— y yo levantaré el mundo». Quien cree en la divinidad de Cristo es uno que ha encontrado este punto de apoyo. «Cayó la lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y se abatieron en aquella casa, pero no cayó, porque estaba fundada sobre roca» (Mt 7,25).

4. «¡Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis!»
Pero no podemos terminar nuestra reflexión sin recoger también el llamamiento que contiene, no sólo de cara a la evangelización, sino también de nuestra vida y testimonio personal. En el drama de Claudel «El padre humillado», ambientado en Roma en la época del beato Pío IX, hay una escena muy sugestiva. Una muchacha judía, bellísima pero ciega, pasea por la tarde en el jardín de una villa romana, con el sobrino del papa Orian enamorado de ella. Jugando son el doble significado de la luz, el físico y el de la fe, en un cierto momento, «en voz baja y con ardor», le dice ella a su amigo cristiano: 
«Pero vosotros que veis, ¿qué hacéis vosotros con la luz? […] 
Vosotros que decís que vivís, qué hacéis con la vida?»14
Es una pregunta que no podemos dejar caer en el vacío: ¿qué hacemos, nosotros cristianos, con nuestra fe en Cristo? Más aún, ¿qué hago yo de mi fe en Cristo? Jesús un día dijo a sus discípulos: «Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis» (Lc 10,23; Mt 13,16). Es una de esas afirmaciones con las que Jesús, en varias ocasiones, trata de ayudar a sus discípulos a que descubran por sí solos su verdadera identidad, no pudiendo revelarla de forma directa a causa de su falta de preparación para acogerla.
Nosotros sabemos que las palabras de Jesús son palabras que «no pasarán jamás» (Mt 24, 35), es decir, son palabras vivas, dirigidas a cualquiera que las escucha con fe, en cualquier momento y lugar de la historia. A nosotros, por eso, nos dice aquí y ahora: «¡Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis!». Si nunca hemos reflexionado seriamente sobre lo afortunados que somos nosotros que creemos en Cristo, quizás es la ocasión para hacerlo. 
¿Por qué «dichosos», si los cristianos no tienen ciertamente más motivo que los demás para alegrarse en este mundo e incluso en muchas regiones de la tierra están continuamente expuestos a la muerte, precisamente por su fe en Cristo? La respuesta no la da él mismo: «¡Porque veis!». Porque conocéis el sentido de la vida y de la muerte, porque «vuestro es el reino de los cielos». No en el sentido de «vuestro y de nadie más» (sabemos que el reino de los cielos, en su perspectiva escatológica, se extiende mucho más allá de los confines de la Iglesia); «vuestro» en el sentido de que vosotros sois ya parte de él, disfrutáis de sus primicias. ¡Vosotros me tenéis a mí!
La frase más hermosa que una esposa puede decir al esposo, y viceversa, es: «¡Me has hecho feliz!» Jesús merece que su esposa, la Iglesia, se lo diga desde lo hondo del corazón. Yo se lo digo y os invito a vosotros, venerables Padres, hermanos y hermanas, a hacer lo mismo. Hoy mismo, para que no lo olvidemos.

III predicación:

El Espíritu Santo nos introduce en el misterio de la muerte de Cristo

1. El Espíritu Santo en el misterio pascual de Cristo
En las dos meditaciones precedentes, hemos tratado de mostrar cómo el Espíritu Santo nos introduce en la «verdad plena» sobre la persona de Cristo, haciéndolo conocer como «Señor» y como «Dios verdadero de Dios verdadero». En las restantes meditaciones nuestra atención, desde la persona, se desplaza a la obra de Cristo, desde el ser al actuar. Trataremos de mostrar cómo el Espíritu Santo ilumina el misterio pascual, y en primer lugar, en la presente meditación, el misterio de su muerte y de la nuestra.
Apenas publicado el programa de estas predicaciones de Cuaresma, en una entrevista para L’Osservatore Romano, se me ha dirigido esta pregunta: «¿Cuánto espacio para la actualidad habrá en sus meditaciones? He respondido: Si se entiende «actualidad» en el sentido de referencias a situaciones o acontecimientos en curso, temo que haya muy poco de actual en las próximas predicaciones de Cuaresma. Pero, en mi opinión, «actual» no es sólo «lo que está en curso», y no es sinónimo de «reciente». Las cosas más «actuales» son las eternas, es decir, las que tocan a las personas en el núcleo más íntimo de la propia existencia, en cada época y en cada cultura. Es la misma distinción que hay entre «lo urgente» y «lo importante». Siempre estamos tentados de anteponer lo urgente a lo importante, y lo «reciente» a lo eterno». Es una tendencia agudizada especialmente por el ritmo apremiante de las comunicaciones y la necesidad de novedad de los medios de comunicación
¿Qué hay más importante y actual para el creyente, e incluso para cada hombre y cada mujer, que saber si la vida tiene un sentido o no, si la muerte es el final de todo o, por el contrario, el inicio de la verdadera vida? Ahora bien, el misterio pascual de la muerte y resurrección de Cristo es la única respuesta a tales problemas. La diferencia que hay entre esta actualidad y la mediática de las noticias es la misma que hay entre quien pasa el tiempo mirando la estela dejado por la ola en la playa (¡qué será borrada por la ola siguiente!) y quien levanta la mirada para contemplar el mar en su inmensidad.
Con esta conciencia meditemos, pues, el misterio pascual de Cristo, comenzando por su muerte en cruz. La Carta a los Hebreos dice que Cristo «movido por el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios» (Heb 9,14). «Espíritu eterno» es otro modo para decir Espíritu Santo, como atestigua ya una variante antigua del texto. Esto quiere decir que, como hombre, Jesús recibió del Espíritu Santo, que estaba en él, el impulso para ofrecerse en sacrificio al Padre y la fuerza que lo sostuvo durante su pasión. 
Sucede para el sacrificio como para la oración de Jesús. Un día Jesús «exultó en el Espíritu Santo y dijo: “Te bendigo, Padre, Señor del cielo y tierra”» (Lc 10,21). Era el Espíritu Santo que suscitaba en él la oración y era el Espíritu Santo quien lo impulsaba a ofrecerse al Padre. El Espíritu Santo que es el don eterno que el Hijo hace de sí mismo al Padre en la eternidad, es también la fuerza que lo impulsa a hacerse don sacrificial al Padre por nosotros en el tiempo.
La relación entre el Espíritu Santo y la muerte de Jesús la pone de relieve sobre todo el evangelio de Juan. «No había todavía Espíritu —comenta el evangelista a propósito de la promesa de los ríos de agua viva— porque Jesús todavía no había sido glorificado» (Jn 7,39), es decir, según el significado de esta palabra en Juan, aún no había sido elevado en la cruz. Desde la cruz Jesús «entregó el Espíritu», simbolizado por el agua y la sangre; escribe, en efecto, en la primera Carta: «Tres son los que dan testimonio: el Espíritu, el agua y la sangre» (1 Jn 5,7-8). 
El Espíritu Santo lleva a Jesús a la cruz y, desde la cruz Jesús, da el Espíritu Santo. En el momento del nacimiento y luego, públicamente, en su bautismo, el Espíritu Santo es dado a Jesús; en el momento de la muerte Jesús da el Espíritu Santo: «Después de haber recibido el Espíritu Santo prometido, él lo ha derramado, como vosotros mismos podéis ver y oír», dice Pedro a las multitudes el día de Pentecostés (Hch 2,33). A los Padres de la Iglesia les gustaba poner de relieve esta reciprocidad. «El Señor —escribía san Ignacio de Antioquía— ha recibido sobre su cabeza una unción perfumada (myron), para soplar sobre la Iglesia la incorruptibilidad».
En este punto debemos evocar la observación de san Agustín sobre la naturaleza de los misterios de Cristo. Según él, se tiene una verdadera celebración a modo de misterio, y no sólo a modo de aniversario, cuando «no sólo se conmemora un acontecimiento, sino que se hace también de modo que se entienda su significado para nosotros y se acoja santamente». Y es lo que querríamos hacer en esta meditación, guiados por el Espíritu Santo: ver qué significa para nosotros la muerte de Cristo, qué ha cambiado a propósito de nuestra muerte.

2. Uno murió por todos
El Credo de la Iglesia termina con las palabras «Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro». No menciona lo que precederá a la resurrección y a la vida eterna, es decir, la muerte. Justamente, porque la muerte no es objeto de fe, sino de experiencia. Sin embargo, la muerte nos afecta demasiado de cerca para pasarla en silencio. 
Para poder valorar el cambio obrado por Cristo en relación con la muerte, veamos cuáles fueron los remedios intentados por los hombres para el problema de la muerte, también porque el hombre intenta hoy «consolarse» con ellos. La muerte es el problema humano número uno. San Agustín anticipa la reflexión filosófica moderna sobre la muerte.
«Cuando nace un hombre —escribe— se hacen muchas hipótesis: quizá sea guapo, quizás sea feo; quizá sea rico, quizá sea pobre; quizá viva mucho, quizá no… Pero de nadie se dice: quizá muera o quizá no muera. Esta es la única cosa absolutamente cierta de la vida. Cuando sabemos que uno está enfermo de hidropesía (entonces esa era la enfermedad incurable, hoy son otras) decimos: “Pobrecillo, debe morir; está condenado, no hay remedio”. Pero, ¿no deberíamos decir lo mismo de uno que nace? “¡Pobrecillo, debe morir, no hay remedio, está condenado!”. ¿Qué diferencia hay si en un tiempo un poco más largo, o un poco más corto? La muerte es la enfermedad mortal que se contrae al nacer».
Quizás más que una vida mortal, la nuestra hay que considerarla como una «muerte vital», un vivir muriendo. Este pensamiento de Agustín lo retomó, en clave secularizada, Martin Heidegger que ha hecho que la muerte entrara con pleno derecho en el objeto de la filosofía. Al definir la vida y el hombre como «un-ser-para-la-muerte», él hace de la muerte no un accidente que pone fin a la vida, sino la sustancia misma de la vida, aquello de lo que está tejida. Vivir es morir. Cada instante que vivimos es algo que se quema, se sustrae a la vida y se entrega a la muerte. «Vivir-para-la-muerte» significa que la muerte no es sólo el final, sino también el fin de la vida. Se nace para morir, no para otra cosa. Venimos de la nada y volvemos a la nada. La nada es la única posibilidad del hombre. 
Es el vuelco más radical de la visión cristiana, según la cual el hombre es un «ser-para la eternidad». Sin embargo, la afirmación en la que ha desembocado la filosofía tras su larga reflexión sobre el hombre no es ni escandalosa ni absurda. Simplemente, la filosofía hace su oficio; muestra cuál sería el destino humano abandonado a sí mismo. Ayuda a comprender la diferencia que introduce la fe en Cristo.
Más que la filosofía son quizá los poetas quienes dicen las palabras de sabiduría más simples y verdaderas sobre la muerte. Uno de ellos, Giuseppe Ungaretti, hablando del estado de ánimo de los soldados en la trinchera durante la Gran Guerra, describió la situación de cada hombre frente al misterio de la muerte:

  «Se está
como en otoño
en los árboles
las hojas». 

La misma Escritura del Antiguo Testamento no tiene una respuesta clara sobre la muerte. De esta se habla en los libros sapienciales pero siempre en clave de pregunta, más que de respuesta. Job, los Salmos, el Qohelet, el Sirácide, la Sabiduría: todos estos libros dedican una atención considerable al tema de la muerte. «Enséñanos a contar nuestros días —dice un salmo— y llegaremos a la sabiduría del corazón» (Sal 90,12). ¿Por qué se nace? ¿Por qué se muere? ¿Dónde se va después de muertos? Son todas preguntas que para el sabio del Antiguo Testamento siguen sin otra respuesta que ésta: Dios lo quiere así; sobre todo habrá un juicio.
La Biblia nos refiere las opiniones inquietantes de los incrédulos del tiempo: «Nuestra vida es breve y triste; no hay remedio cuando el hombre muere, y no se conoce a nadie que libere de los infiernos. No hay vuelta de la muerte… Nacimos por casualidad y después estaremos como si no hubiéramos existido» (Sab 2,1ss). Sólo en este libro de la Sabiduría, que es el más reciente de los libros sapienciales, la muerte empieza a ser iluminada por la idea de una retribución ultraterrena. Las almas de los justos, se piensa, están en manos de Dios, aunque no se sabe qué quiere decir esto en concreto (cf. Sab 3,1). Es cierto que en un salmo se lee: «Preciosa es delante del Señor la muerte de sus fieles» (Sal 116,15). Pero no podemos apoyarnos demasiado en este versículo tan explotado, porque el significado de la frase parece ser otro: Dios hace pagar caro la muerte de sus fieles; es decir, es su vengador, pide cuenta de ella.
¿Cómo ha reaccionado el hombre a esta dura necesidad? Un modo expeditivo fue el de no pensar sobre ello, el de distraerse. Para Epicuro, por ejemplo, la muerte es un falso problema: «Cuando existo yo —decía— no existe aún la muerte; cuando existe la muerte ya no existo yo». Ella, pues, no nos concierne. A esta lógica de exorcizar la muerte responden también las leyes napoleónicas que desplazaban los cementerios fuera de la población.
También se han agarrado remedios positivos. El más universal se llama la prole, sobrevivir en los hijos; otra, sobrevivir en la fama: «No moriré del todo (“non omnis moriar”) —decía el poeta latino—, porque quedarán mis escritos, mi fama». «He erigido un monumento más duradero que el bronce». Para el marxismo el hombre sobrevive en la sociedad del futuro, no como individuo, sino como especie.
Otro de estos remedios paliativos es la reencarnación. Pero es una locura. Quienes profesan esta doctrina como parte integrante de su cultura y religión, es decir, aquellos que saben realmente qué es la reencarnación, también saben que no es un remedio y un consuelo, sino un castigo. No es una prórroga concedida al disfrute, sino a la purificación. El alma se reencarna porque todavía tiene algo que expiar, y si debe expiar, deberá sufrir. La Palabra de Dios trunca todas estas vías de escape ilusorias: «Está establecido que los hombres mueran una sola vez, después de lo cual viene el juicio» (Heb 9,27). ¡Una sola vez! La doctrina de la reencarnación es incompatible con la fe de los cristianos.
En nuestros días se ha ido más allá. Existe un movimiento a nivel mundial llamado «transhumanismo». Tiene muchas caras, no todas negativas, pero su núcleo común es la convicción de que la especie humana, gracias a los progresos de la tecnología, ya está encaminada hacia una radical superación de sí misma, hasta vivir durante siglos ¡y quizá para siempre! Según uno de sus representantes más conocidos, Zoltan Istvan, la meta final será «llegar a ser como Dios y vencer la muerte». Un creyente judío o cristiano no puede dejar de pensar inmediatamente en las palabras casi idénticas pronunciadas al inicio de la historia humana: «No moriréis en absoluto; al contrario, seréis como Dios» (cf. Gén 3,4-5)

3. La muerte ha sido devorada por la victoria
Existe un único y verdadero remedio para la muerte y nosotros cristianos defraudamos al mundo si no lo proclamamos con la palabra y la vida. Escuchemos cómo el apóstol Pablo anuncia al mundo este cambio: 
«Si por la caída de uno solo, muchos murieron, con mayor razón la gracia de Dios y el don de la gracia proveniente de un solo hombre, Jesucristo, han sido derramados abundantemente sobre muchos […]. En efecto, si por la caída de uno solo, la muerte ha reinado a causa de ese uno, mucho más los que reciben la abundancia de la gracia y del don de la justicia reinarán en la vida por medio de ese uno que es Jesucristo» (Rom 5,12-17).
Con mayor lirismo, el triunfo de Cristo sobre la muerte está descrito en la Primera Carta a los Corintios: 
«La muerte ha sido sumergida en la victoria». “Oh muerte, ¿dónde está tu victoria? Oh muerte, ¿dónde está tu aguijón?” Ahora bien, el aguijón de la muerte es el pecado, y la fuerza del pecado es la ley; pero, gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo» (1 Cor 15,54-57).
El factor decisivo es colocado en el momento de la muerte de Cristo: «Él murió por todos» (2 Cor 5,15). Pero, ¿qué ha ocurrido tan decisivo en ese momento que ha cambiado el rostro mismo de la muerte? Podemos rapresentárnoslo visualmente así. El Hijo de Dios descendió a la tumba, como a una prisión oscura, pero ha salido por la pared opuesta. No ha vuelto por donde había entrado, como Lázaro que, sin embargo, debe volver a morir. No, él ha abierto una brecha en el lado opuesto, por la que todos los que creen en él pueden seguirlo. 
Escribe un antiguo Padre: «Él tomó sobre sí los sufrimientos del hombre sufriente mediante su cuerpo capaz de sufrir, pero con el Espíritu que no podía morir, Cristo ha dado muerte a la muerte que mataba al hombre». Y san Agustín: «A través de la pasión, Cristo pasa de la muerte a la vida y nos abre a nosotros, que creemos en su resurrección, para que pasemos también de la muerte a la vida». La muerte se ha convertido en un paso ¡y un paso hacia lo que no pasa! Dice bien Juan Crisóstomo:
«Es cierto, nosotros morimos también como antes pero no permanecemos en la muerte: y esto no es morir. El poder y la fuerza real de la muerte es solamente eso: que un muerto no tenga ninguna posibilidad de volver a la vida. Pero si después de la muerte recibe de nuevo la vida y, más todavía, se le da una vida mejor, entonces esta ya no es muerte, sino un sueño».
Todos estos modos de explicar el sentido de la muerte de Cristo son verdaderos, pero no nos dan la explicación más profunda. Esta debe buscarse en lo que, con su muerte, Jesús ha venido a poner en la condición humana, más que en lo que ha venido a quitar; debe buscarse en el amor de Dios, no en el pecado del hombre. Si Jesús sufre y muere con una muerte violenta que le inflige el odio, no lo hace sólo para pagar, en lugar de los hombres, su deuda insoluble (¡la deuda de diez mil talentos, en la parábola, la canceló el rey!); ¡muere crucificado para que el sufrimiento y la muerte de los seres humanos sean habitados por el amor! 
El hombre se había condenado por sí solo a una muerte absurda y he aquí que, entrando en esta muerte, descubre ahora que está impregnada del amor de Dios. El amor no ha podido prescindir de la muerte, a causa de la libertad del ser humano: el amor de Dios no puede eliminar con un golpe de varita mágica la trágica realidad del mal y de la muerte. Su amor está obligado a dejar que el sufrimiento y la muerte digan su palabra. Pero dado que el amor ha penetrado en la muerte y la ha llenado de la presencia divina, es el amor quien tiene ahora la última palabra. 

4. Qué ha cambiado en la muerte
¿Qué ha cambiado, pues, con Jesús, respecto a la muerte? ¡Nada y todo! Nada para la razón, todo para la fe. No ha cambiado la necesidad de entrar en la tumba, pero se da la posibilidad de salir de ella. Es lo que ilustra con fuerza el icono ortodoxo de la resurrección, del que vemos una interpretación moderna en la pared de la izquierda de esta capilla. El resucitado desciende a los infiernos y saca consigo a Adán y Eva, y tras ellos a todos los que se agarran a él, en los infiernos de este mundo.
Esto explica la actitud paradójica del creyente ante la muerte, tan parecida y tan diferente a la de todos los demás. Una actitud hecha de tristeza, miedo, horror, porque sabe que debe bajar a aquel abismo oscuro; pero también de esperanza porque sabe que puede salir de allí. «Si la certeza de morir nos entristece —dice el Prefacio de difuntos— nos consuela la esperanza de la futura inmortalidad». A los fieles de Tesalónica, afligidos por la muerte de algunos de ellos, san Pablo les escribía: 
«Hermanos, no queremos que ignoréis la suerte de los que mueren, para que no estéis tristes como los otros que no tienen esperanza. En efecto, si creemos que Jesús murió y resucitó, creemos también que Dios, por medio de Jesús, llevará de nuevo con él a los que han muerto» (1 Tes 4,13-14). 
No les pide que no estén afligidos por la muerte, sino que no lo estén «como los demás», como los no creyentes. La muerte no es para el creyente el final de la vida, sino el comienzo de la verdadera; no es un salto en el vacío, sino un salto a la eternidad. Es un nacimiento y es un bautismo. Es un nacimiento, porque sólo entonces comienza la vida verdadera, la que no va hacia la muerte, sino que dura para siempre. Por eso la Iglesia no celebra la fiesta de los santos en el día de su nacimiento terreno, sino en el de su nacimiento para el cielo, su «dies natalis». Entre la vida de fe en el tiempo y la vida eterna existe una relación análoga a la que existe entre la vida del embrión en el seno materno y la del niño, una vez llegado a la luz. Escribe Cabasilas:
«Este mundo alumbra al hombre interior, al hombre nuevo, creado según Dios, y una vez configurado y formado perfecto aquí abajo, nace para un mundo perfecto e interminable. La naturaleza prepara el embrión, mientras vive en tinieblas de noche, para la vida en un mundo de luz. Y la naturaleza le va dando forma tomando por modelo la existencia que recibirá. Es también lo que ocurre en los santos».
La muerte es también un bautismo. Así designa Jesús a su propia muerte: «Hay un bautismo con el que debo ser bautizado» (Lc 12,50). San Pablo habla del bautismo como de un ser «bautizados en la muerte de Cristo» (Rom 6,4). Antiguamente, en el momento del bautismo, la persona era bajada totalmente al agua; todos los pecados y todo el hombre viejo quedaban sepultados en el agua y salía de ella una criatura nueva, simbolizada por la túnica blanca con la que era revestido. Así sucede en la muerte: muere el gusano, nace la mariposa. «Dios enjugará las lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni luto ni llanto ni angustia porque las cosas primeras han pasado» (Ap 21,4). Todo sepultado para siempre.
Durante varios siglos, especialmente desde el siglo XVI en adelante, un aspecto importante de la ascética católica consistía en «prepararse para la muerte», es decir, en meditar sobre la muerte, describiendo visualmente sus diferentes estadios y su inexorable avance desde la periferia del cuerpo hasta el corazón. Casi todas las imágenes de santos pintadas en este período los muestran con una calavera al lado, incluso Francisco de Asís que también había llamado a la muerte «hermana». 
Una de las atracciones turísticas de Roma es todavía el cementerio de los Capuchinos de Vía Véneto. No se puede negar que todo esto pueda constituir un reclamo todavía útil para una época tan secularizada y despreocupada como la nuestra; sobre todo si se lee como una exhortación dirigida a quien mira lo escrito que sobresale por encima de uno de los esqueletos: «Lo que tú eres, yo fui; lo que yo soy, tú serás».
Todo esto ha dado a alguien el pretexto de decir que el cristianismo se abre camino con el miedo a la muerte. Pero es un error terrible. El cristianismo, hemos visto, no está hecho para acrecentar el miedo a la muerte, sino para quitarlo; Cristo, dice la Carta a los Hebreos, ha venido «para liberar a los que, por miedo a la muerte, estaban sometidos a la esclavitud para toda la vida» (Heb 2,15). ¡El cristianismo no se abre camino con el pensamiento de nuestra muerte, sino con el pensamiento de la muerte de Cristo!
Por eso, más eficaz que meditar sobre nuestra muerte, es meditar sobre la pasión y muerte de Jesús y debemos decir, para honra de las generaciones que nos han precedido, que dicha meditación era también el pan cotidiano en la espiritualidad de los siglos recordados. Es una meditación que suscita conmoción y gratitud, no angustia; nos hace exclamar, como al apóstol Pablo: «¡Me amó y se entregó por mí!» (Gál 2,20).
Un «ejercicio piadoso» que recomendaría a todos durante la Cuaresma es coger un Evangelio y leer por cuenta propia, con calma y por entero, el relato de la pasión. Basta con menos de media hora. Conocí a una mujer intelectual que se profesaba atea. Un día le cayó encima una de esas noticias que dejan abrumado: su hija de dieciséis años tiene un tumor en los huesos. La operan. La chica vuelve del quirófano martirizada, con tubos, sondas y goteros por todas partes. Sufre terriblemente, gime y no quiere oír ninguna palabra de consuelo. 
La madre, sabiendo que era piadosa y religiosa, pensando agradarla, le dice: «¿Quieres que te lea algo del Evangelio?». «¡Sí, mamá!». «¿Qué?». «Léeme la pasión». Ella, que nunca había leído un evangelio, corre a comprar uno a los capellanes; se sienta junto al lecho y empieza a leer. Al cabo de un poco la hija se duerme, pero ella sigue, en la penumbra, leyendo en silencio hasta el final. «¡La hija se dormía —dirá ella misma en el libro escrito después de la muerte de la hija—, y la madre se despertaba!». Se despertaba de su ateísmo. La lectura de la pasión de Cristo la había cambiado la vida para siempre.
Terminemos con la simple, pero densa oración de la liturgia: «Adoramus Te, Christe, et benedicimus Tibi, quia per sanctam Crucem tuam redemisti mundum». «Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos, porque con tu santa cruz has redimido el mundo».

IV predicación:

El Espíritu Santo nos introduce en el misterio  de la resurrección de Cristo

En las primeras dos meditaciones de Cuaresma Hemos reflexionado sobre el Espíritu Santo que nos introduce en la verdad plena sobre la persona de Cristo, proclamándolo Señor y Dios verdadero. En la última meditación hemos pasado del ser al obrar de Cristo, de su persona a su obrar, y en particular sobre el misterio de su muerte redentora. Hoy nos proponemos meditar sobre el misterio de su resurrección y la nuestra.
San Pablo atribuye abiertamente la resurrección de Jesús de la muerte a la obra del Espíritu Santo. Dice que Cristo «fue constituido Hijo de Dios con potencia, según el Espíritu de santidad, en virtud de la resurrección de los muertos» (Rom 1,4). En Cristo se ha hecho realidad la gran profecía de Ezequiel sobre el Espíritu que entra en huesos secos, los resucita de sus tumbas y hace de una multitud de muertos «un ejército grande, exterminado» de resucitados a la vida y a la esperanza (cf. Ez 37,1-14).
Pero no querría proseguir mi meditación por esta línea. Hacer del Espíritu Santo el principio inspirador de toda la teología (¡la intención de la llamada teología del tercer artículo!) no significa hacer entrar a la fuerza el Espíritu Santo en toda afirmación, mencionándolo cada dos por tres. No sería de la naturaleza del Paráclito, que, como la luz, es iluminar todo quedando él mismo, por así decirlo, en la sombra, como entre bastidores. Más que hablar «del» Espíritu Santo, la teología del tercer artículo consiste en hablar «en» el Espíritu Santo, con todo lo que comporta este simple cambio de preposición. 

1. La resurrección de Cristo: enfoque histórico
Digamos primero algo sobre la resurrección de Cristo como hecho «histórico». ¿Podemos definir la resurrección como un acontecimiento histórico, en el sentido común de este término, es decir, ocurrido realmente, es decir, en el sentido en que histórico se opone a mítico y legendario? Para expresarnos en los términos del debate reciente: ¿Resucitó Jesús sólo en el kerigma, es decir, en el anuncio de la Iglesia (como alguien ha afirmado siguiendo a Rudolf Bultmann), o, por el contrario, resucitó también en la realidad y en la historia? O también: ¿resucitó él, la persona de Jesús, o resucitó sólo su causa, en el sentido metafórico en el que resucitar significa sobrevivir, o el resurgimiento victorioso de una idea, tras la muerte de quien la ha propuesto?
Veamos, pues, en qué sentido se da un enfoque también histórico a la resurrección de Cristo. No porque alguien de nosotros aquí necesite ser convencido de esto, sino, como dice Lucas en el comienzo de su evangelio, «para que podamos darnos cuenta de la solidez de las enseñanzas que hemos recibido» (cf. Lc 1,4) y que transmitimos a los demás.
La fe de los discípulos, salvo alguna excepción (Juan, las piadosas mujeres), no resistió la prueba de su trágico final. Con la pasión y la muerte, la oscuridad envuelve todo. Su estado de ánimo se trasluce en las palabras de los dos discípulos de Emaús: «Nosotros esperábamos que fuese él… pero ya han pasado tres días» (Lc 24,21). Estamos en un punto muerto de la fe. El caso de Jesús se considera cerrado.
Ahora —siempre en calidad de historiadores— vayamos a algún año, incluso a alguna semana después. ¿Que encontramos? Un grupo de hombres, lo mismo que estuvo junto a Jesús, el cual va repitiendo, en voz alta, que Jesús de Nazaret es él el Mesías, el Señor, el Hijo de Dios; que está vivo y que vendrá a juzgar el mundo. El caso de Jesús no sólo se reabre, sino que es llevado en corto tiempo a una dimensión absoluta y universal. Aquel hombre no sólo interesa al pueblo de Israel, sino a todos los hombres de todos los tiempos. «La piedra que desecharon los constructores —dice san Pedro— se ha convertido en piedra angular» (1 Pe 2,4), es decir, principio de una nueva humanidad. De ahora en adelante, se sepa o no, no hay ningún otro nombre dado a los hombres bajo el cielo, en el cual uno se pueda salvar, sino el de Jesús de Nazaret (cf. Hch 4,12).
¿Qué ha determinado un cambio tal que los mismos hombres que antes habían negado a Jesús o habían huido, ahora dicen en público estas cosas, fundan Iglesias y se dejan incluso encarcelar, flagelar, matar por él? Ellos nos dan, coralmente, esta respuesta: «¡Ha resucitado! ¡Le hemos visto!». El último acto que puede realizar el historiador, antes de ceder la palabra a la fe, es comprobar esa respuesta.
La resurrección es un acontecimiento histórico, en un sentido especialísimo. Está en el límite de la historia, como ese hilo que separa el mar de la tierra firme. Está dentro y fuera al mismo tiempo. Con ella, la historia se abre a lo que está más allá de la historia, a la escatología. Es, pues, en cierto sentido, la ruptura de la historia y su superación, así como la creación es su comienzo. Esto hace que la resurrección sea un acontecimiento en sí mismo incapaz de ser testimoniado ni asido con nuestras categorías mentales, que están todas vinculadas a la experiencia del tiempo y del espacio. Y, de hecho, nadie asiste al instante en el que resucita Jesús. Nadie puede decir que ha visto resucitar a Jesús, sino que sólo lo ha visto resucitado. 
La resurrección, pues, se conoce a posteriori, a continuación. Igual que la presencia física del Verbo en María demuestra el hecho de que se ha encarnado; así, la presencia espiritual de Cristo en la comunidad, atestiguada por las apariciones, demuestra que ha resucitado. Esto explica el hecho de que ningún historiador profano da a conocer la resurrección. Tácito, que también recuerda la muerte de «un cierto Cristo» en tiempo de Poncio Pilato1, calla sobre la resurrección. Ese acontecimiento no tenía relevancia y sentido más que para quién experimentaba sus consecuencias, en el seno de la comunidad.
¿En qué sentido, entonces, hablamos de un acercamiento histórico a la resurrección? Lo que se ofrece a la consideración del historiador y le permite hablar de la resurrección, son dos hechos: primero, la repentina e inexplicable fe de los discípulos, una fe tan tenaz que resiste incluso la prueba del martirio; segundo, la explicación que de esta fe nos han dejado los interesados. Ha escrito un eminente exégeta: «En el momento decisivo, cuando Jesús fue capturado y ejecutado, los discípulos no esperaban ninguna resurrección. Ellos huyeron y dieron por terminado el caso de Jesús. Tuvo que intervenir algo que en poco tiempo, no sólo provocó el cambio radical de su estado de ánimo, sino que les llevó también a una actividad completamente nueva y a la fundación de la Iglesia. Este “algo” es el núcleo histórico de la fe de Pascua»2.
Se ha observado justamente que, si se niega el carácter histórico y objetivo de la resurrección, el nacimiento de la fe y de la Iglesia se convertiría en un misterio aún más inexplicable que la resurrección misma: «La idea de que el imponente edificio de la historia del cristianismo sea como una enorme pirámide puesta en equilibrio inestable sobre un hecho insignificante es ciertamente menos creíble que la afirmación de que todo el acontecimiento —es decir, el dato de hecho, más el significado inherente a él— haya ocupado realmente un lugar en la historia comparable al que le atribuye el Nuevo Testamento»3.
¿Cuál es, entonces, el punto de llegada de la investigación histórica a propósito de la resurrección? Podemos captarlo en las palabras de los discípulos de Emaús. En la mañana de Pascua algunos discípulos fueron al sepulcro de Jesús y encontraron que las cosas estaban como habían referido las mujeres, que fueron antes que ellos, «pero a él no le vieron» (cf. Lc 24,24). También la historia se acerca al sepulcro de Jesús y debe constatar que las cosas están tal como los testigos han dicho. Pero a él, al Resucitado, no lo ve. No basta con constatar históricamente los hechos, hay que ver al Resucitado y esto no lo puede dar la historia, sino sólo la fe4. Quien llega corriendo desde tierra firme a la orilla del mar debe frenar de golpe; puede ir más allá con la mirada, pero no con los pies.

2. Significado apologético de la resurrección
Pasando de la historia a la fe, también cambia el modo de hablar de la resurrección. El lenguaje del Nuevo Testamento y de la liturgia de la Iglesia es asertivo, apodíctico, que no se basa en demostraciones dialécticas. «Ahora, en cambio, Cristo ha resucitado de entre los muertos» (1 Cor 15,20), dice san Pablo. Punto y basta. Estamos aquí ahora en el plano de la fe, no ya en el de la demostración. Es lo que llamamos el kerigma. «Scimus Christum surrexisse a mortuis vere», canta la liturgia el día de Pascua: «Nosotros sabemos que Cristo ha resucitado verdaderamente». No sólo creemos, sino que, habiendo creído, sabemos que es así, estamos seguros de ello. La prueba más segura de la resurrección se tiene después, no antes, de haber creído, porque entonces se experimenta que Jesús está vivo.
Pero, ¿qué es la resurrección considerada desde el punto de vista de la fe? Es el testimonio de Dios en Jesucristo. Dios Padre que, en vida, ya había acreditado a Jesús de Nazaret con prodigios y signos, ahora ha puesto un sello definitivo a su reconocimiento, resucitándolo de la muerte. En el discurso de Atenas, san Pablo fórmula así la cosa: «Dios lo resucitó de entre los muertos, dando así a todos los hombres una prueba segura sobre él» (Hch 17,31). La resurrección es el potente «Sí» de Dios, su «Amén» pronunciado sobre la vida de su Hijo Jesús.
La muerte de Cristo no era, por sí misma, suficiente para testimoniar la verdad de su causa. Muchos hombres —tenemos una trágica prueba de ello en nuestros días— mueren por causas equivocadas, incluso por causas inicuas. Su muerte no ha hecho verdadera su causa; sólo ha testimoniado que ellos creían en la verdad de ella. La muerte de Cristo no es la garantía de su verdad, sino de su amor, ya que «nadie tiene amor más grande que quien da la vida por la persona amada» (Jn 15,13).
Sólo la resurrección constituye el sello de la autenticidad divina de Cristo. Por eso, a quien le pedía un signo, Jesús respondió: «Destruid este templo, y yo en tres días lo levantaré» (Jn 2,18s) y en otro lugar dice: «No se le dará a esta generación ninguna señal más que el signo de Jonás» que después de tres días en el vientre del cetáceo volvió a ver la luz (Mt 16,4). Pablo tiene razón al edificar sobre la resurrección, como sobre su fundamento, todo el edificio de la fe: «Si Cristo no hubiera resucitado, sería vana nuestra fe. Nosotros seríamos falsos testigos de Dios… seríamos los más desgraciados de todos los hombres» (1 Cor 15,14-15.19). Se entiende por qué san Agustín puede decir que «la fe de los cristianos es la resurrección de Cristo». Que Cristo haya muerto lo creen todos, incluso los paganos, pero que hay resucitado, sólo lo creen los cristianos, y no es cristiano quien no lo cree5.

3. Significado mistérico de la resurrección
Hasta aquí el significado apologético de la resurrección de Cristo, es decir, que tiende a determinar la autenticidad de la misión de Cristo y la legitimidad de su pretensión divina. A ello hay que añadir un significado muy distinto que podríamos llamar mistérico o salvífico, en lo que respecta a nosotros que creemos. La resurrección de Cristo nos afecta y es un misterio «para nosotros», porque basa la esperanza de nuestra propia resurrección de la muerte: 
«Si el Espíritu de Dios, que resucitó a Jesús de entre los muertos, habita en vosotros, aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos vivificará también vuestros cuerpos mortales por medio de su Espíritu que habita en vosotros» (Rom 8,11).
La fe en una vida ultraterrena aparece, de manera clara y explícita, sólo hacia el final del Antiguo Testamento. El segundo libro de los Macabeos constituye su testimonio más avanzado: «Después de que muramos —exclama uno de los siete hermanos asesinado bajo Antíoco— (Dios) nos resucitará a una vida nueva y eterna» (cf. 2 Mac 7,1-14). Pero esta fe no nace de repente, de la nada; se enraíza vitalmente en toda la revelación bíblica precedente, de la que representa la conclusión esperada y, por así decirlo, el fruto más maduro.
Sobre todo dos certezas empujaron a esta conclusión: la certeza de la omnipotencia de Dios y la de la insuficiencia e injusticia de la retribución terrena. Parecía cada vez más evidente —especialmente tras la experiencia del exilio— que la suerte de los buenos en este mundo es tal que, sin la esperanza de una retribución distinta de los justos después de la muerte, sería imposible no caer en la desesperación. Efectivamente, en esta vida todo ocurre del mismo modo al justo y al impío, tanto la felicidad como la desventura. El libro del Qohelet representa la expresión más lúcida de esta amarga conclusión (cf. Qo 7,15). 
El pensamiento de Jesús sobre el tema está expresado en la discusión con los saduceos sobre el caso de la mujer que había tenido siete maridos (Lc 20,27-38). Ateniéndose a la revelación bíblica más antigua, la mosaica, ellos no habían aceptado la doctrina de la resurrección de los muertos que consideraban una novedad. Refiriéndose a la ley del levirato (Deut 25: la mujer que se quedó viuda, sin hijos varones, es expuesta por el cuñado), ellos hipotizan el caso límite de una mujer que pasó, de este modo, a través de siete maridos y al final, seguros de haber demostrado lo absurdo de la resurrección, preguntan: «Esta mujer, en la resurrección, ¿de quién va a ser mujer»?
Sin apartarse del terreno elegido por los adversarios, con pocas palabras, Jesús desvela primero dónde está el error de los saduceos y lo corrige, luego da a la fe en la resurrección su fundamentación más profunda y más convincente. Jesús se pronuncia sobre dos cosas: sobre la forma y sobre el hecho de la resurrección. En cuanto al hecho de que habrá una resurrección de los muertos, Jesús recuerda el episodio de la zarza ardiente donde Dios se proclama «Dios de Abraham, Dios de Isaac y Dios de Jacob». Si Dios se proclama «Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob», cuando Abraham, Isaac y Jacob están muertos desde hace generaciones, y si, por otra parte, «Dios es Dios de vivos y no de los muertos», entonces quiere decir que ¡Abraham, Isaac y Jacob están vivos en alguna parte! 
Más que sobre la respuesta de Jesús a los saduceos, la fe en la resurrección se basa en el hecho de su resurrección de la muerte. «Si se predica que Cristo resucitó de entre los muertos, —exclama Pablo—, ¿como pueden decir algunos de entre vosotros que no hay resurrección de entre los muertos? ¡Si no existe la resurrección de entre los muertos, tampoco Cristo ha resucitado! (1 Cor 15,12-13). Es absurdo pensar en un cuerpo cuya cabeza reina gloriosa en el cielo y cuyo cuerpo se marchita eternamente sobre la tierra o acabe en la nada. 
La fe cristiana en la resurrección de entre los muertos responde, por lo demás, al deseo más instintivo del corazón humano. Nosotros —dice Pablo— no queremos ser despojados de nuestro cuerpo, sino revestidos, es decir, no queremos sobrevivir sólo con una parte de nuestro ser —el alma—, sino con todo nuestro yo, alma y cuerpo; por tanto, no queremos que nuestro cuerpo mortal sea destruido, sino que «sea absorbido por la vida» y se revista, él mismo, de inmortalidad (cf. 2 Cor 5,1-5; 1 Cor 15,51-53). 
Nosotros, en esta vida, no tenemos de la vida eterna sólo una promesa: también también «sus primicias» y «arras». Nunca habría que traducir el término griego arrabôn utilizado por san Pablo a propósito del Espíritu (2 Cor 1,22; 5,5; Ef 1,14) con «prenda» (pignus), sino sólo con arras (arra). San Agustín explicó bien la diferencia. La prenda, dice, no es el inicio del pago, sino algo que viene dado en espera del pago; una vez efectuado el pago, la prenda será reembolsada. No así las arras. No se restituyen en el momento del pago, sino que se completan. Forma parte ya del pago. «Si Dios, a través de su Espíritu, nos ha dado como arras el amor, cuando nos dé toda la realidad, ¿acaso se nos quitarán las arras? Ciertamente no, sino que completará lo que ya ha dado»6
Como «las primicias» anuncian la cosecha plena y son parte de ella, así las arras son parte de la plena posesión del Espíritu. Es el «Espíritu que habita en nosotros» (cf. Rom 8,11), más que la inmortalidad del alma, quien asegura, como se ve, la continuidad entre nuestra vida presente y futura. 
Sobre el modo de la resurrección, Jesús afirma, en esa misma ocasión,  la condición espiritual de los resucitados: «Los que son juzgados dignos del otro mundo y de la resurrección de los muertos, no toman mujer ni marido; y tampoco pueden ya morir, porque son iguales a los ángeles y, al ser hijos de la resurrección, son hijos de Dios». 
Se ha intentado explicar el tránsito de la condición terrestre a la de resucitados con ejemplos sacados de la naturaleza: la semilla de la que brota el árbol, la naturaleza muerta en invierno y que resucita en primavera, la oruga que se transforma en mariposa. Pablo se limita a decir: «Se siembra en corrupción, resucita en la incorruptibilidad; se siembra en la miseria, resucita en la gloria; se siembra en la debilidad, resucita en potencia; se siembra cuerpo animal, resucita cuerpo espiritual» (1 Cor 15,42-44).
La verdad es que todo lo que respecta a nuestra condición en el más allá sigue siendo un misterio impenetrable; no porque Dios haya querido tenérnoslo escondido, sino porque, obligados como estamos, a pensar cada cosa dentro de las categorías del tiempo y del espacio, nos faltan los instrumentos para representárnoslo. La eternidad no es una entidad que existe separadamente y que se puede definir en sí misma, como si fuese un tiempo prolongado hasta el infinito. Ella es el modo de ser de Dios. ¡La eternidad es Dios! Entrar en la vida eterna significa simplemente ser admitidos, por gracia, a compartir el modo de ser de Dios. 
Todo esto no habría sido posible si la eternidad no hubiera entrado antes en el tiempo. En Cristo resucitado, y gracias a él, podemos revestirnos del modo de ser de Dios. San Pablo se representa lo que le espera después de la muerte como un «ir a estar con Cristo» (Flp 1,23). Lo mismo se deduce de la palabra de Jesús al buen ladrón: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43). El paraíso es un estar «con Cristo», como sus «coherederos». La vida eterna es una reunificación de los miembros con la cabeza, un hacerse «masa» con él en la gloria, después de estar unidos con él en el sufrimiento (Rom 8,17).
Una simpática historia narrada por un escritor alemán moderno nos ayuda a tener un sentido de la vida eterna más que todos los intentos de explicación racional. En un monasterio medieval vivían dos monjes unidos entre sí por una profunda amistad espiritual. Uno se llamaba Rufus y el otro Rufinus. En todo su tiempo libre no hacían otra cosa que tratar de imaginar y describir cómo sería la vida eterna en la Jerusalén celestial. Rufus, que era capataz, se la imaginaba como una ciudad con puertas de oro, constelada de piedras preciosas; Rufinus que era organista, como toda resonando melodías celestes.
Al final hicieron un pacto: el que de ellos muriera primero volvería la noche siguiente, para garantizar al amigo que las cosas eran precisamente como las habían imaginado. Habría bastado una palabra. Si era como habían pensado, diría simplemente: taliter!, es decir, precisamente así; si —pero la cosa era totalmente imposible— fuera otra cosa, diría: aliter, distinto!
Una tarde, mientras estaba al órgano, el corazón de Rufino se paró. El amigo veló tembloroso toda la noche, pero nada; esperó con vigilias y ayunos durante semanas y meses, y nada. Finalmente, en el aniversario de la muerte, de noche, en un halo de luz, el amigo entra en su celda. Viendo que calla, es él quien le pregunta, seguro de la respuesta afirmativa: taliter? Es así ¿verdad? Pero el amigo sacude la cabeza en signo negativo. Desesperado, grita: aliter? ¿Es diferente? De nuevo un signo negativo con la cabeza. Y finalmente de los labios cerrados del amigo salen, como en un soplo, dos palabras: Totaliter aliter: ¡Totalmente distinto! ¡Es algo muy diverso! Rufus entiende volando que el cielo es infinitamente más de lo que habían imaginado, que no se puede describir, y poco después muere también él, por el deseo de alcanzarlo7
El hecho, naturalmente, es una leyenda, pero su contenido es al menos bíblico. «El ojo no vio ni oído oyó, ni nunca entró en el corazón de hombre lo que Dios ha preparado para aquellos que lo aman» (cf. 1 Cor 2,9). San Simeón, el Nuevo Teólogo, uno de los santos más queridos en la Iglesia Ortodoxa, tuvo un día una visión; estaba seguro de que había contemplado a Dios en persona y, seguro de que no podía haber nada más grande y radiante de lo que había visto, dijo: «¡Si el cielo no es más que esto, me basta!» El Señor le respondió: «Verdaderamente eres muy mezquino, si te contentas con estos bienes, porque, en relación con los bienes futuros, ellos son como un cielo pintado en papel, en comparación con el cielo verdadero»8
Cuando se quiere atravesar un estrecho, decía san Agustín, lo más importante no es quedarse en la orilla y aguzar la vista para ver qué hay en la orilla opuesta, sino subir a la barca que lleva a la orilla. Y también para nosotros lo más importante no es especular sobre cómo será nuestra vida eterna, sino hacer lo que sabemos que nos conduce a ella. Que nuestra jornada de hoy sea un pequeño paso hacia ella9.

V predicación:

 «Se ha manifestado la justicia de Dios»
El V centenario de la Reforma protestante, una ocasión de gracia y de reconciliación para toda la Iglesia

1. Los orígenes de la Reforma protestante
El Espíritu Santo que —hemos visto en las meditaciones anteriores—nos conduce a la verdad plena sobre la persona de Cristo y sobre su misterio pascual, nos ilumina también sobre un aspecto crucial de nuestra fe en Cristo, es decir, sobre el modo en que la salvación realizada por él nos alcanza hoy en la Iglesia. En otras palabras, sobre el gran problema de la justificación del hombre pecador mediante la fe. Creo que tratar de arrojar luz sobre la historia y sobre el estado actual de este debate es la forma más útil para hacer del aniversario del V centenario de la Reforma protestante una ocasión de gracia y de reconciliación para toda la Iglesia. 
No podemos prescindir de releer por completo el pasaje de la Carta a los Romanos en el que está centrado dicho debate. Dice:
21Pero ahora, independientemente de la ley, la justicia de Dios se ha manifestado, atestiguada por la ley y los profetas, 22justicia de Dios por la fe en Jesucristo, para todos los que creen —pues no hay diferencia alguna; 23todos pecaron y están privados de la gloria de Dios 24y son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús, 25a quien exhibió Dios como instrumento de propiciación por su propia sangre, mediante la fe, para mostrar su justicia, habiendo pasado por alto los pecados cometidos anteriormente, 26en el tiempo de la paciencia de Dios; en orden a mostrar su justicia en el tiempo presente, para ser él justo y justificador del que cree en Jesús. 27¿Dónde está, entonces, el derecho a gloriarse? ¡Queda eliminado! ¿Por qué ley? ¿Por la de las obras? No. Por la ley de la fe. 28Porque pensamos que el hombre es justificado por la fe, sin las obras de la ley.
¿Cómo ha podido suceder que este mensaje tan consolador y luminoso se haya convertido en la manzana de la discordia en el seno de la cristiandad occidental, dividiendo la Iglesia y Europa en dos continentes religiosos diferentes? También hoy, para el creyente medio, en algunos países del norte de Europa, dicha doctrina constituye la divergencia entre catolicismo y protestantismo. Yo mismo he escuchado que fieles laicos luteranos me dirigían la pregunta: «¿Cree usted en la justificación por la fe?», como la condición para poder escuchar lo que yo decía. Esta doctrina es definida por los iniciadores mismos de la Reforma con «el artículo con el que la Iglesia está en pie o cae» (articulus stantis et cadentis Ecclesiae).
Debemos remontarnos a la famosa «experiencia de la torre» de Martín Lutero ocurrida en los años 1511 o 1512. (Se llama así porque se piensa que ocurrió en una celda del convento agustino de Wittenberg llamada «la Torre»). Lutero estaba angustiado, hasta casi la desesperación y el resentimiento hacia Dios, por el hecho de que con todas sus observancias religiosas y penitencias no lograra sentirse acogido y en paz con Dios. Fue aquí donde de repente se le encendió en la mente la palabra de Pablo en Romanos 1,17: «El justo vive por la fe». Fue una liberación. Contando él mismo esta experiencia cerca de la muerte, escribió: «Cuando descubrí esto me sentí renacer y me parecía que se abrían de par en par para mí las puertas del paraíso»1.
Con razón, algunos historiadores luteranos remontan a este momento, es decir, a algunos años antes del 1517, el verdadero comienzo de la Reforma. La ocasión que transformó esta experiencia interior en una verdadera avalancha religiosa fue el incidente de las indulgencias que hizo que Lutero decidiera colocar las famosas 95 tesis, en la iglesia del castillo de Wittenberg, el 31 de octubre del 1517. Es importante señalar esta sucesión histórica de los hechos. Ella nos dice que la tesis de la justificación por fe y no por las obras, no fue el resultado de la polémica con la Iglesia del tiempo, sino su causa. Fue una verdadera iluminación desde lo alto, una «experiencia» (Erlebnis), como es definida por él mismo.
Surge una pregunta espontánea: ¿cómo se explica el terremoto suscitado por la toma de posición de Lutero? ¿Qué había en ella de tan revolucionario? San Agustín había dado muchos siglos antes, sobre la expresión «justicia de Dios», la misma explicación. «La justicia de Dios (justitia Dei) —escribió— es aquella gracias a la cual, por su gracia, llegamos a ser justos, exactamente como la salvación de Dios (salus Dei) (Sal 3,9) es aquella por la cual Dios nos salva nosotros»2.
San Gregorio Magno había dicho: «No se llega desde las virtudes a la fe, sino desde la fe a las virtudes». Y san Bernardo: «Yo, lo que no puedo obtener por mí mismo, me lo apropio3 (usurpo!) con confianza del costado traspasado del Señor, porque está lleno de misericordia. […] ¿Y que es de mi justicia? Oh Señor, recordaré sólo tu justicia. En efecto, ella es también la mía, porque tú eres para mí la justicia de parte de Dios (cf. 1 Cor 1,30)»4. Santo Tomás de Aquino había ido incluso más allá. Comentando el dicho paulino «la letra mata, mientras que el Espíritu da la vida» (2 Cor 3,6), escribe que por letra se entienden también los preceptos morales del Evangelio, por lo cual «también la letra del Evangelio mataría, si no se añadiera, dentro, la gracia de la fe que sana»5.
El concilio de Trento, convocado como respuesta a la Reforma, no tiene dificultades en reafirmar esta convicción del primado de la fe y de la gracia, aunque manteniendo (como, por lo demás, hará toda la rama de la reforma encabezada por Calvino) las obras y la observancia de la ley necesarias en el contexto de todo el proceso de la salvación, según la fórmula paulina de la «fe que obra a través de la caridad» («fides quae per caritatem operatur») (Gál 5,6)6. Así se explica cómo, en el contexto del nuevo clima de diálogo ecuménico, haya sido posible llegar a la Declaración conjunta de la Iglesia Católica y de la Federación Mundial de las Iglesias Luteranas, sobre la justificación por gracia mediante la fe, firmada el 31 de octubre de 1999, en la que se toma nota de un acuerdo fundamental, aunque todavía no total, sobre esta doctrina.
Entonces, ¿fue la Reforma protestante un caso de «mucho ruido para nada»? ¿Fruto de un equívoco? Debemos responder con firmeza: ¡no! Es cierto que el magisterio de la Iglesia nunca había anulado las decisiones tomadas en los concilios anteriores (sobre todo contra los pelagianos); nunca había desmentido lo que habían escrito Agustín, Gregorio, Bernardo, Tomás de Aquino. Sin embargo, las revoluciones no estallan por ideas o teorías abstractas, sino por situaciones históricas concretas, y la situación de la Iglesia, desde hacía tiempo, no reflejaba realmente las convicciones. La vida, la catequesis, la piedad cristiana, la dirección espiritual, por no hablar de la predicación popular: todo parecía afirmar lo contrario, es decir que lo que cuenta son las obras, el esfuerzo humano. Además, por «buenas obras» no se entendían en general las enumeradas por Jesús en Mateo 25, sin las cuales él mismo dice que no se entra en el reino de los cielos; se entendían más bien peregrinaciones, cirios votivos, novenas, ofrendas a la Iglesia y, como compensación a estas cosas, las indulgencias.
El fenómeno tenía raíces lejanas comunes a toda la cristiandad y no sólo a la latina. Después de que el cristianismo se convirtió en religión de estado, la fe era algo que se absorbía espontáneamente a través de la familia, la escuela, la sociedad. No era tan importante insistir sobre el momento en que se llega a la fe y sobre la decisión personal con la que se llega a ser creyente, cuanto insistir en las exigencias prácticas de la fe, en otras palabras, sobre la moral, sobre las costumbres. 
Un signo revelador de este desplazamiento de interés lo indica Henri de Lubac en su Historia de la exégesis medieval. En la fase más antigua, el orden de los cuatro sentidos de la Escritura era: sentido histórico literal, sentido cristológico o de fe, sentido moral y sentido escatológico7. Cada vez más a menudo, este orden se sustituye por uno diferente en el que el sentido moral viene antes del cristológico o de fe. Antes del «qué creer», se plantea el «qué hacer». El deber viene antes del don. En la vida espiritual, se pensaba, primero está la vía de la purificación y luego la de la iluminación y la de la unión8. Sin darse cuenta, se venía a decir exactamente lo contrario de lo que había escrito san Gregorio Magno, es decir, que «no se llega desde las virtudes a la fe, sino desde la fe a las virtudes».

2. La doctrina de la justificación por fe, después de Lutero
A continuación de Lutero y mucho antes que los otros grandes dos reformistas, Calvino y Zwiglio, la doctrina de la justificación gratuita por la fe, en aquellos que hicieron de ello una razón de vida, tuvo por efecto una indudable mejora de la calidad de vida cristiana, gracias a la circulación de la palabra de Dios en lengua vulgar, a los numerosos himnos y cantos inspirados, a los subsidios escritos, hechos accesibles al pueblo por la reciente invención y difusión de la imprenta. 
En el frente exterior, la tesis de la justificación por la sola fe se convirtió en la línea divisoria entre el catolicismo y el protestantismo. Muy pronto (en parte, con Lutero mismo), esta contraposición se extendió y se convirtió también en contraposición entre cristianismo y judaísmo, con los católicos que representaban, según algunos, la continuación del legalismo y ritualismo judío, y el protestantismo que representaba la novedad cristiana. 
La polémica anticatólica se casa con la polémica antijiudía que, por otras razones, no estaba menos presente en el mundo católico. El cristianismo se habría formado por oposición, no por derivación, del judaísmo. A partir de Ferdinand Christian Baur (1792-1860), se va afianzando la tesis de las dos almas del cristianismo: la petrina del llamado «protocatolicismo» (Frühkatholizismus) y la paulina que encuentra su expresión más acabada en el protestantismo.
Esta convicción lleva a distancias lo más posible la religión cristiana respecto del judaísmo. Se intentarán explicar las doctrinas y los misterios cristianos (incluido el título de Kyrios, Señor, y el culto divino dado a Jesús), como fruto del contacto con el helenismo. El criterio utilizado para juzgar la autenticidad o no de un dicho y de un hecho del Evangelio es su alteridad respecto a lo que es atestiguado en el medio ambiente hebreo del tiempo. Si no fue esta la razón principal de desenlace trágico del antisemitismo, es cierto que, unida a la acusación de deicidio, lo favoreció, dándole una tácita cobertura religiosa. 
A partir de los años ’70 del siglo pasado, hubo un vuelco radical en este ámbito de los estudios bíblicos. Y es necesario decir algo sobre ello para clarificar cuál es el estado actual de la doctrina paulina y luterana de la justificación gratuita por la fe en Cristo. La naturaleza y el objetivo de este discurso mío me dispensan de citar los nombres de los autores modernos comprometidos en este debate. Quién está versado en la materia no tendrá dificultad en dar nombre a los autores de las tesis aquí aludidas; a los demás, pienso que no les interesan los nombres sino las ideas.
Se trata de la llamada «nueva perspectiva sobre Jesús de Nazaret», también conocida como «tercera vía de investigación sobre el Jesús histórico» (tercera después de la liberal del siglo XIX y la de Bultmann y seguidores del siglo XX). Esta nueva perspectiva consiste en reconocer en el judaísmo la verdadera matriz dentro de la cual se ha formado el cristianismo, destruyendo el mito de la irreductible alteridad del cristianismo con respecto al judaísmo. El criterio con el que se juzga la mayor o menor probabilidad de que un dicho y un hecho de la vida de Jesús sea auténtico es su compatibilidad con el judaísmo de su tiempo, no su incompatibilidad como se pensaba en un tiempo.
Algunas ventajas de este nuevo enfoque son evidentes. Se reencuentra la continuidad de la revelación. Jesús se sitúa dentro del mundo judío, en la línea de los profetas bíblicos. Se hace también más justicia al judaísmo del tiempo de Jesús, mostrando su riqueza y variedad. El inconveniente es que se ha ido tan lejos en esta conquista que se la ha transformado en una pérdida. En muchos representantes de esta tercera investigación, Jesús termina por disolverse completamente en el mundo judío, sin distinguirse más que por alguna interpretación particular de la Torah. Se le reduce a uno de los profetas judíos, un «carismático itinerante», «un campesino judío del Mediterráneo», como alguien ha escrito. Recuperada la continuidad, se ha perdido la novedad. La nueva perspectiva ha producido estudios de muy diverso nivel (por ejemplo, los de James D. G. Dunn, mi autor preferido); pero he aludido a la versión que ha circulado más ampliamente a nivel divulgativo e influido en la opinión pública. 
Se sigue reprochando a las generaciones de estudiosos del pasado que se haya construido cada vez una imagen de Jesús según la moda o los gustos del momento y no nos damos cuenta de que continuamos en la misma línea. Esta insistencia en el Jesús judío entre judíos depende, de hecho, al menos en parte, del sentimiento de culpa (¡más que justificado!) respecto del pueblo judío y de la nueva actitud respecto de ellos, inaugurada en la Iglesia católica por el decreto «Nostra Aetate» del Vaticano II. Un fin excelente, pero perseguido con un medio inadecuado (al menos para el modo en que se utiliza).
Quién ha puesto en evidencia lo iluso de este enfoque a efectos de un diálogo serio entre judaísmo y cristianismo fue precisamente un judío, el rabino estadounidense Jacob Neusner9 . Quien ha leído el libro de Benedicto XVI sobre Jesús de Nazaret, ya sabe mucho sobre el pensamiento de este rabino con el cual dialoga en uno de los capítulos más apasionantes de su libro. Jesús no puede ser considerado un judío como otro cualquiera, explica Neusner, visto que se pone a sí mismo por encima de Moisés y se proclama «Señor del sábado».
Pero, sobre todo respecto de san Pablo, la «nueva perspectiva» muestra toda su insuficiencia. Según uno de sus más conocidos representantes, la religión de las obras, contra la que el Apóstol se lanza con tanta vehemencia en sus cartas, no existe en la realidad. El judaísmo, incluso en el tiempo de Jesús, es un «nomismo de la alianza» (Covenantal Nomism), es decir, una religión basada en la iniciativa gratuita de Dios y en su amor; la observancia de la ley es consecuencia de ello, no la causa; sirve para permanecer en la alianza, no para entrar en ella. La religión judía sigue siendo la de los patriarcas y los profetas, en cuyo centro está la hesed, la gracia y la benevolencia divina.
Se buscan entonces los posibles blancos distintos a la polémica de Pablo: no «los judíos», sino los «judeo-cristianos», o ese tipo de judaísmo «celoso» que se siente amenazado por el mundo pagano circundante y reacciona a la manera de los Macabeos. En definitiva, lo que había sido su judaísmo, antes de la conversión, y que le había llevado a perseguir a los creyentes helenistas como Esteban. 
Pero estas explicaciones parecen insostenibles y terminan por hacer incomprensible y contradictorio el pensamiento del Apóstol. En los capítulos precedentes el Apóstol ha formulado una acusación tan universal como la humanidad misma: «No hay diferencia alguna; todos pecaron y están privados de la gloria de Dios»; por tres veces se lee la expresión «judíos y griegos», es decir judíos y gentiles, del mismo modo. ¿Cómo se puede pensar que a una acusación tan universal corresponda una aplicación limitada a un reducido grupo de creyentes?

3. La justificación por fe: ¿doctrina de Pablo o de Jesús?
La dificultad nace, en mi opinión, del hecho de que la exégesis de Pablo se comporta, a veces, como si el problema comenzara con él y como si Jesús no hubiera dicho nada al respecto. La doctrina de la justificación gratuita por la fe no es un invento de Pablo, sino el mensaje central del Evangelio de Cristo, en cualquier modo en que haya sido conocido por el Apóstol: ya sea por revelación directa del Resucitado, o por la «tradición» que dice haber recibido y que no estaba limitada ciertamente a las pocas palabras del kerigma (cf. 1 Cor 15,3). Si no fuera así, tendrían razón aquellos que dicen que Pablo, no Jesús, es el verdadero fundador del cristianismo.
El núcleo de la doctrina está contenido ya en la palabra «Evangelio», alegre noticia, que Pablo ciertamente no ha inventado de la nada. Al comienzo de su ministerio, Jesús proclamaba: «El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca; convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15). ¿Cómo podría, esto que proclama, llamarse «buena noticia» si sólo fuera un amenazador llamamiento a cambiar de vida? Lo que Cristo encierra en la expresión «reino de Dios» —es decir, la iniciativa salvífica de Dios, su ofrecimiento de salvación a la humanidad—, san Pablo lo llama «justicia de Dios», pero se trata de la misma realidad fundamental. «Reino de Dios» y «justicia de Dios» los ha acercado Jesús mismo entre sí cuando dice: «Buscad primeramente el reino de Dios y su justicia» (Mt 6,33). 
Cuando Jesús decía: «Convertíos y creed en el Evangelio», enseñaba ya, por tanto, la justificación mediante la fe. Antes de él, convertirse significaba siempre «volver atrás», como indica el mismo término hebreo shub; significaba volver a la alianza violada, mediante una renovada observancia de la ley. Convertirse, en consecuencia, tiene un significado principalmente ascético, moral y penitencial y se realiza cambiando la conducta de vida. La conversión es vista como condición para la salvación; el sentido es: convertíos y seréis salvados; convertíos y la salvación vendrá a vosotros. Este es el sentido de convertirse hasta Juan Bautista incluido.
En boca de Jesús, este significado moral pasa a segundo plano (al menos al comienzo de su predicación), respecto a un significado nuevo, hasta ahora desconocido. Convertirse ya no significa volver atrás, a la Antigua Alianza y a la observancia de la ley; significa hacer un salto hacia adelante, entrar en la Nueva Alianza, captar este reino que ha aparecido, entrar en él. Y entrar en él mediante la fe. «Convertíos y creed» no significa dos cosas distintas y sucesivas, sino la misma acción: convertíos, es decir, creed; convertíos creyendo! Convertirse no significa tanto «arrepentirse», cuanto «ser consciente», es decir darse cuenta de la novedad, pensar de modo nuevo. El humanista Lorenzo Valla (1405-1457), en sus Adnotationes in Novum Testamentum, ya había puesto de relieve este sentido nuevo de la palabra metanoia en el uso de Jesús.
Innumerables datos evangélicos, y la mayoría de ellos seguramente se remontan a Jesús, confirman esta interpretación. Uno es la insistencia con la que Jesús afirma la necesidad de hacerse como un niño para entrar en el reino de los cielos. La característica del niño es que no tiene nada que dar, sólo puede recibir; no pide una cosa a los padres porque se la ha ganado, sino sólo porque sabe que es amado. Acepta la gratuidad.
Tampoco la polémica paulina contra la pretensión de salvarse por sus obras nace con él. Hay que negar una infinidad de hechos para excluir del Evangelio todas las referencias polémicas a un cierto número de «escribas, fariseos y doctores de la ley». No se pueden dejar de reconocer en la parábola del fariseo y del publicano en el templo los dos tipos de religiosidad contrapuestos a continuación por san Pablo: la de quien confía en sus prestaciones religiosas y la de quien se confía a la misericordia de Dios y vuelve a casa «justificado» (Lc 18,14).
No se trata de una tentación presente solo en una religión, sino en toda religión, incluido por supuesto el cristianismo. (¡Los evangelistas no recogieron las parábolas de Jesús para criticar a los fariseos, sino para amonestar a los cristianos!). Si Pablo toma de mira el judaísmo es porque ese es el contexto religioso en el que viven él y sus interlocutores, pero se trata de una categoría religiosa más que étnica. Judíos, en el contexto, son aquellos que, a diferencia de los paganos, están en posesión de una revelación, conocen la voluntad de Dios y, fortalecidos por este hecho, se sienten al seguro por parte de Dios y juzgan al resto de la humanidad. Ya en el siglo III, Orígenes decía que ahora, los que son tomados de mira por las palabras del Apóstol, son «los jefes de las iglesias: obispos, presbíteros y diáconos», es decir, los guías, los maestros del pueblo10.
La dificultad de conciliar la imagen que Pablo nos da de la religión hebrea con lo que conocemos de ella por otras fuentes deriva de un error fundamental de método. Jesús y Pablo tienen que ver con la vida vivida, con el corazón; los estudiosos, en cambio, con los libros y los testimonios escritos. Las declaraciones orales o escritas dicen exactamente lo que las personas saben que deben ser o que querrían ser, no necesariamente lo que son. No sorprende encontrar en las Escrituras y en las fuentes rabínicas del tiempo afirmaciones conmovedoras y sinceras sobre la gracia, la misericordia, la iniciativa preveniente de Dios; pero una cosa es lo que dice la Escritura o lo que enseñan los maestros, y otra lo que los hombres tienen en el corazón y gobierna sus acciones.
Lo que sucedió en el momento de la Reforma protestante ayuda a comprender la situación en el tiempo de Jesús y de Pablo. Si uno mira la doctrina enseñada en las escuelas de teología del tiempo, las definiciones antiguas nunca impugnadas, a los escritos de Agustín tenidos en gran honor, o incluso sólo la Imitación de Cristo, lectura diaria de las almas piadosas, encontrará allí una magnífica doctrina de la gracia y no entenderá contra quién la pagaba Lutero; pero si uno mira la vida cristiana del tiempo, el resultado, como hemos visto, es muy diferente. 

4. Cómo predicar hoy la justificación por fe
¿Qué concluir de esta mirada a vista de pájaro a los cinco siglos transcurridos desde el comienzo de la Reforma protestante? Es vital, en efecto, que el centenario de la Reforma no se desaproveche, permaneciendo prisioneros del pasado, intentando establecer errores y razones, quizá en un tono más pacífico que en el pasado. Debemos, más bien, dar un salto adelante, como cuando un río llega a una esclusa y reanuda su curso a un nivel más alto.
La situación ha cambiado desde entonces. Las cuestiones que provocaron la separación entre la Iglesia de Roma y la Reforma fueron sobre todo las indulgencias y el modo en que tiene lugar la justificación del impío. Pero, ¿podemos decir que estos son los problemas con los cuales se mantiene en pie o cae la fe del hombre de hoy? En una ocasión recuerdo que el cardenal Kasper hizo esta observación: para Lutero el problema existencial número uno era cómo superar el sentimiento de culpa y obtener un Dios benevolente; hoy el problema, si acaso, es el contrario: cómo devolver al hombre el verdadero sentido del pecado que ha perdido del todo. 
Esto no significa ignorar el enriquecimiento realizado por la Reforma o desear volver atrás, al tiempo anterior. Más bien, significa permitir a toda la cristiandad que se beneficie de sus muchas e importantes conquistas, una vez liberadas de ciertas distorsiones y excesos debidos al clima acalorado del momento y a la necesidad de enderezar abusos crasos. 
Entre los excesos que resultan de la secular concentración sobre el problema de la justificación del impío, uno me parece que ha hecho del cristianismo occidental un anuncio sombrío, concentrado totalmente en el pecado, que la cultura secular ha acabado por combatir y rechazar. Lo más importante no es lo que Jesús, con su muerte, ha quitado del hombre —el pecado—, sino lo que ha donado, es decir, el Espíritu Santo. Muchos exegetas consideran hoy el capítulo tercero de la carta a los Romanos sobre la justificación por la fe, como inseparable del capítulo octavo sobre el don del Espíritu y un todo uno con él. 
La justificación gratuita mediante la fe en Cristo debería ser predicada hoy por toda la Iglesia y con más vigor que nunca. Sin embargo, no en oposición a las «obras» de que habla el Nuevo Testamento, sino en contraste con la pretensión del hombre postmoderno de salvarse por sí solo con su ciencia y tecnología o con espiritualidades improvisadas y tranquilizadoras. Estas son las «obras» en las que confía el hombre moderno. Estoy convencido de que si Lutero volviera a la vida, este sería el modo en que también él predicaría hoy la justificación por la fe.
Otra cosa importante deberíamos recoger todos, luteranos y católicos, del iniciador de la Reforma. Para él —hemos visto—, la justificación gratuita por la fe fue ante todo una experiencia vivida y sólo posteriormente teorizada. Lamentablemente, después de él, se convirtió cada vez más en una tesis teológica a defender o a combatir, y cada vez menos en una experiencia personal y liberatoria, a vivir en la propia relación intima con Dios. La declaración conjunta de 1999 recuerda muy oportunamente que el consenso alcanzado por los católicos y luteranos sobre verdades fundamentales de la doctrina de la justificación deberá tener efectos y encontrar una respuesta, no sólo en la enseñanza de las Iglesias, sino también en la vida de las personas (n. 43). 
Nunca debemos perder de vista el punto principal del mensaje paulino. Lo que le importa afirmar al Apóstol en primer lugar, en Romanos 3, no es que somos justificados por la fe, sino que somos justificados por la fe en Cristo; no es tanto que somos justificados por la gracia, cuanto que somos justificados por la gracia de Cristo. Cristo es el corazón del mensaje, aún antes que la gracia y la fe. Él es, hoy, el artículo con el que la Iglesia se mantiene en pie o cae: una persona, no una doctrina.
Debemos alegrarnos porque esto es lo que está sucediendo en la Iglesia y en mayor medida de lo que normalmente se piensa. En los últimos meses he podido participar en dos encuentros: uno en Suiza, organizado por evangélicos con la participación de los católicos; el otro en Alemania, organizado por católicos con la participación de los evangélicos. Este último celebrado en Augsburgo en enero pasado, me ha parecido verdaderamente un signo de los tiempos. Había seis mil católicos y dos mil luteranos, en su mayoría jóvenes, procedentes de toda Alemania. El título en inglés era «Holy Fascination», santa fascinación. El que fascinaba a la multitud era Jesús de Nazaret, hecho presente y casi tangible por el Espíritu Santo. Detrás de todo esto, una comunidad de laicos y una casa de oración (Gebetshaus), activa desde hace años y en plena comunión con la Iglesia católica local.
No era un ecumenismo del «¡querámonos mucho!». Misa muy católica (¡con incienso!”), presidida una vez por mí y una vez por el obispo auxiliar de Augsburgo; otro día, Santa Cena presidida por un pastor luterano, en total respeto de cada uno por la propia liturgia. Adoración, enseñanzas, música: un clima que sólo los jóvenes son capaces hoy de organizar y que podría servir como modelo para algún acontecimiento especial durante las Jornadas Mundiales de la Juventud.
Pregunté una vez a los responsables si debía hablar de la unidad de los cristianos; me respondieron: «No, preferimos vivir la unidad, en lugar de hablar de ella». Tenían razón. Son signos de la dirección en que el Espíritu —y con él el papa Francisco—nos invitan a caminar.
¡Feliz y Santa Pascua!