6/11/17

El vademécum para ser ‘buenos confesores’



Un buen confesor debe aprovechar la ocasión para hacer del confesionario “un lugar de evangelización”
Lo ha dicho el Papa con motivo del curso sobre el fuero interno promovido por la Penitenciaría Apostólica.
El “discernimiento” entra en el confesionario. Con motivo del Curso anual sobre el fuero interno promovido a mediados de marzo por la Penitenciaría Apostólica en Roma, el Papa Francisco, al recibir en audiencia a los participantes, ha trazado un sintético pero apasionado vademécum para poder ser “buenos confesores”. Y una de las palabras más utilizadas en la reflexión que ha compartido con los sacerdotes ha sido precisamente “discernimiento”.
Para el Papa, el uso frecuente del confesionario es sin duda una práctica a redescubrir, porque es allí donde cada fiel puede encontrar “aquella indispensable medicina para nuestra alma que es la Misericordia divina”. Confesar, además, representa “una auténtica prioridad pastoral”, porque “el confesionario abierto” es signo del “corazón de Dios abierto”.
Los fieles, sin embargo, deben poder contar con la presencia de confesores maduros en su “paternidad”, capaces de dar “caridad pastoral” porque están constantemente cerca de Jesús en la oración. Y es en este recogimiento necesario y constante donde después quien administra el sacramento de la Reconciliación encuentra la capacidad de “comprender las heridas de los demás y sanarlas con el aceite de la misericordia”. La actitud debe ser humilde, “para que aparezca siempre claramente que el perdón es don gratuito y sobrenatural de Dios”.
Un buen confesor será, por tanto, “un hombre de discernimiento”, capaz de ponerse a la escucha de la voluntad de Dios a través del Espíritu y de servirle. Sólo por medio del discernimiento será posible, en efecto, distinguir las diversas situaciones en que se encuentra el penitente, después de haber educado convenientemente “la mirada y el corazón”, y acercarse así a las personas con “aquella delicadeza de ánimo tan necesaria ante quien nos abre el sagrario de su conciencia para recibir luz, paz y misericordia”.
Quien sí acerca al confesionario, es el razonamiento del Papa Francisco, “puede provenir de las más variadas disparate situaciones; podría tener también alteraciones espirituales”, por lo que según los casos hay que saber tener en cuenta “todas las circunstancias existenciales, eclesiales, naturales y sobrenaturales” y así dirigir bien el camino de estas personas. Aquí el Santo Padre hace después referencia a la sana colaboración con las ciencias humanas y al recurso, donde sea necesario, a los exorcistas para quien sufre de verdaderas alteraciones espirituales.
Un ministerio de confesor permeado por la oración y el discernimiento tendrá como resultado práctico −además de la curación espiritual del penitente− el de convertir el confesonario en “un verdadero lugar de evangelización”, precisamente porque habrá favorecido el encuentro más auténtico con “el Dios de la misericordia”. Evangelizar es también en un cierto sentido formar a las personas, después de haber valorado atentamente −y aquí vuelve el aspecto del discernimiento− qué es más útil y necesario “para el camino spiritual de aquel hermano o de aquella hermana”.

La gran herencia del Jubileo

El Curso sobre Foro interno de la Penitenciaría Apostólica, que ha llegado a su 37 edición, este año no ha podido ignorar el Año jubilar extraordinario de la Misericordia concluido hace poco. Refiriéndose precisamente a este acontecimiento, el cardenal Mauro Piacenza, Penitenciario Mayor, ha recordado que “la primera gran herencia” reside en los centenares de miles y miles de “confesiones sacramentales, actos de conversión, obras de misericordia” que ha impulsado el Jubileo: un “verdadero tesoro espiritual”.
Reflexionando sobre esta herencia, ha subrayado tres posibles perspectivas pastorales que pueden orientar el camino de la Iglesia en este ámbito. Ante todo, una actitud decididamente “misionera”, que lleva al encuentro con el otro y al deseo de acompañarle en su camino de conversión; una buena “formación” de quien acompaña, para que “la misericordia no sea una palabra vacía ni una experiencia sentimental”; y finalmente una renovada “fidelidad”, que ha de verse traducida en “relación entre fe y obras”.