6/19/17

Misericordia, no lástima – XI Domingo Ordinario



Éxodo 19, 2-6: “Serán para mí un reino de sacerdotes y una nación consagrada”.
Salmo 99: “El Señor es nuestro Dios y nosotros su pueblo”.
Romanos 5, 6-11: “Si la muerte de Cristo nos reconcilia con Dios, mucho más nos reconciliará su vida”
San Mateo 9, 36- 10, 8: “Jesús, al ver a las multitudes, se compadecía de ellas”


La propuesta les pareció fabulosa: al grupo de matrimonios que semanalmente se reunían para “convivir, con-beber y pasarla bien”, se les ocurrió que a sus reuniones les faltaba algún aspecto que llevara un poco más de compromiso social. Decidieron, pues, en adelante, cada quien llevaría algún pequeño detalle, alguna prenda, algún alimento, algún utensilio, o algo que fuera útil y que realmente ya no les hiciera falta en su casa. Así, además de deshacerse de cosas inútiles para ellos, podrían ayudar a las familias necesitadas que pululan en las colonias cercanas. Cuando ya tenían suficientes provisiones, deliberaron quiénes llevarían estos “regalos”. “A mí se me parte el corazón cuando veo tanta miseria. Con gusto doy algo, pero yo no voy…” cada uno fue disculpándose por falta de tiempo o de disposición y acabaron por donarlo a la parroquia cercana para que ella se encargara de repartirlos. ¿Buena acción? Quizás acallen su conciencia pero no estuvieron dispuestos a poner su corazón junto al hermano. Dieron “cosas” pero mezquinamente escondieron su corazón.
Jesús, siendo Dios, no tiene empacho en encontrarse con los pecadores, con los pobres y miserables de su tiempo. Al contemplar las multitudes “se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y desamparadas”, se conmovía interiormente. La compasión o misericordia es un sentimiento que con frecuencia aparece en el Antiguo Testamento vinculado a la relación de una madre con el hijo que lleva en sus entrañas. Es mucho más que el tener lástima, es una conmoción interior que une el corazón de quien contempla, con el corazón de quien sufre. Compadecerse es padecer juntamente con el hermano, no solamente tener lástima. Así Jesús, movido por este amor entrañable, se fija en el cansancio y abatimiento del pueblo que estaba “como ovejas sin pastor”. Expresión que encierra un reproche contra los dirigentes de Israel y recuerda la imagen de Dios como el único y verdadero pastor de su pueblo. Al desatender los líderes religiosos y políticos de Israel sus labores de cuidado y pastoreo, el pueblo se encuentra desamparado y extenuado, y Jesús asume esta tarea. Él es el buen pastor que, sufriendo con entrañas de misericordia y compasión, se coloca a la cabeza de su pueblo y asume su cuidado para sacarlo de su postración.
¡Qué diferente la actitud de Jesús a nuestras actitudes! Ante el hambre, Él se conmueve; ante el hambre, nosotros permanecemos indiferentes o aun buscamos nuestra propia ganancia. La situación de nuestros pueblos es difícil para la mayoría: hay hambre, desnutrición, enfermedades, necesidad y nadie puede permanecer indiferente. A la luz de esta situación, es necesario reafirmar con valentía que el hambre y la desnutrición son inaceptables en un mundo que, en realidad, dispone de niveles de producción, de recursos y de conocimientos suficientes para acabar con estos dramas y con sus consecuencias. El grave problema no es la insuficiencia de alimentos, sino la mala distribución y las políticas económicas. A veces nos sentimos impotentes ante la magnitud de la situación y podemos caer en la tentación de cruzarnos de brazos. Pero lo que sucede a nivel internacional y de grandes empresas lo repetimos a nivel casero y familiar y damos la espalda al hermano buscando nuestra propia ganancia. ¿Qué hace Jesús? ¿A qué nos invita?
Jesús hace concreta su invitación, llama a los doce y “les da poder”, no para imponerse a las gentes, sino para expulsar demonios y curar enfermedades y dolencias. Éstas serán las dos grandes tareas de sus enviados: proclamar que ya está cerca el Reino de Dios y curar a las personas de todo cuanto introduce mal y sufrimiento en sus vidas. Harán lo que le han visto hacer a Él: curar a las personas haciéndoles experimentar lo cerca que Dios está de sus sufrimientos. Es la manera de colaborar con Jesús en su proyecto del Reino de Dios. En cada aldea han de hacer lo mismo: anunciarles el Reino compartiendo con ellos la experiencia que están viviendo con Jesús y, al mismo tiempo, curar a los enfermos del pueblo. Todo lo han de hacer gratis sin cobrar ni pedir limosna, pero recibiendo a cambio un lugar en la mesa y en la casa de los vecinos. Es la forma de construir en las aldeas una comunidad basada en valores radicalmente diferentes al poder, al comercio, a la relación de patrón-cliente. Mientras no compartamos el pan con el prójimo no lo podremos llamar hermano. Aquí todos comparten lo que tienen: unos su experiencia del Reino de Dios y su poder de curar; otros, su mesa y su casa.
Pedro, Santiago, Juan y los demás discípulos son hombres sencillos, con sus problemas, sus familias, sus negocios pequeñitos o alguno más importante. Sin embargo, todos captaron el nuevo modo de vivir de Jesús y la propuesta para un mundo diferente. ¿Habrá hoy quien quiera seguir a Jesús? Si captamos lo grande y maravilloso de esta propuesta, habrá seguramente seguidores fieles de Jesús. Luchar contra los demonios del poder y de la ambición, curar las heridas que deja un mundo hostil, anunciar a todos que Dios está cerca y que se puede compartir en una mesa común, sigue siendo una tarea maravillosa a la que Jesús sigue invitando.
En este domingo, al descubrir el rostro de Jesús frente a los desamparados, ¿cómo nos situamos frente los hermanos desprotegidos y frente a la invitación de Jesús? ¿Con qué palabras y acciones anunciamos la llegada del Reino de Dios? ¿Qué realidades concretas nos abren a la esperanza? ¿Qué dificulta en medio de nosotros la llegada de este Reino?
Cristo Jesús, rostro misericordioso del Padre, abre nuestro corazón ante la necesidad del hermano para construir tu Reino de Fraternidd y de Amor. Amén.