No desearía parecer agorero cuando tantos lanzan las campanas al vuelo ante la noticia de que el número de parados en España baja al fin de los cuatro millones de personas, y se presentan cifras optimistas sobre las previsiones del desarrollo económico, elemento importante para luchar contra la pobreza.
Pero vuelvo a un tema central en la vida de la Iglesia, también en este país. El papa Francisco ha condensado una larga historia, que comienza en Belén, mediante un gesto moderno: la creación de una Jornada anual dedicada específica a los pobres en el mundo actual.
Parece inevitable que algunos sigan criticando las riquezas de la Iglesia. No sé qué se ha repetido más a lo largo de los tiempos: esa denuncia periódica que llega a nuestros días, o la reiteración de pastores volcados con los pobres y de iniciativas de asistencia a los desposeídos, a los enfermos, a los abandonados a su soledad. Basta recordar quizá los viejos hospitales del medioevo nacidos a lo largo del camino de Santiago que aún perduran.
Como señaló José Octavio Ruiz Arenas en la presentación del mensaje pontificio para la primera y cada vez más próxima jornada mundial, “los últimos Papas, especialmente san Juan Pablo II y Benedicto XVI, han reiterado la importancia de una opción preferencial por los pobres, y sus escritos magistrales constituyen una invitación permanente a toda la Iglesia, para que responda con dedicación y generosidad, ayudando a la sociedad para que no se nieguen a ninguna persona los bienes necesarios para una vida digna”.
Esa opción no es ni debe entenderse como categoría cultural, social o política. Se trata de una parte esencial de la virtud cristiana de la caridad, de acuerdo con la Tradición. Muchos textos de los Padres, sin su contexto, resonarían hoy con más fuerza que las proclamas de tantos activistas. No hacían demagogia ni trataban de ganar votos. Se limitaban a proponer las exigencias hacia los demás de la autenticidad en el seguimiento de Cristo, que supera con creces los estrictos límites de la justicia.
Pero insistir en la necesidad de pensar y hacer por los otros resulta particularmente indispensable para dar sentido a una sociedad cada vez más impregnada de una especie de narcisismo individual y cósmico, construido a través de la afirmación continua del yo en las redes sociales y en las actividades diarias. Lejos queda con frecuencia la antropología clásica, anclada desde Aristóteles en las cuatro virtudes cardinales. La teología de Santo Tomás de Aquino recogió el planteamiento y lo completó con la luz de la Escritura, comenzando por el mandamiento del amor, donde el ser humano encuentra la plena realización de su libertad, hasta la perspectiva extrema de dar la propia vida por los demás.
Como es bien conocido, los pontífices del siglo XX han ido actualizando la doctrina social de la Iglesia, a veces en aniversarios de la encíclica Rerum novarum de León XIII (1991): la Quadragesimo anno, de Pío XI, la Octogesima adveniens, de Pablo VI, o la Centesimus annus, de Juan Pablo II. Obviamente, el gran impulso procede de Juan XXIII y de la Gaudium et spes del Concilio Vaticano II. Pero la continuidad fue manifiesta en otros documentos de Juan Pablo II, en los de Benedicto XVI y en el magisterio del actual pontífice.
No es necesario quizá repetir lo sabido. Pero sí acentuar la necesidad de identificar bien las que Francisco llama caras de la pobreza, “marcadas por el dolor, la marginación, la opresión, la violencia, la tortura y el encarcelamiento, la guerra, la privación de la libertad y de la dignidad, por la ignorancia y el analfabetismo, por la emergencia sanitaria y la falta de trabajo, el tráfico de personas y la esclavitud, el exilio y la miseria, y por la migración forzada. La pobreza tiene el rostro de mujeres, hombres y niños explotados por viles intereses, pisoteados por la lógica perversa del poder y el dinero. Qué lista inacabable y cruel nos resulta cuando consideramos la pobreza como fruto de la injusticia social, la miseria moral, la codicia de unos pocos y la indiferencia generalizada”.
Para el papa Francisco, con una expresión de Pablo VI, esos pobres pertenecen a la Iglesia por “derecho evangélico”, y obligan a la opción fundamental por ellos: “Benditas las manos que se abren para acoger a los pobres y ayudarlos: son manos que traen esperanza. Benditas las manos que vencen las barreras de la cultura, la religión y la nacionalidad derramando el aceite del consuelo en las llagas de la humanidad. Benditas las manos que se abren sin pedir nada a cambio, sin ‘peros’ ni ‘condiciones’: son manos que hacen descender sobre los hermanos la bendición de Dios”.